MUCHAS PREGUNTAS

¿Puede alguien que escribió ochenta novelas fantásticas y de aventuras (y eso que solo empezó a escribir a partir de los treinta y cinco años de edad); alguien que creó centenares de personajes, otorgándoles, al menos a algunos, una personalidad sugestiva, consiguiendo que dos de ellos le auparan incluso al Olimpo de la mitología literaria (estoy pensando en el misterioso capitán Nemo y en el cautivador Phileas Fogg); alguien que siempre que tenía un rato libre leía montones de relatos de viajes y se mantenía al corriente de cualquier innovación tecnológica; pues, bien, puede alguien así tener aún tiempo para cuidar de sus más íntimos sentimientos: simpatías, amistades y amores? La biografía de Julio Verne no otorga una respuesta afirmativa a esa pregunta. Seamos francos: en su desmesurado trabajo, Julio Verne era un individuo repulsivo, un egoísta sin miramientos, un tirano del hogar e, incluso, un lisiado emocional. Varias generaciones de lectores de todo el mundo lloraron su muerte; sin embargo, en Amiens, donde vivía, nadie vertió ni una pequeña lágrima sincera por él. Su familia respiró y los habitantes de esa, dicho sea de paso, próspera ciudad no se apresuraron a reunir el dinero necesario para construirle, al menos, un modesto monumento... Su correspondencia no le deja en buen lugar. Escribía a su padre con respeto, pero se hace difícil no sospechar su billetera. Más desinteresadas parecen las cartas dirigidas a la madre, en quien sí confiaba. ¿Pero de qué le hablaba? ¿De su añoranza juvenil? ¿De sus primeros impulsos amorosos? ¡Qué va! Ofrecía a esta distinguida dama un relato completo de los malestares gástricos que continuamente le atormentaban, así como pintorescas descripciones de sus evacuaciones. Cuando llegó el momento de enamorarse de alguien y casarse, en su opinión, la única cualidad digna de ser mencionada de su futura esposa era su fortuna. Probablemente, las cartas que dejan ver una cordialidad más humana son las dirigidas a su hermano. Desgraciadamente, la última de ellas, la cual incluye su reacción al enterarse de la muerte de su hermano (pese a todo, su mejor amigo de juventud), echa a perder esa impresión. En las condolencias dirigidas a su huérfano sobrino, solo las dos primeras frases expresan tristeza por la pérdida. El resto no son más que quejas causadas por su débil estado de salud, y, dadas las circunstancias, dudo que podamos considerarlas precisamente oportunas. Pero mucho peor aspecto tenían las relaciones del escritor con su propio hijo. Era más que evidente que el vástago no era de su gusto. Verne, siempre que pudo, lo mantuvo a distancia. Finalmente se las arregló para ingresar al muchacho de quince años en un horroroso reformatorio, y un año después lo cargó por la fuerza, como si fuese un galeote, en un barco que zarpaba en dirección a la otra punta del mundo. No se sabe exactamente de qué era culpable el adolescente. Y si era dre, alguien que sencillamente nunca debió ser el padre de nadie... Vaya... ¿Acaso no hemos escudriñado ya suficientemente? ¿Acaso todo esto nos sirve para explicar algo? Por ejemplo, ¿cómo consiguió ese frío y tétrico individuo conmover y hacer reír con sus libros? O ¿qué milagro consiguió que ese convencido conservador en su vida privada (y chovinista, además) acaba-se convirtiéndose en el bardo de la infatigable invención humana y fuese capaz de describir —y de un modo primoroso— la amistad entre representantes de países diferentes? Y, finalmente, ¿cómo pudo suceder que ese espantoso padre llegase a ser considerado en su tiempo como el autor más popular y apreciado por la juventud? Así es: por más que indaguemos e indaguemos, un misterio siempre es un misterio...

Julio Verne, Herbert R. Lottman, traducción del francés de Jacek Giszczak. Varsovia: Pa´nstwowy Instytut Wydawniczy, 1999.

 

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