PIANOS Y RINOCERONTES

La frontera entre la cordura y el desequilibrio mental es imprecisa y varía dependiendo de la época. No solo los psiquiatras, sino también los historiadores, tienen problemas a la hora de delimitarla. Obviamente, les en su grado más extremo. Y se sabe también que hay estados intermedios, de intensidad variable, más difíciles de diagnosticar. Pero, ¿por dónde se debe comenzar? Primero es necesario determinar qué se entiende por salud mental y si, en general, hay gente que responda a la categoría de normal desde ese punto de vista. Dudo que la haya. Sin embargo, sí debe añadirse que sus desviaciones rara vez derivan en una demencia evidente. Únicamente podemos hablar de grupos profesionales para los que el riesgo es mayor. Y son dos: los artistas y los soberanos. Sin embargo, si bien la locura de los artistas puede ser en ocasiones el origen de grandes obras, en los soberanos, esta no conduce más que a la crisis y la infelicidad. Algunos de estos enloquecidos monarcas me producen incluso un inmenso sentimiento de lástima. Podrían haber alcanzado algún tipo de equilibrio de haber cambiado a tiempo de trabajo. Está, por ejemplo, el caso del monarca inglés Enrique VI. Los asuntos de Estado le aterraban. Se sumía en prolongados períodos de estupefacción en los que no recordaba quién era ni dónde estaba, ajeno completamente a la realidad. Si únicamente hubiese tenido bajo su mando un huerto de hortalizas, probablemente habría sido más feliz, él y su país... También siento lástima por Luis II de Baviera, quien no tenía interés alguno por gobernar. Prefería ese mundo creado por sus propias y muy costosas ilusiones y, poco a poco, se fue zambullendo más y más en él. De haber nacido en cualquier familia moderadado en un arquitecto capaz de diseñar suntuosos palacios para los industriales, y se habría dedicado a escuchar música en su tiempo libre. Todo se volvió aún más raro cuando Luis II se ahogó en un lago en extrañas circunstancias y su hermano, que nunca estuvo demasiado bien de la cabeza, fue aupado al trono. Durante siglos enteros nadie se preocupó de la herencia patológica. Todas las grandes dinastías estaban emparentadas entre sí, y los matrimonios entre primos hermanos estaban a la orden del día. Los tíos se casaban con sus sobrinos y, a su vez, la descendencia de estas uniones también contraía matrimonio entre sí. El abuelo del antes mencionado Enrique VI padecía un claro caso de esquizofrenia, mientras que la tía de Luis II de Baviera, por lo visto, creía haberse engullido un piano. También mencionaré a Don Carlos, esa desgraciada víctima de los cruces dinásticos. Más tarde, lo inmortalizaría Schiller como un personaje bello, un príncipe amante de la libertad... Pero, en realidad, el infante era un degenerado físico y psíquico, un loco y un sádico al que le gustaba observar a las muchachas desnudas mientras eran azotadas con una vara; y a los que le molestaban por algún motivo, los enviaba él mismo al otro mundo, preferiblemente, por la ventana. Cuando un zapatero le traía unos zapatos que le iban pequeños, le obligaba a comérselos. Dudo mucho que de haber llegado a rey se hubiese transformado, así, de repente, en un soberano juicioso. Pero la locura hereditaria no es, ni de lejos, una catástrofe tan tremenda tenido que lidiar la humanidad durante todo el siglo XX en Europa, Asia y África. Y no fueron los reyes sus portadores, sino los dictadores. Pues el poder dictatorial crea condiciones excepcionalmente favorables para el desarrollo de la locura, la cual, partiendo de esos déspotas, contagia a naciones enteras. Probablemente, quien mejor describió esa epidemia fue Ionesco en El rinoceronte. Lástima que esta obra se represente tan pocas veces y que, cuando lo hace, no sea allí donde más la necesiten.

La locura de los reyes, Vivian Green, traducción del inglés de Tomasz Lem. Cracovia: Wydawnictwo Literackie, 2000.

 

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