ENREDOS FAMILIARES
«Cleopatra» es un nombre griego, hereditario de la dinastía greco-macedonia de los ptolemaicos, la cual reinó en Egipto tras la desintegración del imperio de Alejandro Magno. Hubo siete cleopatras en esa dinastía, pero solo una, la séptima y última de ese linaje, consiguió forjarse una deslumbrante carrera en un futuro para ella desconocido. Sus predecesoras cayeron en el olvido. Podría llegarse a pensar que todas ellas tuvieron una vida tranquila y aburrida junto a sus reales esposos, hermanos e hijos. Pero nada de eso. Una existencia aburrida y tranquila era un lujo que ninguna de estas señoras quería ni podía siquiera permitirse. Eran tiempos convulsos, los vientos soplaban con fuerza y violencia desde todas direcciones, y los tronos vacilaban. Y a todo ello deben añadirse esas relaciones familiares tan complicadas de entender hoy en día... Los ptolemaicos adoptaron la tradición de los faraones, quienes, imitando a los divinos hermanos Isis y Osiris, se casaban con sus propias hermanas. No eran meras uniones de tipo formal, sino todo lo contrario: su objetivo era conseguir una descendencia común. Asimismo, esa descendencia debía contraer matrimonio mutuamente para engendrar a la nueva generación. De esa manera, la madre se convertía simultáneamente en la tía de sus hijos, y el padre, en su tío. Obviamente, esto significa que el hijo se convertía en ocurría con la madre, mientras que desde el punto de vista de los hijos, estos eran hermanos y primos al mismo tiempo. Este enredo quedaba en cierta manera compensado por el escaso número de antepasados, ya que, aunque contaban con dos progenitores como todos nosotros, únicamente tenían dos abuelos en lugar de cuatro, dos bisabuelos en lugar de ocho, y así sucesivamente... Aunque siempre podía acontecer de repente alguna sorpresa, como sucedió con Cleopatra VII, la más célebre de todas. Tenía abuelo y abuela, bisabuelo y bisabuela, pero, de golpe, tenía cuatro tatarabuelos. ¿Acaso se había inmiscuido sangre ajena en la línea sanguínea familiar cien años antes? No. No era el caso. Siempre habían pertenecido al mismo linaje, solo que uno de los cruces no había sido programado. Ocurrió en tiempos de Cleopatra II, quien se casó en primer lugar con su hermano mayor, y cuando este murió, con el pequeño. Pero el hermano pequeño no tuvo suficiente con los encantos de su enviudada hermana y cuñada. Sin esperar a su muerte, se casó también con la hija del primer matrimonio de ella, es decir, con su propia sobrina y, no lo olvidemos, su hijastra. Esta jovencita se convirtió automáticamente en la cuñada de su propia madre (como esposa de su hermano) y los numerosos hijos engendrados junto a su tío y padrastro (como hermano y esposo de su madre) ganaron en la persona de su padre a un tío abuelo (como hermano del padre de la madre), por no decir que eran al mismo tiempo los nietos y los sobrinos de esto (para eso ya está la tabla genealógica que hay en el libro); es suficiente con decir que un pequeño escándalo familiar dobló el número de tatarabuelos de Cleopatra VII. Pero ni siquiera así resulta sencillo, ya que los tatarabuelos de Cleopatra lo eran tanto por parte paterna como materna. ¿Pero hasta qué punto tiene aquí importancia la división en una línea masculina y otra femenina? Solo en tanto que nos aporta la lógica, aunque privada de rabiosa actualidad, conclusión de que el incesto, aunque aparentemente sencillo, es una perversión endiabladamente complicada.
Siete cleopatras, Anna ´Swiderkówa (nuestra célebre experta en el período helenístico), Varsovia: «Wiedza Powszechna», 1978.