LA COSA CAÍDA DEL ESPACIO

Domingo Santos

Eran las cuatro treinta y cinco de la madrugada cuando cayó. Lo vieron varios automovilistas que circulaban en aquel momento por la carretera N. II, vieron la oblicua estela luminosa que caía del cielo para ir a ocultarse tras un bosquecillo de pinos, al otro lado de la loma. Un meteorito, pensó uno de ellos, pisando el acelerador. Y la mujer de otro cruzó los dedos sobre su regazo, y formuló en voz baja un deseo. Es bueno formular un deseo cuando cae una estrella fugaz.

Pero no era una estrella fugaz. Durante el resto de aquella noche, todos los automovilistas que circularon por las cercanías del kilómetro 79 de la N. II pudieron percibir un resplandor desusado tras el bosquecillo donde poco rato antes había caído, el objeto. Los habitantes del pueblo que hay a ocho kilómetros del lugar de la caída no tardaron así en tener noticias de lo ocurrido. Paco, el vigilante nocturno de la gasolinera que hay en la entrada del pueblo, tuvo que oír varias veces la historia mientras llenaba los depósitos, y algunos camioneros pararon exclusivamente para comunicarle lo que se veía tras el bosquecillo, mientras tomaban una taza de café y fumaban un cigarrillo. Paco comunicó la noticia al panadero, que estaba preparando la hornada del día siguiente, y éste se apresuró a comunicarla a su vez a los primeros madrugadores que entraron a comprarle el pan para el almuerzo. Algunos de éstos encontraron a la patrulla de carreteras cuando iban hacia sus campos, y se lo comunicaron también. Los dos policías se miraron unos instantes entre sí, indecisos, y luego decidieron ir a ver qué pasaba.

Sí, había un suave resplandor tras el bosquecillo, que las primeras luces del amanecer hacían palidecer ya. Los dos hombres dejaron las motos en el arcén, y se internaron con sus linternas en el bosque. A medida que se acercaban al lugar de donde procedía el resplandor notaban cómo la temperatura iba aumentando lenta pero sensiblemente. Es natural: el calor de la caída... Cuando hubieron franqueado el bosquecillo llegaron a un amplio claro que formaba como una suave hondonada. Allí estaba la cosa caída del espacio.

Los dos hombres se detuvieron. Era como una gran esfera, monda y pulida como una bola de billar, y brillaba intensamente, como si fuera el disco del sol. Por supuesto, su superficie estaba casi al rojo blanco.

—Es enorme —dijo uno de los policías.

El otro asintió silenciosamente. Mediría al menos ocho metros de diámetro. No era exactamente esférica, sino un poco ovalada, aunque muy ligeramente. Su superficie exterior parecía pulida, como si fuera metal o cerámica, y no presentaba la menor rugosidad o imperfección.

—¿Qué hacemos? —preguntó a su compañero el que había hablado primero.

—Acercarnos no, por supuesto —respondió ceñudamente el otro—. Esto debe arder como el infierno. Vamos; comunicaremos lo ocurrido. Los demás que decidan lo que se debe hacer.

Estaba ya entrada la mañana cuando los primeros curiosos empezaron a llegar al claro tras el bosquecillo. El objeto había ido perdiendo lentamente su luminiscencia, en primer lugar porque la claridad diurna opacaba su brillo, y en segundo lugar porque se había enfriado considerablemente, aunque su superficie exterior estuviera aún muy caliente. Se podía ver ahora que era de un color blanco-grisáceo, algo así como si estuviera hecho de aluminio, aunque no daba ninguna sensación de ser un objeto metálico. Uno de los curiosos, que hacía tiempo había leído «La Guerra de los Mundos», dijo que aquello se parecía al inicio de la novela de Wells. Casi inmediatamente empezó a circular el rumor respecto a que se hallaban ante una nave del espacio. Ciertamente, su pulida superficie y su geométrica forma esferoide hacían pensar en todo menos en un meteorito de origen natural..., a menos que se tratara de un meteorito de características muy especiales. Empezaron a trazarse cábalas sobre la forma e intenciones de los posibles tripulantes de la esfera, y hubo incluso quien dijo que deberían avisar al ejército para que trajera armas con las que defenderse, a lo que otro empezó a hablar rápidamente de proyectiles atómicos.

Pasado el mediodía llegaron las primeras autoridades: un coronel de artillería, desplazado desde un destacamento situado a sesenta kilómetros del lugar, y un grupo de soldados. Por aquel entonces el objeto estaba ya casi frío, aunque su superficie estaba aún tibia. Lo primero que hicieron fue despejar a los curiosos de las inmediaciones, instalando un cordón de soldados que, metralleta en mano, estuvieran listos para prevenir cualquier contingencia. Luego, el coronel, seguido por sus dos ayudantes más inmediatos, empezó a examinar el objeto por todas partes. Un coronel de artillería no suele tener los suficientes conocimientos como para estudiar a fondo un fenómeno como la caída de un meteorito, y menos la de aquel meteorito. Así, sólo pudo certificar que el objeto se había hundido por el impacto un par de metros en el blando suelo..., cosa evidente a todas luces, y que no se había fragmentado en el choque, al menos aparentemente..., cosa que tampoco necesitaba demasiada aprobación. Uno de los ayudantes recogió una piedra del suelo y golpeó con ella el objeto, sin duda con la intención de sacar importantes conclusiones. Luego, dándose cuenta que estaba haciendo el estúpido, arrojó la piedra y sugirió que se llamara a un grupo de especialistas del ejército para que examinaran y estudiaran el objeto. Su sugerencia gozó de la aceptación general. El primer equipo, formado por cuatro hombres y un montón de aparatos, llegó, ante la expectación general, a media tarde. Los cuatro hombres se distribuyeron en torno a la gran masa y empezaron a trabajar: midieron el objeto, lo examinaron, calcularon su peso, su densidad... Anochecía ya cuando dieron su primer informe:

—El objeto mide ocho metros treinta centímetros de diámetro por su parte más ancha, y siete metros ochenta y tres centímetros por su parte más estrecha. Su densidad es grande; sin embargo, parece como si estuviera hueco, aunque en este caso sus paredes tendrán como mínimo treinta a cuarenta centímetros de espesor. La constitución de su capa externa... Bueno, en verdad, no la conocemos. No es metálica; no al menos, hecha por algún metal o aleación que conozcamos nosotros. Me inclinaría más bien a decir que es de naturaleza calcárea o silícea, aunque es aventurado afirmarlo sin haber procedido antes a un examen detallado. Puede resistir una temperatura de miles de grados, al menos no hemos podido atacarla ni con los más potentes sopletes que llevábamos, y también es durísima, aunque imagino que con perforadoras muy potentes tal vez podamos practicar algún orificio, pues su dureza no se debe al material del que está hecha, sino más bien a su densidad.

El coronel de artillería se frotó pensativamente la barbilla, mientras le daba vueltas a una idea que desde hacía rato rondaba por su cabeza.

—Ha dicho que era hueca —murmuró—. ¿Cree..., cree que pueda tratarse de una nave espacial de origen extraterrestre?

El hombre miró detenidamente al objeto. Tal vez pensó en los platillos volantes, o quizás en las novelas de ciencia-ficción.

—Bueno —dijo—; ¿y por qué no?

El segundo equipo de especialistas llegó a los dos días de la caída.

Esta vez, iban ya en busca de algo concreto. Como buen militar, el coronel había enviado un informe a la superioridad donde se detallaba lo ocurrido, y se anotaba en primer término la posibilidad, nunca desdeñaba, que la caída de aquel objeto pudiera representar un peligro de índole militar. Instantáneamente, velando por la seguridad del país, se había reforzado la guardia en torno a la zona, manteniendo alrededor del objeto una vigilancia continua, día y noche.

Uno de los hechos más curiosos que rodeaban al objeto era que, aunque desde su caída hasta el presente había tenido tiempo de enfriarse por completo, no lo había hecho así, sino que su temperatura superficial nunca descendía de los veinte grados centígrados. Las noches en aquella región son muy rigurosas, por lo que lógicamente el objeto debería amanecer completamente frío y cubierto de escarcha, sobre todo en aquella época. Y sin embargo, no era así.

—¿Usted conoce lo que es la piroporcelana? —preguntó uno de los especialistas al coronel; y ante la negativa de éste prosiguió—: La piroporcelana es una porcelana especial, muy resistente a los cambios bruscos de temperatura, que empleamos en los satélites artificiales para protegerlos de las altas temperaturas durante su reentrada en la atmósfera. Supongamos que esto que recubre el meteorito no sea más que una clase distinta de piroporcelana, hecha a escala y con materiales extraterrestres. ¿Por qué no pensar que esta capa no sea más que una capa refractaria que aísle el verdadero objeto de los rigores de temperatura del ambiente exterior? Así podrían explicarse muchas cosas.

—Pero no hay ninguna abertura practicable, ni señales de puertas ni ventanas.

—Por supuesto que no, puesto que cualquier abertura debilitaría la resistencia de toda la estructura. La nave puede estar sellada, hasta el momento de llegar a destino. Entonces tal vez, desde dentro, tengan los medios para romper esta envoltura y poder salir al exterior.

—Pero hace ya tres días que cayó. ¿Por qué no lo hacen?

—Ah, eso ya no lo sé. Quizás estén estudiando el lugar donde han ido a caer. Esta ya no es mi especialidad.

La misión del segundo equipo de especialistas era, así, averiguar: a) si se trataba de un objeto natural o artificial; b) si estaba tripulado, es decir, si había seres vivos en su interior; y c) si existía alguna forma de llegar hasta ellos, en caso que los hubiera. Había también otras finalidades importantes, como eran el saber si los hipotéticos tripulantes del objeto tenían o no intenciones agresivas, pero esto entraba ya dentro de otro campo.

El equipo empezó su trabajo. Los instrumentos empezaron a dar muy pronto datos concluyentes, pero algunos contradictorios. En primer lugar, ningún aparato detectaba nada metálico en el objeto, al menos nada de lo que en la Tierra entendemos por metal. El objeto estaba efectivamente hueco, es decir, la superficie exterior no era más que una capa cuyo grosor no llegaba a los cuarenta centímetros, pero su interior no estaba vacío, sino que había algo...

Y aquí empezaban los problemas. El interior estaba ocupado por una gran masa, cuya forma y proporciones no se podían precisar, pero que dejaba algunos huecos vacíos; y, en aquella masa, había partes que se movían. Los aparatos no tardaron en detectar lo que era: una gran maquinaria, a juzgar por el acompasado latir que se filtraba a través de la pared exterior: thumb-thumb-thumb, como el tictac de un gran reloj.

—Esta es mi conclusión —dijo el jefe de especialistas al coronel—. El meteorito no es más que una nave espacial. Sí, ya sé que no hemos hallado segunda pared metálica bajo esta primera, pero, ¿acaso es realmente necesaria? No sabemos cuál sea la concepción que tengan nuestros visitantes de una nave espacial, pero tal vez a ellos nuestras cápsulas les parezcan tan absurdas como a nosotros esto. Existe en el interior una máquina que funciona, y que indudablemente les suministra aire y calor, o lo que ellos necesiten. Y esas cosas que hemos detectado que se mueven deben ser sus tripulantes. No me pregunte cómo son, no lo sé. Pero están ahí.

—¿Pero por qué no salen?

—No lo sé. Tal vez crean que todavía no es el momento. Tal vez nos hayan detectado a nosotros, y sienten miedo. O tal vez no puedan. ¿Cómo vamos a saberlo?

—Entonces, ¿qué hacemos?

El jefe de especialistas estaba pensativo.

—Tal vez lo mejor —dijo—, sería intentar abrirlo nosotros.

El estudio de la capa exterior del objeto hasta sus más íntimas estructuras siguió mostrando datos de interés. En primer lugar, el estudio microscópico puso de manifiesto que el material del que estaba compuesto, aunque muy duro y denso, era poroso, lo que señalaba un camino por donde atacarlo. Una potente perforadora, traída a toda prisa, logró abrir tras varias horas de lucha una brecha de dos centímetros de profundidad, tras lo cual tuvo que detenerse, pues a medida que se profundizaba la resistencia era mayor. Sin embargo, ahí había un camino por donde atacar al objeto.

Fue entonces cuando el jefe de especialistas descubrió, a lo largo de todo el objeto, verticalmente, una estrechísima fisura, microscópica casi..., algo así como el resquebrajamiento producido por el impacto contra el suelo. Algo casi invisible, pero que sin embargo estaba allí.

Así nació la idea. El material que formaba la capa externa del objeto era duro, pero se podía perforar. Existía a todo lo largo de él una fisura susceptible de ser ampliada. ¿Y si dinamitaran el objeto a lo largo de toda aquella línea, lugar donde indudablemente la resistencia del material sería mucho más débil? Quizás fuera ésta la única forma de llegar al interior del objeto.

Y empezó el trabajo. Durante dos días completos, un equipo de veinte hombres armados con las más potentes perforadoras, se dedicó a practicar agujeros de cinco centímetros de profundidad y dos de ancho a lo largo de toda la fisura, haciendo un agujero cada cincuenta centímetros. En su interior se instalaron potentes cargas explosivas, conectadas todas ellas a un mismo detonador. Luego, todos se retiraron a prudente distancia, y se hicieron estallar. Una nube de polvo se elevó en torno al objeto, se mantuvo unos segundos flotando, y luego se disipó. El objeto seguía intacto.

El jefe de especialistas se acercó, y examinó los efectos de la carga. Habían saltado esquirlas del material, los agujeros se habían hecho mayores, y nada más. Aunque sí, sí, había algo más. La fisura, que cuando la descubrieron tenía apenas una centésima de milímetro de ancho, era ahora superior a un milímetro.

Se decidió volver a realizar el intento. Se perforó en los puntos que habían quedado intactos de la fisura, y se colocaron nuevas cargas. Dos días más tarde, un nuevo círculo explosivo rodeaba el objeto. Se hizo detonar, se produjo la clásica nube de polvo y humo... y el objeto siguió intacto como antes.

El coronel parecía desanimado, y el jefe de especialistas también. Los detectores señalaban una ligera variación en el interior del objeto: el latido de la máquina era ahora algo más apresurado, y se apreciaba un movimiento más espasmódico en su interior, como si los seres que lo ocupaban estuvieran agitados, más agitados que nunca.

—Saben lo que estamos haciendo —dijo el jefe de especialistas—, y esto los excita. Tal vez no quieran que abramos la cápsula, o quizás estén excitados precisamente porque saben que queremos ayudarles. No lo sé, puede ser cualquier cosa. Hasta que no abramos el objeto y lleguemos a su interior no lo sabremos.

—Pero lo debemos hacer —gruñó el coronel, con la seguridad que sólo pueden tener los militares del hecho que sus órdenes serán siempre cumplidas, sean cuáles sean—. Por los infiernos que lo debemos hacer.

El grupo de soldados en torno al objeto era ahora más numeroso que nunca. Se habían traído también un par de piezas de artillería de distinto calibre, por lo que pudiera pasar, y apuntaban las dos al objeto constantemente. En torno al cordón militar, un grupo enorme de curiosos, más numeroso cada vez, observaba atentamente el insólito fenómeno. Los periódicos de todo el mundo habían divulgado el suceso, y los periodistas y fotógrafos se abrían paso a codazos para obtener un buen lugar. Había una intensa expectación.

—Vamos a jugarnos el todo por el todo —dijo el jefe de especialistas—. Vamos a intentarlo otra vez.

Esta vez, fue el propio jefe de especialistas quien dirigió la operación. La fisura, aunque inconmovible, había cedido casi un milímetro desde la primera carga, lo que hacía concebir esperanzas. Se buscaron los lugares más débiles, y se instaló una carga cada diez centímetros, a la mayor profundidad posible. Cuando se terminó de instalar, el objeto parecía estar rodeado por un grueso anillo.

—Ahora sí —dijo el jefe de especialistas—. Ahora lo vamos a conseguir.

La expectación era ahora mayor que nunca. Los mejores fotógrafos del mundo se habían dado cita allí, para tomar instantáneas del momento de la explosión, y buscaban desesperadamente los mejores ángulos de enfoque. Los soldados, nerviosos, acariciaban sus armas. Tras ellos, una centena de policías y guardias civiles se paseaban entre los curiosos, manteniendo el orden. El área restringida en torno al objeto se había ampliado, y muchos curiosos, para ver mejor, se habían subido a los árboles, haciendo competencia a los fotógrafos.

El jefe de especialistas revisó todos los extremos. Sabía que ahora iba a ser el intento definitivo, y no quería fallar. Cuando se sintió tranquilo, se retiró al puesto de observación que se había instalado a ciento veinte metros del objeto, convenientemente protegido. Allí se encontraba ya el coronel, nervioso y cohibido ante la presencia del capitán general de la región, que había venido de la capital exclusivamente para observar el desarrollo de la operación.

—¿Listo? —preguntó el coronel.

—Listo —respondió el jefe de encargados.

Hubo una pausa de silencio, mientras todos se preparaban. Luego, uno de los técnicos en explosiones hizo una señal. El jefe de especialistas miró al coronel, el coronel miró al capitán general. El capitán general hizo una seña afirmativa con la cabeza.

Los fotógrafos prepararon sus cámaras, mientras la señal recorría a la inversa el camino protocolario. Transcurrieron unos instantes de expectación; luego, una tremenda explosión sacudió al objeto que había caído del espacio. Un anillo de luz, polvo y humo se elevó en su torno, como un anillo saturniano. Luego, poco a poco, empezó a disiparse.

Todos alargaron ansiosamente el cuello para ver, conteniendo la respiración. Sí, esa vez la carga había cumplido su objetivo. La fisura se había abierto al fin, y el objeto yacía partido en dos. No había segunda pared en su interior, estaba hueco, y en su interior había algo que se movía.

Fue entonces cuando todos oyeron el primer graznido, seguido casi inmediatamente por un brusco y espasmódico batir de alas.