PAÑUELOS DE ENCAJE
El melodrama no es para mí un término neutro como, por ejemplo, lo son el western, el cine de terror
o el thriller, entre otros. Hacia finales del siglo XIX se comenzó a denominar así a los dramas románticos de dudoso valor artístico, dirigidos a conmover al público poco exigente. Y he utilizado con ese sentido esta palabra hasta el día de hoy. Es posible que, al igual que otras personas, me haya quedado un poco anticuada. La autora del libro ya no percibe esa diferencia y llama melodrama a cualquier película de amor con indepentra. No es fácil extrapolar a otra persona la manera en la que una ve las cosas, así que tendré que resignarme a esta. Sin embargo, habría preferido que, en el prólogo a sus películas elegidas y resumidas, la autora hubiese dejado bien a las claras que, por ejemplo, Breve Encuentro de David Lean, del año 1945, no tiene nada que ver con cualquiera de Las venus rubias, o que Memorias de África es, sin más, algo genéticamente diferente a La leprosa, por decir una. Habría preferido también que las películas apareciesen por orden cronológico. Solo con eso podría haber salido algo interesante. Ordenándolas alfabéticamente, desde luego, no. Pero, en resumidas cuentas, ¿acaso quiere decir eso que no me gustan los melodramas? En absoluto. Me gustan mucho y cuanto más antiguos son, más me gustan. Sin embargo, lo que a mí me conmueve o interesa no es exactamente eso que proyectaron los guionistas, directores o actores. Me emociona contemplar a personas hermosas que ya hace tiempo que han muerto, que ya no están con vida pero que, sin embargo, no dejan de estarlo. Bailan el vals, se miran intensamente a los ojos y corren por los prados poblados de flores. Y lo seguirán haciendo hasta que la última cinta se pierda... El argumento me interesa algo menos, pero reacciono a sus inalterables detalles. La heroína siempre se va a dormir bien maquillada, y de esa manera, impecable, se despierta. Tiene el día repleto de obligaciones: leer esquelas y arreglar las flores de los jarrones. Y cuando llega el momento de tener una conversación seria con su marido o amante, siempre se sienta delante del espejo y se cepilla los cabellos. No pasa nada, siempre y cuando el primer beso se produzca antes de que acabe la película. Si llega al principio, ¡mala cosa! Si eso pasa, siempre hay alguien que aparece con la regularidad de un viejo reloj de cuco, alguien a quien no le gusta para nada ese beso. Cuando la muchacha le confiesa a su amado que será padre, el hombre recibe la noticia con un asombro inaudito, como si nadie nunca le hubiese dicho de dónde vienen los niños. A veces, la heroína cae en la miseria y se tambalea a consecuencia del hambre; sin embargo, por nada del mundo lo hará, aunque sea dos días seguidos, con el mismo vestido. Y, por desgracia, a veces enferma y muere. Pero la enfermedad siempre le sienta bien. Así, pues, las bellas estrellas dan la impresión de agonizar con todo su esplendor. Los hombres suelen escapar de las enfermedades orgánicas. La mayor parte de las veces son traídos a palacio o a una cabaña con heridas punzantes o de bala. Entonces, con sonrisa angelical, su amada le seca el sudor de la frente con un pañuelo de encaje. En los melodramas no se emplean otros tratamientos terapéuticos. Y luego están también todas esas cartas anónimas. Hay que creerlas inmediatamente y sin reservas, y descartar cualquiera de las posibles contrario, la película duraría mucho menos y los espectadores se verían obligados a volver a casa prematuramente. Y en la vida real, al igual que en los melodramas, volver a casa antes de tiempo puede resultar muy arriesgado.
Cien melodramas, G. Stachówna, Cracovia: Wydawnictwo Rabid, 2000.