VIAJANDO CON GENTE HERMOSA

«Su primer encuentro había tenido lugar apenas un par de horas antes, habían intercambiado unas palabras, bailado un par de veces y se fueron a la cama juntos...» Cuando escuchamos testimonios como estos no lo dudamos ni un segundo, y pensamos que aluden al desenfreno actual, tan diferente al de los tiempos pretéritos, cuando las costumbres eran forzosamente más estrictas. De acuerdo, eran más estrictas, pero también mucho más escandalosas. Durante siglos enteros, en diferentes países y religiones, las relaciones carnales entre dos personas completamente desconocidas entre sí eran una norma aceptada y bendecida tanto por el poder laico como por el eclesiástico. De hecho, hasta hace bien poco en Europa, los matrimora. Los desposados casi nunca se conocían personalmente. El galanteo preliminar se solucionaba entonces por vía diplomática, mientras que los candidatos solo se mandaban retratos y cartas. Los retratos siempre eran generosos con sus modelos y las cartas las escribían los secretarios. Cuando finalmente se encontraban el día de la boda, a menudo los prometidos se llevaban una buena sorpresa. Sin embargo, las negociaciones y los preparativos estaban ya tan avanzados que no era posible echarse atrás. Debía tener lugar una boda solemne, un banquete nupcial y, aunque fuera a empujones, los novios debían dormir aquella noche en la misma cama. Hoy en día, cuando dos personas deciden acortar de un modo irreflexivo y precipitado la distancia física que los separa, les parece, al menos en ese instante, que se gustan y que una poderosa fuerza los atrae. Antiguamente no pasaba nada de eso. La pareja, unida desde las alturas, solo estaba obligada a cumplir con su obligación marital. Por ese motivo, el miedo paralizador, la desgana, la extrañeza y, a menudo, la aversión física se apoderaban de la noche de bodas. Y no solo en el caso de las mujeres. Los hombres también se topaban con sus propios demonios en el lecho conyugal. Y no todos ellos, sobre todo en la corte real, se sentían atraídos por las mujeres. También los había incapaces de ser hombres por obligación. En esas condiciones, la noche de bodas acababa tomando la forma de una salvaje violación, tras la cual solo quedaba el rencor y la repugnancia pedofilia fue consentida, siempre y cuando hubiese matrimonio de por medio, hasta la Baja Edad Media. Niñas de doce años eran entregadas como esposas a sátiros acuciados por la calvicie. Pero ya basta de horrores... He dejado el libro a un lado, dado que estoy leyéndolo en el tren, y me he puesto a examinar el compartimiento. Delante de mí hay dos muchachas de quince años sentadas. No son feas, pero tampoco especialmente guapas. Pero si por arte de magia fueran transportadas a una corte de las de antes, las cubriesen de joyas y las envolviesen en satén, pasarían por auténticas bellezas. Porque en aquellos tiempos la carencia de defectos determinaba la belleza. Mis niñas no han contraído la viruela ni el raquitismo, por eso no tienen las caritas picadas ni los huesos arqueados. Si alguna de ellas ha tenido de niña estrabismo o los dientes torcidos, estos problemas han sido corregidos a tiempo. Si en el pasado te rompías una pierna, a partir de ese instante ya nunca dejabas de cojear... Mis niñas ni siquiera saben cuán afortunadas son. Antes o después terminarán casándose con este o aquel. Su elección será acertada o fatal, meditada o precipitada, fruto del amor o del interés. Sin embargo, en todos los casos, la elección será solamente suya.

En el lecho de los reyes, Juliette Benzoni, traducción del francés de Janina Pał ˛ecki. Varsovia: «Iskry», 1994.

 

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