NERVIOSISMO

¿Y qué pinta la poesía de Czesław Miłosz en Lecturas no obligatorias?, se preguntará el lector. Porque, después de todo, Miłosz debería ser una lectura obligatoria para cualquiera a quien le guste pensar de vez en cuando; al menos, debería serlo. Así que no hablaré aquí de su poesía. Llevo en mente una idea mucho peor: hablaré de mí, o, mejor dicho, de lo nerviosa que me pongo en presencia del autor y su obra. Esto comenzó hace ya mucho, en febrero de 1945. Me encontraba en el Stary Teatr de Cracovia, donde se organizaba el primer recital de poesía desde el final de la guerra. Los nombres de los participantes no me eran en absoluto familiares. Era una persona relativamente leída en cuanto a prosa, pero mis conocimientos de poesía eran prácticamente nulos. Aún así, escuchaba y observaba. No todos leían bien. Algunos eran insoportablemente grandilocuentes, mientras que las voces de otros se quebraban y el papel temblaba en sus manos. En cierto momento anunciaron a alguien llamado Miłosz. Leía con serenidad y sin histrionismos, como si articulase en voz alta sus pensamientos y nos invitase a todos los demás a hacer lo mismo. «Ahí tienes —me dije a mí misma— a la auténtica poesía y a un poeta de verdad». Ciertamente estaba siendo injusta. Había en aquel lugar dos o tres poetas más que merecían especial atención. Pero la excepcionalidad se mide en graaquel Miłosz. No mucho después, mi admiración fue víctima de una dura prueba. Por vez primera en mi vida me encontraba en un restaurante de verdad celebrando un acontecimiento importante. Y al darme la vuelta, ¿qué fue lo que vi? A Czesław Miłosz sentado con unos amigos cerca de mí devorando unas chuletas de cerdo con chucrut. Fue un duro revés. Tenía más o menos claro que incluso los poetas comían de vez en cuando, pero ¿tenían que pedir platos tan vulgares como ese? De alguna manera me las arreglé para apaciguar mi espanto. Además, tuve otras experiencias de mayor importancia y me convertí en una verdadera lectora de poesía. Apareció Salvación, su volumen de poesía, por lo que me fue más sencillo encontrar nuevos poemas suyos en los periódicos. Mi nerviosismo crecía y se arraigaba más en mí a cada nuevo poema de Miłosz que leía. Volví a verlo en París hacia finales de los 50. Fue en un café: iba de mesa en mesa, probablemente buscando a alguien. Tuve la oportunidad de levantarme y decirle algo que le hubiese hecho feliz: que sus libros prohibidos todavía eran leídos en Polonia, que se transcribían en copias únicas que se introducían ilegalmente en el país. Y que cualquiera que las buscase con ahínco, se hacía con ellas tarde o temprano. Pero no me levanté y, por supuesto, no se lo dije. Los nervios me paralizaron. Miłosz no regresaría a Polonia hasta muchos años después. En la calle Krupnicza de Cracovia, una nube de fotógrafos con sus fla-shes y micrófonos casi ocultaba su figura, mientras el mente se deshizo de los periodistas, exhausto, los cazadores de autógrafos se abalanzaron sobre él. Carecía del coraje necesario para asediarle de esa manera, de presentarme y de, quizás, pedirle un autógrafo. Solo tuve el placer de conocerle personalmente en su segunda visita a Polonia. Muchas cosas habían cambiado desde entonces, pero, en cierta manera, todo seguía igual. De buen grado debo reconocer que he tenido muchas oportunidades para hablar con él, de conocerlo en compañía de amigos mutuos, incluso de leer codo con codo en varias ocasiones y de sufrir juntos en algún acto oficial. Pero hasta el día de hoy, debo decir que no tengo la menor idea de cómo tratar con tan Gran Poeta. Cuando estoy cerca de él, sigo sintiéndome tan nerviosa como antes. Incluso aunque a veces contemos chistes o brindemos con vodka bien frío. O suceda como aquella vez en que ambos pedimos chuletas de cerdo con chucrut.

Extraído de la columna de Szymborska «Lecturas no obligatorias» aparecida en la edición de Gazeta Wyborcza, 1 de julio de 2001.

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