FUERON
Desagradable fue la aventura póstuma que le sobrevino a un poeta alemán del siglo XVII que vivía en los alrededores de Düsseldorf. Se llamaba Joachim Neumann, pero cuando escribía utilizaba el pseudónimo de «Neander», es decir, el equivalente griego de Neumann. Cuando murió, fue honrado de un modo muy afable: le confirieron el nombre de Neander al bello y cárstico valle por el que indudablemente solía desde mediados del siglo pasado relaciona ya ese valle con aquel buen poeta, sino con un fragmento de cráneo hallado allí. Pertenecía a una criatura que también solía pasear por aquellas tierras, aunque algunas decenas de miles de años antes. Los cada vez más numerosos y más pedantes estudios arqueológicos constataron que aquellos seres, desde entonces llamados neandertales, habitaron vastas regiones de Europa y Asia occidental. Se fueron dividiendo en tribus con culturas bien diferenciadas y, lentamente, fueron desarrollando sus habilidades. En principio, los antropólogos los consideraron simples homínidos primitivos, pero fueron ascendiendo hasta conseguir el título de homo sapiens. Sin embargo, era una especie de homo sapiens de prueba, una alternativa a una humanidad que había nacido en África y que comenzaba en ese mismo momento a conquistar el mundo: esa humanidad a la que todos nosotros pertenecemos. Y desde hace mucho tiempo, la ciencia relaciona precisamente la desaparición de los neandertales con nuestra llegada. En los últimos años ha caído en desuso la teoría de un encuentro amistoso; según esa hipótesis, los neandertales no se entregaron al exterminio, sino que simplemente se fundieron con los nuevos pobladores. Sin embargo, los estudios genéticos descartan un posible cruce. Hay una segunda teoría que nadie de momento ha podido rebatir, y que quizás nunca pueda hacerse, aunque por fortuna deja entrever algunas lagunas. Esa teoría proclama que el debut de esa nueva humanidad los indígenas. Incluso se insinúa esa terrible palabra: holocausto... Sin embargo, la idea de un holocausto implica una acción sistemática y hacia un objetivo. Por el contrario, se sabe ya que ambas comunidades convivieron durantes miles de años, a veces incluso explotando las mismas tierras. La nueva humanidad no mostró inmediatamente una superioridad inapelable sobre la antigua. Hubo un tiempo en el que el destino se encontraba sobre el filo de la navaja. Sin embargo, es un hecho que esa vieja humanidad perdió al final, empujada cada vez con más ahínco hacia peores territorios de caza. Los últimos esqueletos de los neandertales dan prueba de una desnutrición extrema. El libro de James Shreeve es un ejemplo de divulgación científica competente. El autor ha visitado todas las excavaciones arqueológicas abiertas al público, ha participado asiduamente en congresos internacionales, ha prestado atención a las polémicas más encarnizadas y ha entrevistado a los especialistas, teniendo muy claro a quién preguntar y sobre qué. Pero quedan muchas preguntas por contestar. Entre otras: ¿hablaban los neandertales? Probablemente sí. ¿Qué tipo de vínculos sociales crearon? ¿Cómo era su vida espiritual? ¿Sus creencias? ¿Su visión del mundo? ¿La idea que tenían sobre sí mismos? Parece una especulación estéril, pero gracias al libro sabemos que ese tipo de preguntas tienen un sustento científico. Solo hay una pregunta que no he encontrado. ¿Lloraban los neandertales? ¿Reaccionaban sus glándulas lacrimales al dolor? ¿A la triste ran capaces de poner un nombre exacto a todas esas desgracias, pero ¿acaso sería eso algo tan extraño? Yo misma tengo a veces problemas para hacerlo.
El enigma neandertal, James Shreeve, traducción del inglés de Farol Sabath. Varsovia: Wydawnictwo Prószy ´nski i S-ka, 1998.