EL MILAGRO DE LOS ENSAYOS

Ya no recuerdo las sensaciones que me produjo leer por primera vez a Montaigne. En cualquier caso, la admiración no se encontraba entre todas ellas. Acepté como un hecho natural el que una obra como esa existiese y continuase hablando con esa voz tan vívida. ¡Menudo disparate! Hoy, en cambio, la existencia de cualquier cosa buena me llena de admiración. Y dado que los Ensayos son precisamente eso, algo bueno (de hecho, es uno de los mayores logros que haya alcanzado el alma humana), todo cuanto contiene me maravilla, en particular, la excepcional amalgama de circunstancias favorables que posibilitaron su redacción. Por ejemplo, faltó poco para que el infante varón bautizado con el nombre de Michel muriese poco después de nacer. La mortalidad entre los recién nacidos era un suceso tan habitual por entonces que ni siquiera se preocupaban de determinar cuál, de entre las numerosas posibilidades, había sido la causante. Lo que Dios da, Dios lo quita, y las extraordinarias habilidades del pequeñín fallecido se habrían convertido en un misterio sin resolver. El muchacho sobrevivió; sin embargo, cada minuto, cada semana o año, una infinidad de enfermedades mortales (necesitaría varias páginas escritas a máquina solo para enumerarlas a todas) amenazaba con atacarle. ¿Y un desgraciado accidente? El pequeño Montaigne podría haberse caído de un áragua hirviendo, atragantarse con una espina o ahogarse mientras se bañaba en el río. Dicho sea de paso, estos accidentes también pueden sucederles a los adultos. Pero al adulto le aguardan, además, otro tipo de trampas como los duelos, las peleas de taberna accidentales o pasar la noche en un albergue en donde alguien, por un descuido, ha provocado un incendio. Sin embargo, la razón principal por la que nos podríamos haber quedados sin los Ensayos es que, por entonces, una guerra religiosa causaba estragos en Francia. No había lugar para una postura de neutralidad, así como tampoco había ningún escondrijo en donde esperar a que, de alguna manera, la tormenta pasase. El temporal parecía no remitir y recorría todo el país una y otra vez. Montaigne se decantó del lado de los católicos, e incluso llegó a tomar parte en algunas campañas contra los hugonotes. Sin embargo, no parece que el fanatismo religioso fuese la razón. Su mentalidad crítica no encajaba para nada en ninguno de los bandos que guerreaban. El peligro al que se exponía no era, con todo, menor. Todo lo contrario, se sentía al mismo tiempo amenazado por los dos bandos. Pero uno no moría únicamente como resultado de sus creencias en todo ese alboroto. Veamos. Tenemos el ocaso de un día otoñal y el sol que se pone. Dos jinetes, un viajero y su lacayo, vuelven a casa por un camino forestal. No se les ve bien, hay niebla y anochece rápidamente. De repente, varios disparos salen de los matorrales, se oye un grito, el relinchar de los asustaagresores que huyen hacia las profundidades del bosque. El viajero abre los brazos a lomos del encabritado caballo y se precipita de cabeza, inerte, hacia el suelo. ¡Vaya, qué desgraciado malentendido!: era otra la persona que tenía que pasar por ese camino a esa hora. No el bondadoso Sr. Michel de Montaigne, a quien agita ahora el aterrado lacayo tratando inútilmente de devolverlo a la vida. La víctima tenía treinta y tantos, ya se acercaba a la cuarentena, y justo comenzaba a proyectar su obra magna. En la torre de un pequeño castillo le aguardaba sobre una mesa papel en blanco y un tintero con una afilada pluma de ganso. Incluso es posible que las primeras frases ya ennegreciesen alguna de aquellas hojas. ¿Cómo no vamos a maravillarnos de que, con todo, los Ensayos llegasen a nacer? ¿De que fuesen publicados en su forma original cuando el autor aún vivía? ¿De que, por encima de todo, aquella edición no fuese quemada junto con el impresor? No hay nada más sencillo, después de todo, que encontrar un millar de deslealtades en un escritor que piensa por cuenta propia. ¿Cómo no vamos a maravillarnos de que las numerosas correcciones que ya se han hecho a la obra publicada, y que forman parte de esa edición final que hoy conocemos como los Ensayos, no hayan sido olvidadas, extraviadas, robadas o, por el contrario, guardadas para ser incluidas en una edición posterior, tres años después de la muerte del autor? Por tanto, propongo leer los Ensayos con estupor. Si el destino hubiese conseguido desbaratar su obras se habrían convertido para nosotros en la cúspide intelectual máxima del siglo XVI. No tendríamos ni idea de que ese lugar de honor se debería a una simple victoria por incomparecencia del adversario. No hay lugar en el abigarrado tejido de la historia para los espacios en blanco. Es decir, que los hay, pero no hay manera de confirmar su existencia.

Ensayos, Michel de Montaigne, tres volúmenes, traducción de Tadeusz Boy-Zele´˙ nski, edición, prólogo y comentarios de Zbigniew Gierczy´nski. Varsovia: Panstwowy Instytut´Wydawniczy, 1985.

 

Lecturas no obligatorias: Prosas
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
sec_0052.xhtml
sec_0053.xhtml
sec_0054.xhtml
sec_0055.xhtml
sec_0056.xhtml
sec_0057.xhtml
sec_0058.xhtml
sec_0059.xhtml
sec_0060.xhtml
sec_0061.xhtml
sec_0062.xhtml
sec_0063.xhtml
sec_0064.xhtml
sec_0065.xhtml
sec_0066.xhtml
sec_0067.xhtml
sec_0068.xhtml
sec_0069.xhtml
sec_0070.xhtml
sec_0071.xhtml
sec_0072.xhtml
sec_0073.xhtml
sec_0074.xhtml
sec_0075.xhtml
sec_0076.xhtml
sec_0077.xhtml
sec_0078.xhtml
sec_0079.xhtml
sec_0080.xhtml
sec_0081.xhtml
sec_0082.xhtml
sec_0083.xhtml
sec_0084.xhtml
sec_0085.xhtml
sec_0086.xhtml
sec_0087.xhtml
sec_0088.xhtml
sec_0089.xhtml
sec_0090.xhtml
sec_0091.xhtml
sec_0092.xhtml
sec_0093.xhtml
sec_0094.xhtml
sec_0095.xhtml
sec_0096.xhtml
sec_0097.xhtml
sec_0098.xhtml
sec_0099.xhtml