LOS PIES DEL PRÍNCIPE,
POR NO HABLAR DE OTRAS PARTES DEL CUERPO
Este folletón esconde una sorpresa. No diré dónde, porque entonces, Estimados Lectores, iríais rápidamente a buscarla. Todo a su tiempo. El subtítulo del libro reza: La higiene corporal desde la Edad Media hasta el siglo XX. Cabría añadir «en Francia», porque el autor presta únicamente atención a las crónicas, cartas, memorias y libros de medicina franceses en sus reflexiones. Pero debe admitirse que la historia de la higiene tenía más o menos el mismo aspecto en todos los países europeos. La gente del Medievo aún se bañaba. Por ejemplo, había baños públicos en las grandes ciudades, pero en el siglo XV comenzaron a cerrar sus puertas uno tras otro a consecuencia de los constantes rebrotes epidémicos. De un modo un tanto ingenuo, podría llegar a pensarse que los habituales de los baños públicos continuarían lavándose en sus casas. Sin embargo, dejaron de hacerlo. El agua, según algunas teorías de aquel entonces, era la culpable no solo de la propagación de las epidemias, sino también de todas las enfermedades individuales que, en forma de miasmas, penetraban en el organismo a través de la indefensa epidermis. Los siglos XVI, XVII, y parcialmente el XVIII, fueron períodos de gente inimaginablemente sucia. A decir verdad, los recién nacidos eran lavados tras el parto, pero inmediatamente después se apresucos triturados con el propósito de neutralizar el efecto maligno del agua utilizada. El primer lavado de pies del futuro Luis XIII tuvo lugar cuando el príncipe tenía unos seis años. Cierta dama escribió sobre su padre, Enrique IV, que «apestaba como una res muerta». Dado que por entonces todas las personas de la corte apestaban, lo del rey tenía que ser algo verdaderamente excepcional. La higiene de esos siglos se limitaba a frotarse la epidermis con pañuelos blancos y a utilizar perfume. Solo se daba agua a cara y manos. Y si alguien decidía darse un baño (una vez cada dos años), este hecho se convertía en todo un acontecimiento sobre el que mucho se hablaría, antes y después. Primero entraba el señor de la casa en la cuba de agua, después la señora, a continuación sus padres, y después se zambullían en el mismo líquido los niños (empezando por el mayor hasta al pequeño) y, finalmente, los criados. En el caso de que hubiese algún bicho raro al que le gustase bañarse más a menudo, estaba obligado a refrenar esa pasión con tal de que no lo considerasen un libertino de esos o un degenerado. A veces pienso en esas películas históricas que tratan de recrear esa época del modo más fidedigno posible. Los actores se pavonean en sus trajes y pelucas recreadas a partir de retratos antiguos. No puede echárseles en cara que los interiores o los atrezos sean anacrónicos. Sin embargo, ninguno de los directores se ha decidido aún a mostrar la suciedad, los eczemas, los herpes y la sarna, las pústulas infectadas a consecuencia de los durante las encantadoras cenas bajo la luz de las velas, debían de caer una vez tras otra en la sopa de alguien. Supongo que una película así resultaría insoportable. Las escenas heroicas o amorosas, en lugar de conmover, harían vomitar al espectador de hoy... Para finalizar, la sorpresa prometida. Señores y señoras, el gran Michel de Montaigne era uno de esos bichos raros que no hacían ascos al agua. ¡Michel de Montaigne se bañaba! ¡Y a menudo! ¡Y con gusto, además! ¡A pesar de vivir en una época recubierta de mugre! De la admiración, se me cayó el bolígrafo al suelo.
Limpieza y suciedad, Georges Vigarello, traducción del francés (en ocasiones inexacta). Varsovia: Wydawnictwo W. A. B., 1996.