EL NIÑO NACIDO PARA EL ESPACIO

Pierre Versins

No debieron imponerte nunca ese oficio. Si es que se trata de un oficio. No porque fueras incapaz, al contrario: aparte de ti, nadie en el mundo hubiera sido capaz. No porque fueras demasiado joven, la edad no tiene importancia. E incluso parece que... Pero era una responsabilidad tan pesada, una atención tan enorme para la mente, para tu mente... Y además, ¿codificar esas cosas? Era destruir su armonía, su valor, quizás. ¿Qué edad tenían cuando empezó la cosa? Era en el 57, a finales del 57, y tú naciste en el 49. Habías cumplido ocho años en noviembre, cuando por primera vez... No hace tanto tiempo; recuerdo al preceptor, a tu padre, a tu madre, y al doctor Faure, y a Annette. Y a ti, sobre todo a ti. Tenías unos cabellos rubios de niña que desbordaban sobre tu nuca. Aquello te irritaba, ¿verdad, Claude? No quiero decir nada contra tus padres, pero debieron de darse cuenta de que a los ocho años, a un muchacho le avergüenza que le tomen por una niña. Mucho por cuanto tus ojos, de un azul tan claro que parecían blancos cuando la luz era fuerte, a mediodía, aumentaban la semejanza hasta un punto asombroso.

En fin, no tienes ya ocho años. Pero tu rostro continúa siendo delicado, tus cabellos rubios y tus ojos azules, aunque su mirada se haya endurecido. ¡Veinte años son más que suficientes para empañar la inocencia, y veinte años tan intensos como los que tú has tenido que pasar!...

Y tus compañeros, ¿te acuerdas? No voy a extender la vida delante de ti como una alfombra gastada por el uso, pero es necesario que hable, aunque sólo sea para olvidar.

Tratar de olvidar. Pienso únicamente en los que han permanecido, más o menos, amigos tuyos. Sobre todo en George Charpentier, Jo-la-Terreur-des-Mouches-á-Boeufs. ¿Acaso le ves tal como era en el 57, en el 58?

El 57 habrá sido el Año, con una A mayúscula, para la mayoría de nosotros. Tú eras bastante precoz. El primer Sputnik sólo apasionó e interesó realmente a los mayores, los que entonces tenían al menos once o doce años. Pero es cierto que, para ti, aquello tenía que resultar interesante. Desde el principio, aquello fue tu vida, y si no desde el principio, al menos desde que hablaste. A partir de aquel instante no podías retroceder, estabas cogido. ¿Has contado tu historia a alguien? Probablemente, no se sabrá nunca. Tus padres han olvidado, el preceptor murió en Marte a causa de la fiebre roja y tú no has querido hablar. Por eso hablo, yo que apenas he sido un testigo, apenas una ayuda para ti. Si hubiese sido más viejo en el 57, hubiera podido apoyarte de un modo más eficaz. Y, también, tú te habrías apartado de mí como te apartabas de los otros, de los adultos, que no te gustaban. Entonces, si has permanecido niño hasta ahora, ¿por qué has sido su único apoyo durante los titubeantes principios de la conquista del espacio? Y? que sin ti, es cierto, los hombres estarían aún pegados a la Tierra. O, al menos, hubieran pagado más cara su evasión. ¿A causa de la perra?

¿Sabes que todo el mundo, un día u otro, se ha formulado esa pregunta? ¿Por qué Claude Beranger, que odia tan visiblemente a los hombres, les ha ayudado y sostenido? ¿Por qué? Incluso yo lo ignoro. He sido, de todos, el más próximo a ti, probablemente me has querido, o al menos soportado, más que a todos los otros, y desde el 57 (en aquella época yo tenía doce años) me has escuchado, y de cuando en cuando has seguido mis tímidos consejos. ¿Por qué te habrían impresionado mis sugerencias, si no las necesitabas? Pues bien, no sé nada sobre ti, sobre lo que te ha hecho actuar, a lo largo de tu extraña carrera. Los detalles externos de lo que los periodistas han llamado tu epopeya los sé de memoria, podría citar las fechas, las horas y los minutos durante los cuales has aceptado lo que los otros no podían soportar; pero no consigo ver la razón profunda de tu aceptación. Es posible que tú mismo la ignorases... Tal vez has obrado como cualquier hombre... Tal vez las circunstancias te han guiado, impulsado y constreñido más de lo que tú has querido admitir...

Lo único que sé es que también a mí me has aceptado. Es posible que sea a título de juguete, o de animal familiar, como si yo fuera tu gato o tu perro, o incluso tu oso de peluche. No me molesta, ¿sabes? He podido hacer lo que me parecía lógico, he podido amueblar tu soledad hablando, hablando, haciendo asomar a tu rostro una sonrisa, a veces, o una sombra de interés. Tú no me has rechazado. Incluso en lo más intenso de tu desdicha, incluso cuando todo el mundo se alejaba de ti con un sobresalto de horror que ahogaba súbitamente en el mundo entero la admiración que habías despertado, incluso entonces me has retenido cerca de ti. Me has retenido por la manga cuando, discreto, quería dejarte un poco solo. Gracias a mí, en suma, no has estado nunca solo en la vida, desde el 57, en todo caso. Y eso es lo único que he recibido de ti, lo único que ahora me queda, el recuerdo de nuestra soledad en común.

Incluso tu matrimonio, que no cambió nada...

Sin embargo, en el 57 te conocía muy poco, no te apreciaba, por así decirlo. Nunca me peleé contigo, porque tenías aspecto de niña y me hubiera avergonzado provocarte. Pero, no, la verdad no es ésa, puesto que me peleé a menudo con tu hermana. Sí, pero ella me devolvía mis golpes.

Tú no te peleaste nunca con tu hermana, ya que ella me lo hubiera dicho. ¿Preferías soñar? Eso se dice pronto, pero no es cierto. Es lo único que adiviné de ti: no soñabas, conocías tu fantástico poder antes, antes del Sputnik, antes de Laika, mucho antes. Incluso me he preguntado hasta qué punto lo habías experimentado ya a la edad de cinco o seis años.

En todo caso, fue antes del 54, puesto que el padre de Annette vivía aún cuando, en mi opinión, salvaste a su hija. ¡Oh! No le he hablado de ello a nadie, no me hubiera atrevido a desvelar un secreto que tú has guardado con tanto celo, y del cual ni siquiera estoy seguro.

Y tú no estabas triste, como podría creerse, como la mayoría de los otros creían. Sabías reír, reír como nunca he oído reír a nadie. No con una de esas risas que alivian al que ríe de algo, una risa nerviosa que nos libra de un peso que gravita sobre nosotros, sino con una risa exultante para los demás, no exultante, sino exaltante, puesto que al oírte reír de aquel modo yo mismo me sentía mucho mejor que antes, y si estaba deprimido, dejaba de estarlo cuando te habías reído. Creo que tu poder se manifestaba también, aunque más débilmente, por medio de tu risa. Distendías así la atmósfera más árida, recalentabas las reuniones más frías. Desde luego, tu risa era algo raro, que no derrochabas y hacías bien. Para mí y para algunos otros era algo muy valioso, aunque es posible que no te dieras cuenta.

En suma, aquello hubiera podido durar mucho tiempo, siempre; tú nos habrías ayudado a los que estábamos a tu alrededor, y luego a los que nos hubieran sucedido, sin que nosotros lo sospecháramos y sin que ellos lo sospecharan, toda la vida. Nadie hubiese sabido nada y tú no estarías probablemente ahí... ¿O quizá sí? Pero hubo aquella perra. Y tú, que eras tan personal y tan secreto, tuviste que salvar los nervios de personas de las cuales lo ignorabas todo. No pudiste elegir. ¿Acaso fue eso lo que te corroyó hasta el punto de conducirte a la demencia?

Desde luego, fue demencia, nunca creeré otra cosa.

Los detalles del lanzamiento de los primeros satélites artificiales han sido olvidados, hoy que se aprende eso en la escuela, apenas un cuarto de siglo más tarde, y la era espacial no empieza el 5 de octubre de 1957, sino el día que el primer hombre abandonó la Tierra para no regresar a ella. Resulta bastante normal relacionarlo todo con el hombre. Sin embargo, para mí, y también para ti, todo empezó en 1957. El 3 de noviembre, cuando los rusos lanzaron su segundo satélite.

Transportaba una perra viva alrededor de la Tierra. Recuerdo haber oído una noche, por aquella época, a un eminente físico que explicaba claramente en la radio el motivo por el cual el Sputnik II gravitaba como una pequeña Luna en la zona de atracción de nuestro globo. Decía que el satélite caía, caía sin cesar, hacia la Tierra, pero que en virtud del juego de la gravitación universal, gracias a su velocidad y a su dirección en el espacio, la Tierra hacia la cual caía no estaba nunca allí para que el Sputnik chocara contra ella. Aquello me impresionó. Entonces yo no estaba preparado para comprender, pero la imagen de Laíka, encerrada en aquel cohete que caía siempre, sin cesar, me hizo entender el misterio de la libre caída y me aterrorizó.

Para ti, la cosa era distinta. Tú viviste la libre caída inmediatamente, sin previo aviso. Tu padre le contó al mío lo que ocurrió aquel día, pero en aquella época no le concedí la importancia suficiente como para recordar exactamente las palabras que utilizó. Yo estaba allí, escuchaba, y al igual que tus padres y los míos he olvidado los detalles del acontecimiento más grandioso de la historia de la humanidad.

Estaba oscuro y oíste la perra. Al menos, así veo yo las cosas. Antes que nadie —excepto los rusos, naturalmente— supiera que en el Sputnik II había una perra encerrada, y aullando su angustia, tú lo supiste. Y no pudiste evitar el ayudarla.

Recuerdo todas las fechas desde el domingo, 3 de noviembre, hasta el jueves, 7.

En el Centro te interrogaron largamente, pero no quisiste decir nada. Si no hubieras sido tan manifiestamente el único, si no hubieras sido el socorro inesperado de los hombres, empezando por Francia, con un gran retraso que superar, habrían roto tu resistencia. Habrían querido comprender, y no podían comprender tu naturaleza si tú no se la explicabas. ¿Por qué tenías que explicársela, en nombre de qué?

"Podrían causar tanto daño, con lo que yo soy, a través de mi...", me has dicho varias veces.

¿De veras lo creías? ¿O era el miedo? Después de todo, no me atrevería a afirmar que no hubo nadie en el mundo que soñara en transformar tu maravilloso poder en arma. ¡Era tan fácil de pensar!

Aullaste con Laika del 3 al 7, durante cinco días, durante cinco noches, aullaste de miedo, de terror, de dolor, respirabas apenas y aullabas tu terror al rostro de tu horrorizada madre. Tus gritos cubrían el barrio con una chapa hermética y concreta como una cúpula. Aullaste con Laika pero, a decir verdad, ella estaba tranquila en su jaula, allá arriba, que gravitaba alrededor de la Tierra tan aprisa, tan aprisa... Sus aullidos los proferías tú, ella no sentía nada, puesto que la habías privado de su dolor, de su angustia. La experiencia que ella debió vivir la viviste tú, cinco días y cinco noches, hasta que ella murió. Y en todo el pueblo, nadie hablaba, nadie reía ni cantaba. Todos cohabitaban con tu miedo, y sé de algunos que se marcharon para no volver.

Después hablaste, pero transcurrieron varios días. El médico trataba de curarte de una enfermedad de la cual descorría hasta el nombre. ¿Cómo hubiera podido comprender, entonces? ¿Una enfermedad? Tal vez... Pero yo creo que tú eras un nuevo ser, no muy distinto de nosotros, tal vez ni siquiera una prefiguración del hombre del futuro, tal vez un retrasado biológico. ¿Quién sabe?

La única persona a la cual confiaste un poco de tu misterio fue el preceptor. No reveló a nadie tu confidencia. Hizo bien. Porque nadie en el mundo podía hacer nada por ti. Fue también el único que nunca te despreció. Porque incluso yo, en ciertos momentos... Pero precisamente había que comprenderte y aceptarte, sin saber.

¿Sabes que eres como un artículo de fe?

Cuando pienso que algunos han querido hasta divinizarte... Se crearon más sectas religiosas en un año, del 65 al 66, cuando todo el mundo supo, que durante todo un siglo. ¿Te enervó aquello como a mí?

Ignoro por qué no te hospitalizaron, al prolongarse tus aullidos. Debieron considerarte "intransportable". La única ojeada que pude echarte, el miércoles por la mañana, me convence hoy de ello. Estabas arqueado sobre tu cama, hasta el punto de que parecía que tu espina dorsal iba a ceder. El médico que te cuidó me dijo, más tarde, cuando pude comprender, que reaccionabas a tu dolor como a un electroshock. Reacción tetánica.

—"Mira —me dijo el doctor Faure—, sucede como si se administrara a sí mismo una serie de descargas eléctricas..."

No lo entendí muy bien. Él, incomprensivo al principio, había pasado varios años tratando de aclarar tu caso.

"Pero, todo está en su cráneo, doctor —objeté—, en el interior de su cerebro. ¡No tiene ninguna relación!"

"Sí —replicó, fulminándome con la mirada—. ¿Sabes lo que es un electroshock? ¿Conoces el principio del electroshock? Es como un sistema de acción y reacción, de tensión y de relajamiento, de crispación y de calma, ¿de acuerdo?

Asentí, en principio, pero seguía sin entender. Entonces me lo explicó todo, supongo que lo recuerdas, ya que te lo conté y sus palabras te impresionaron tanto como a mí mismo, e incluso te ayudaron más que las doctas deducciones de los psicólogos diplomados del Centro.

"No se encuentra siempre en tensión, como creen esos asnos del CERA. Pasa sencillamente por unos estados de tensión insoportable y unos estados de calma relativa. Pero es un columpio: no puede conservar esa calma, o al menos no quiere: cuando le ataca el dolor se crispa, a la vez para acogerlo, y para rechazarlo. Para acogerlo, porque así lo desea, y para rechazarlo, porque siempre llega un momento en que no puede soportarlo más. Entonces, cierra su mente de un modo instintivo al espantoso contacto. Pero, inmediatamente, el otro, la persona a la cual ayuda, se siente de nuevo presa del dolor y Claude vuelve a abrir su mente, para quedar inmediatamente sumergido".

Fue la única exposición realmente correcta que he oído nunca acerca de ti. Pero tenía que formular una objeción, una objeción de envergadura.

"No se ha observado nunca —dije, casi gritando— que los que son ayudados por Claude hayan tenido paralelamente altas y bajas de tensión..."

"Bien respondido —me dijo—, pero falso. Ten en cuenta que Claude toma su dolor durante unas nueve décimas partes del tiempo en que se manifiesta. Digamos, si quieres, que está en tensión nueve de cada diez segundos. Eso hace que el dolor sea enteramente suyo, que no llegue a franquear el umbral de la conciencia de los otros. Pero, como de todos modos se manifiesta a ellos durante un segundo —no olvides que mis cifras son puramente teóricas—, está allí, presente, sordamente presente, y de ahí el hecho de que los otros experimenten, ora el malestar latente, ora la euforia, asimilable a la de los convalecientes. En tanto que Claude sólo tiene de latente el período ínfimo de un segundo de calma. Lo cual equivale a decir que sufre siempre..."

"Entonces, ¿por qué aquella complicación?"

"Porque, al nivel inconsciente, tiene también su segundo de respiro."

En marzo, los primeros periodistas. No pudieron sacarte nada. El 1 de febrero de 1958 fue lanzado al espacio el primer Explorer norteamericano, y el segundo, el que no pudo alcanzar su órbita porque el último piso del cohete no funcionó, en marzo. Tú no te habías convertido aún en el Niño Nacido Para el Espacio. Un hermoso y estúpido título que te atribuyeron allí. Pero en nosotros, en todos nosotros, hay un gusto por el determinismo que hace que semejantes afirmaciones impresionen a la imaginación y nos hagan pensar que, si hemos nacido, ha sido por y para algo.

En realidad, tú estabas allí y te necesitaban. No voy a llegar más lejos. Es posible, por otra parte, que en aquella misma época existieran otros seres como tú, dotados de poderes fantásticos, y que nunca han tenido ocasión de utilizarlos. Y sin duda existirán otros, cuando nadie les necesite, porque se habrá encontrado el modo de prescindir de ellos.

No, los periodistas no pudieron sacarte nada, ya que ni tú mismo sabías aún nada concreto, y, además, nunca te ha gustado hablar de ti.

Te abandonaron, pues, a tu suerte, ingresaste en el Instituto, vivías, en apariencia sin preocupaciones, leyendo libros de aventuras, como todo el mundo, cuando estaba prohibido; soñando en las vacaciones, donde volvíamos a encontrarnos los cuatro, Annette, Georges, tú y yo, el rostro un poco más duro cada vez, sin distinguirte en nada de los millones de chiquillos de tu edad, olvidando, quizás. Olvidando, quizás. Incluso aprendiste a perseguir a las muchachas, precoz como todo el mundo.

Y luego te perdí de vista. Era normal, yo tenía cuatro años más que tú. Cuando cumplí los quince años, te encontré súbitamente demasiado pequeño. No tenía nada que ver con un crío de once años. Annette, con sus trece primaveras, empezaba a adquirir unas formas que me atormentaban.

Ella fue la que reconstruyó el puente entre nosotros. Annette nos quería a los dos, lo suficiente o lo bastante poco como para no abandonar al uno por el otro.

En la Pascua del 63 llegó a mi casa, sin aliento, y se precipitó sobre mí.

"¡Han raptado a Claude, esta tarde! En automóvil. ¡Eran cuatro! Apenas le han dejado tiempo para poner un poco de ropa en una maleta..."

"Bueno, bueno —dijo mi madre, que no se altera nunca—. ¿De quién se trata? Tranquilízate, niña..."

"De Claude", declaró Annette.

"No, han venido a buscarle", concretó mi madre.

"¡Le han raptado! ¡Como unos gangsters!"

Traté de hacerme el gracioso.

"¿En un DS negro?"

"¡Oh! ¡Te estás burlando! —gritó Annette—. ¡Te burlas de Claude, pero yo...!"

"Yo..."

"¡Sí, te burlas de él! ¡Te burlas de él!"

Estábamos a punto de llegar a las manos y yo, sin ver lo que podía haber de dramático en tu rapto, me disponía a aprovecharme de la situación. Entretanto, mi madre había ido a telefonear. Regresó sonriendo.

"No se trata de un rapto, ni mucho menos —dijo, interrumpiendo el comienzo de nuestra pelea—. Su padre me lo ha explicado todo. Son los del Centro Europeo de Investigaciones Astronáuticas, que quieren examinarlo. Mañana volverá a estar aquí".

Despavorido, solté a Annette, que estaba tan asustada como yo.

"¿El Centro? —balbució Annette—. ¿Qué tiene que ver Claude con el Centro?"

Hubo que esperar hasta el 68 para que yo pudiera contestar a aquella sencilla pregunta. Y tal vez para contestar a ella me especialicé en medicina del espacio.

En aquella época todo el mundo empezó a quererte, por todos los medios. Alguien del Centro debió hablar, nunca se ha sabido quién. Y sólo hasta finales del 63, se comprobaron siete tentativas para hacerte emigrar. Dos veces los rusos, tres veces los ingleses, dos veces los americanos. Lo cual era estúpido, e inútil, puesto que tú has ayudado a Gagarin, a Shepard, a Glenn, a Titov, a los gemelos rusos y a los otros, del mismo modo que habías ayudado a Laika. Ahora que pienso en ello, dime: ¿has ayudado a los ratones franceses del Sahara?

Resumiendo, te convertiste en el ser más indispensable para la conquista del espacio. Y los primeros en darse cuenta de ello fueron los rusos, naturalmente. Gracias a los rusos, el CERA se fijó en ti. A finales del 62 y comienzos del 63 fueron vistos tantos eslavos en la región, que el Servicio de Información se olió algo. El CERA no perdió el tiempo. Sumaron 2 y 2, vieron que el resultado era 4, y fueron a buscarte.

Si aquellos raptos fracasaron, fue porque eras demasiado valioso. No se hubieran atrevido a empujarte, siquiera. En tanto que los del CERA, que sabían mucho menos acerca de ti que los ingleses, los rusos y los americanos, no vacilaron en emplear, al principio, sólo al principio, la mano de hierro. Te interrogaron como a un criminal, te atiborraron de pentotal y de otras drogas similares —ignorando que una simple tableta de aspirina te desposeía de todos tus poderes—, te tomaron encefalogramas, te sometieron a una serie de pruebas, a cual más absurda, incluso estuvieron a punto de dejarte marchar...

Hicieron todo lo posible para que aborrecieras a los astronautas. Entre ellos, entre tus torturadores, el primero que venció al espacio, lo venció de veras, sin sufrimientos, sin que la experiencia le dejara marcado. Dime, Claude, ¿por qué le ayudaste?

El ser humano sin el cual el espacio no hubiera sido conquistado por el hombre, ni siquiera abordado, al menos con el handicap de la aceleración, nació en Francia. ¿No te parece raro? En Francia, el último de los países que hubiera podido utilizarte, de no haber existido el CERA. Y, con todo, el CERA...

Y durante ese tiempo, por el hecho de que tú habías nacido en Francia, Rusia y América, y también Inglaterra, pataleaban, parados en seco por un problema insoluble para la técnica de la época. Por un lado, las barreras de radiaciones peligrosas que rodean nuestro globo, las cuales había que franquear rápidamente, muy rápidamente, so pena de recibir en el cuerpo una dosis mortal de roentgens, y por otro, la imposibilidad de que el hombre, por robusto y sano que fuera, soportara la aceleración necesaria para llegar a esas barreras demasiado cercanas a una velocidad suficiente para franquearlas sin peligro.

Doce, fueron doce los que lo intentaron. ¿Acaso no captaste que iban hacia la locura y hacia la muerte? ¿Acaso no estuviste presente en su espantosa agonía, cuando aullaban —debían de aullar, ¿no es cierto?— su angustia? ¿No te impresionó aquello?

Doce hombres que murieron INÚTILMENTE...

Evidentemente, no eran unos perros. A unos perros les habrías ayudado, no hubieras podido evitar el ayudarles. O a unos monos, o a unos gatos... Pero, a los hombres, ¿verdad?

Entonces nadie más se presentó voluntario. Se puede ser voluntario para la muerte, para el sufrimiento, por insoportable que pueda preverse. Pero no se es voluntario para la desintegración mental inevitable, y que no sirve para nada.

Habían instalado micrófonos en las cabinas. Y, desde el suelo, registraban la locura que en el espacio de unos breves segundos se apoderaba de los tripulantes de los cohetes.

Se me ocurrió una idea, hace algún tiempo. ¿Esperabas partir tú mismo hacia el espacio? Lo sé, te adiestraron para ello, pero, ¿lo habías previsto?

Sin embargo, estuvo a punto de sucederte. ¿O debo decir que estuviste a punto de salirte con la tuya?

No lo sé, no lo sé... En eso, como en todo, nunca te has explicado.

Para mí, eras hasta tal punto mejor que un santo, que ni por un instante me rozó la idea de que hubieras podido ayudar perfectamente a aquellos doce desdichados a franquear la barrera mortal. Y tal vez fui yo quien finalmente te convenció. ¡Oh! Sin saberlo ni quererlo, ahora me doy cuenta. Recuerdo que había transcurrido un año desde que me había diplomado en Medicina espacial. Una mañana, Rambert me mandó llamar. Entré en el soleado despacho del jefe. Rambert no me dejó tiempo para sentarme.

"Dígame, Clairval, ¿qué tal marcha Claude Beranger?"

Yo era aún demasiado joven para encolerizarme. Repetí, como un idiota:

"¿Claude Beranger?"

Ya conoces a Rambert. Estalló:

"¡Sí, Beranger! Bueno, ¿no se ha decidido aún a ayudarnos?"

Estuve a punto de preguntar: "¿En qué?" Pero recordé a tiempo que le bastaría una palabra para echarme del Centro, y que entonces estarías solo.

"Continúo observándole —dije—, pero la cosa no es fácil."

"¿Por qué? Conoce usted su oficio, ¿no?

No pude contenerme.

"Sí, pero él no parece conocer el suyo."

Vi una llama en sus ojos, pero se limitó a ponerse en pie y acercarse a mí.

"Tengo la impresión de que no comprende usted la situación —me dijo—. Para millares de personas, ahora, hay un hombre que es más valioso que todos los demás.

No podía ignorarlo, porque nos lo habían repetido hasta la saciedad. Pero la continuación me asombró.

"Y para esos millares de personas hay otro hombre que es casi tan importante como Claude Beranger: usted."

El asombro debió reflejarse en mi rostro. Rambert me hizo sentar en uno de esos butacones donde se pierde todo el valor y toda la combatividad.

"Escúcheme bien. Hace dos meses que pertenece usted al CERA. Goza en él de una situación especial, y envidiable. ¿No le impresionó el hecho de que le llamáramos a colaborar con nosotros?"

"¡Envié una solicitud de ingreso!" protesté.

"¿De veras? No la hemos recibido. Probablemente llegará a nuestro servicio de información dentro de dos años. Es el período de tiempo necesario para efectuar una exhaustiva investigación acerca de cualquiera que deba ingresar en el Centro por la vía normal. En lo que a usted respecta, como sabíamos que íbamos a necesitarle, la investigación se llevó a cabo durante su estancia en Sup d'Ast. ¿Comprende?"

Había comprendido, desde luego. Rambert continuó hablando durante un cuarto de hora, y me dejó marchar con la promesa de que haría todo lo que estuviera a mi alcance para convencerte.

¿Te convencí?

Pensándolo bien, creo que no. Un día, decidiste que ya habías resistido bastante... O bien, como sugirió Donadieu, el comandante médico, sabías infinitamente más que nosotros acerca de ti mismo, y aguardaste a estar preparado, quiero decir, a ser capaz de soportar la locura de otro sin enloquecer. Evidentemente, era una posibilidad.

A propósito, hay un punto que nunca ha sido aclarado, que yo sepa: ¿cómo soportabas un sufrimiento insoportable? Comprendo perfectamente que no tenías que ocuparte de una astronave al mismo tiempo, pero, aun así... ¿Existían pérdidas, entre el astronauta y tú?

Sí, habrá que estudiar eso, entre tantas oscuridades...

Existía Annette, también. Pero, ¿acaso Annette hubiera conseguido triunfar donde todos los demás habían fracasado? Lo dudo.

Por mi parte, hice todo lo que había que hacer, "a pesar de que me repetía continuamente que todo aquello era odioso, que tú eras libre... ¿Libre? Lo has sido, lo has sido siempre, creo, o bien has sido el hombre más encadenado del mundo. Daría una mano por saberlo.

Sin querer, conseguí arrancarte de tu indolencia. Lo habías sufrido todo sin quejarte, pero también sin cooperar.

Un mes después de mi primera entrevista con Rambert, volví a presentarme en su despacho. Varios años más tarde me enteré de que ya lo sabía todo.

"¡Hola, Clairval! ¿Cómo marchan las cosas? ¿Está usted satisfecho?"

Un poco crispado, contesté:

"Me considero un bellaco, desde luego, pero creo haberlo conseguido."

"¿De modo...?"

"Anúnciele a Claude que va a ser sometido a las últimas pruebas y luego que le enviarán con el Traintrain V."

No parpadeó.

"¿Cree que dará resultado?"

"¿Cómo puedo saberlo, tratándose de Claude?", gruñí.

"Bueno, podemos intentarlo —dijo Rambert, frotándose las manos, tras un largo silencio—. ¿Está usted seguro de que no podrá superar las pruebas?"

Sin darme tiempo para contestar, se encogió de hombros y añadió:

"En caso necesario, nos queda el recurso de falsear los resultados."

"¡No cuente conmigo para eso!" —grité.

Era más fuerte que yo. Había ideado una trampa atroz para ti, pero quería que el juego se desarrollara con limpieza, a partir de allí.

Por lo demás, no tomé una parte directa en aquellos exámenes. Te vi surgir de la especie de sopor mental que te paralizaba desde el 63, e incluso te oí reír el tercer día, ya que tú creías que todo iría perfectamente.

¿Creíste realmente que tendrías éxito? ¿Que iban a soltarte al espacio como a la paloma al final del Diluvio?

Fallaste el test de orientación en el espacio.

¿Sabes por qué? Es uno de los secretos mejor guardados del mundo.

Imagina a un hombre, llegado de Inglaterra, por ejemplo, que te hubiese dicho que habían falseado las condiciones de una de las pruebas. Y que hubiese añadido que en Inglaterra, al menos, no estarías expuesto a nada semejante.

El espacio hubiera sido conquistado por los ingleses. Ya que tú has sido un arma; en definitiva, el arma más eficaz, la más absoluta, si puede decirse, de que haya dispuesto nunca un grupo de hombres. Europa ha cerrado el camino del espacio a quien ha querido, porque tú estabas con nosotros. Y había alguien, en el mismo Centro, que velaba para conservarte entre nosotros. Sí, Senancourt, el tipejo del servicio de información.

A Senancourt se le ocurrió inyectarte una nueva droga hush-hush para destruir un poco, muy poco, tu sentido de orientación. Y al cabo de trece días te dijeron que no sabrías situarte en el espacio.

Me parece oírte, súbitamente huraño:

"Y la calculadora, ¿para qué sirve?"

Y Rambert, con voz suave:

"Pero, si se estropea..."

No dijiste nada. Saliste de la sala, haciéndome una seña para que te siguiera.

No sé lo que habría ocurrido si, bruscamente, me hubieras preguntado:

"¿Cómo han falseado el test de orientación?"

Pero te limitaste a decirme:

"Es una estupidez..."

"¿Cree usted que Claude Beranger es normal?", me preguntó Donadieu dos días más tarde.

¿Si eras normal? La expresión de mi rostro hizo enrojecer al comandante. En el CERA hay más genios por hectárea que en cualquier otro punto de Francia, y quizá de Europa. No hablo por mí, que sólo era un instrumento, sino de los otros, de todos los otros. Tal vez por eso se desconciertan tan fácilmente cuando tratan a uno de esos hombres, como yo, para los cuales el mundo es más bien simple y sin misterio, el negro un color y el cristal una piedra que brilla. Me resultó muy trabajoso adaptarme, acostumbrarme a sus hábitos mentales, y nunca conseguí superar, al menos en su presencia, la fase de niño listo que parece asimilar. En compensación, ellos, delante de mi sencillez, estaban desamparados. Fue necesario que se acostumbraran a ponerse a mi nivel.

Y cuando te informo de lo que decían, hay que saber que es una traición de mi memoria, en primer lugar, debida también al hecho de que no comprendía la décima parte de lo que sobreentendían mis interlocutores, de que lo aceptaba todo en su valor facial, sin preocuparme de las armonías, a las cuales era sordo.

De modo que ¿eras normal?

Donadieu, no lo olvides, fue quien me explicó, al principio de mi estancia en el CERA, lo que entendía por aquello. Comprendí porque, por una vez, era sencillo. Quería saber si habías franqueado la etapa de la infancia. Tenías diecisiete o dieciocho años. Y mi especialidad era la medicina del espacio.

Respondí evasivamente que eras púber, y no más tonto que cualquier otro. Me avergonzaba ver que te estudiaba bajo aquel ángulo.

"¡No se haga el ignorante, Clairval! Sabe perfectamente lo que le pregunto. No se trata de sus hormonas ni de su inteligencia, sino de su actitud. De su actitud ante la vida."

"Para lo que ha conocido de ella..."

"Precisamente. ¿Acaso ignora que no ha querido conocerla? Ha rechazado todas las facilidades que le han sido ofrecidas."

"¡Diablo! —estallé—. Se lo han dado ustedes todo, no ha tenido nada que conquistar, lo sé..."

"¿Se lo ha dicho él?"

"Si le interesa, Claude me dice muy pocas cosas. Por miedo, seguramente, a decir demasiado."

"¿También a usted le trata como a un enemigo?"

Me encogí de hombros compasivamente. Eras demasiado sencillo para que aquellos genios te comprendieran. Al menos, eso creía yo, y sigo creyéndolo.

"¿Cómo quiere usted que reaccione normalmente, ahora? Desde el 63, pronto va a hacer cuatro años, no ve más que médicos, psiquiatras y técnicos. ¡Oh! No han descuidado ustedes su instrucción, desde luego, el suyo es un internado perfectamente concebido. Le han dado juguetes, libros, regalos. Tiene un aparato de televisión en su cuarto. Sé incluso que no han descuidado el aspecto sentimental de su educación. Sus padres han podido venir a verle..."

Hice una breve pausa, pretendiendo que resultara dramática, o al menos significativa. Y luego continué:

"Pero él no ha podido ir a ver a sus padres. Y no ha dejado de darse cuenta de que a su alrededor, siempre a su alrededor, había unos hombres, uniformados o no, provistos de metralletas, y de que sus armas apuntaban siempre a los seres que le rodeaban. Cuando pienso en eso, me estremezco. Estoy seguro de que ningún hombre del mundo ha sido nunca tan celosamente vigilado como él. Cuando descubrí ese manejo diabólico... Dígame, ¿qué hacen los guardaespaldas, normalmente?"

"No lo sé. No me queda tiempo..."

"A usted no le queda tiempo para averiguarlo, pero yo lo sé. Pues bien, aquel día había dos centinelas con él, arma al brazo, y se apuntaban el uno al otro, con el dedo sobre el gatillo. Claude paseaba de un lado para otro, y sus guardianes le seguían, sin dejar de apuntarse el uno al otro. No había llegado a veinte metros de él cuando surgieron otros dos guardianes, con las armas a punto, uno apuntándome a mí y otro apuntando al que me apuntaba."

"Me deja usted asombrado. Nunca supuse...

Parecía sincero. Pero yo no había terminado de hablar. Y aquélla era mi oportunidad... y la tuya, tal vez.

"Y eso no es todo. En el interior de un círculo de cinco metros de radio alrededor de Claude. la regla del juego se complica. Continué acercándome. Y vi surgir otros dos guardianes, uno de los cuales me apuntó, mientras el otro le tenía encañonado. Y las tres parejas de centinela?, sin pronunciar una sola palabra, sin entorpecer para nada, en lo material, las evoluciones de Claude ni las mías, se entregaron a una especie de ballet fantástico, situándose siempre de modo que yo no quedara bajo el fuego de las dos metralletas, al menos sin que Claude cortara la línea de tiro, en tanto que cada guardián era el blanco de otro guardián. Tuve que dibujar dos horas para reconstruir aquello. Es algo infernal."

"Continúo sin ver..."

Le interrumpí:

"Tampoco yo lo veía. Me decía que siempre puede comprarse un guardián. Y ésa fue la reflexión que se hizo el demente de Senancourt, autor anónimo del ballet, jefe del Servicio de Información. En consecuencia, le interrogué. Se echó a reír y me explicó lo que da el último toque a su plan. Me dijo que se había dado cuenta de que un guardián, no importa cuál, tenía no importa cuándo la posibilidad de matar a Claude. Por eso, algunas de las armas, que ellos reciben cargadas y preparadas sin que tengan derecho a revisarlas, llevan cartuchos de fogueo. Pero, ¿cuáles? Y, según Senancourt, puede encontrarse un fanático para toda clase de misiones, con tal de que sus posibilidades de éxito sean apreciables. Si ese fanático piensa que lo que tiene en las manos es un arma descargada... En resumen, Senancourt no cree que los asesinos, profesionales o fanáticos, tengan espíritu de jugador, y hasta ahora ha estado en lo cierto. Aparte del hecho de que las Potencias quieren a Claude vivo, dice."

"Pero, ¿qué sucedería si los ingleses, por ejemplo, encontraran un equivalente de Beranger?", inquirió Donadieu, con aire preocupado.

¿Cómo podías ser normal? Cuando conocí mejor a Donadieu le perdoné su pregunta. El trataba de comprender. No sabía todo lo que sabía yo. Te veía siempre en su despacho, y apenas entrabas allí te sentabas, de modo que los guardianes no se veían obligados a poner en escena su febril carrusel.

Que duró cuatro años, hasta el 67. Más tiempo del que había sido necesario para pasar del primer satélite artificial al hombre en el espacio. Al hombre loco, desde luego, del cual no se habló más que en un círculo muy reducido, el hombre sacrificado porque los que le enviaban, Rusia primero y luego los norteamericanos, no te habían tenido a su disposición. Y los franceses balbuceaban aún sobre el camino del espacio.

Ignoro, por otra parte, cómo hemos podido franquear tantas etapas de golpe. Para alcanzar y luego superar a los norteamericanos y a los rusos. La cosa se produjo en el 69.

Pero, en el 67, yo estaba allí.

Y en el 67, el niño nacido para el espacio era un hombre, casi un hombre. Dieciocho años. ¿Decidiste entonces que podías ayudar a los hombres? ¿Decidiste que debías ayudar a los hombres? ¿Decidiste...?

¿O no decidiste nada? Quizás te habían cansado de ser un juguete en sus manos, y querías jugar a tu vez.

Digo tonterías, es evidente, pero nadie sabe tanto como yo... y yo no sé nada.

Resulta enloquecedor no saber nada, excepto que me quieres. Di, ¿reconoces a las personas por su dolor?

Esa era también una pregunta que Senancourt se había formulado. Me había formulado. El muy bribón conocía perfectamente su oficio.

¡Cuando pienso que me torturó para ver si tú reaccionabas!

Tú no hiciste nada, no dijiste nada, y yo sufrí como un condenado. Y te lo agradecí sinceramente, puesto que la idea de servirles de cebo me horrorizaba, y mis sufrimientos físicos no eran nada comparados con mi vergüenza. Pero tú no supiste nada, nunca aludiste a aquello.

Llegaron más lejos, incluso. Rambert me dijo, fríamente:

"Es usted un médico del espacio, aunque no sepa nada de la materia... No me mire así, no soy un cucamonas. Y esta historia no me divierte, créalo. Bien, es usted un médico del espacio, y dentro de algunos años irá a bordo de una de las naves que saldrán de la Tierra en dirección a la Luna, a Marte o a otro lugar. Si el piloto sufre un síncope, o si por cualquier otro motivo..."

"¡Sé pilotar!"

"No es suficiente. Hay que poder hacerlo."

Entonces, pasé a mi vez por todas las pruebas, por los refinados suplicios debidos a la imaginación de los realistas más fríos de nuestra época.

Al final, muy al final, comprendí.

Donadieu me llamó.

"Beranger no ha dado resultado. En cambio, si quiere usted ser piloto, posee las cualidades requeridas, físicas y mentales."

El hígado me subió de nuevo a la garganta. La náusea.

Y Rambert, más tarde, en tono ceremonioso:

"Incluso nos gustaría mucho, y sabríamos agradecerlo, que pilotara usted el primer cohete, y que..."

Dolivo le interrumpió, cuando yo tenía la misma frase en los labios.

"Pero, comandante, no basta con saber y poder pilotar. Clairval no está entrenado..."

"¿Me toma usted por un idiota? —dijo Rambert—. No se trata de que salga en seguida. Tendrá que transcurrir un año, al menos..."

Yo dije:

"No."

"Insubordinación", murmuró Rambert, sin demasiado convencimiento.

Salí, sin preocuparme de las consecuencias. Acababa de adquirir bruscamente lo que hasta entonces me había faltado. Una conciencia.

Entonces, desapareciste.

Era imposible, desapareciste, y era imposible. Te vigilaban quince hombres, día y noche, y dos de ellos, como mínimo, vivían literalmente pegados a ti.

El hecho no pareció impresionar a nadie. Transcurrieron cinco días, cinco largos "días, antes de que te encontraran y te condujeran al Centro como un malhechor privilegiado. Con Annette. Entonces os casaron.

Estaban enloquecidos, no sabían ya qué hacer. Tu desaparición paralizó todo el CERA. En aquel momento me di cuenta de que todo giraba a tu alrededor, como los propios guardianes; sin ti Francia tenía tantas posibilidades de alcanzar el espacio como un erizo de mar de dorarse al sol del. verano.

Reflexioné. Y sabiendo que era imposible que desaparecieses, comprendí que no habías desaparecido. Tu regreso con Annette me lo confirmó. Jugaron contigo, y apostaron. Creo que Rambert, suponiendo que la decisión no fuera adoptada por alguien situado por encima de él, no durmió mucho durante tu fuga concertada. Vigilarte en el Centro ya era difícil. ¿Qué no sería en el exterior, dejándote creer que eras libre y que ibas a encontrarte con Annette?

Annette no fue cómplice, desde luego. Al igual que a ti, le habían dejado aquella ilusión de libertad, confiando en que tú, crisálida, la aprovecharías para transformarte en mariposa.

Y Annette, a la que yo amaba más que a mi vida y más que a ti, se convirtió en tu esposa. Te he matado mil veces, mil veces al menos te he atravesado el corazón, he pisoteado tu cadáver, he desgarrado tu rostro con mis uñas, he soñado tu muerte, despierto o dormido, te he torturado; y mil veces te he quitado a Annette para estrecharla contra mí, temblorosa por haberse librado de ti, ya que ella no te amaba en absoluto y había obrado por compasión, puesto que me amaba a mí. Mi odio te ha cubierto de un manto de inmundicias, y no creas que ahora me avergüenzo de ello: me robaste a Annette. Y sólo pude quererte de nuevo como a un hermano, cuando ella te abandonó. Aunque no lo hiciera para volver a mí. No importa. Ya no está entre nosotros.

Pero tú viviste tres meses con Annette. Tampoco lo comprendí. Excepto considerándolos como una tentativa de evasión, suponiendo que gracias a ella creías poder librarte de tu propio trato. Pero el talento no puede ser operado como un órgano que nos molesta. Aunque no se utilice. Ocurre como con los escritores, los verdaderos, o los artistas, o loa sabios. Se ven obligados. Tarde o temprano. Deciden no escribir más, no pintar más, no experimentar más. Porque no son comprendidos, porque lo que hacen se considera feo o falto de interés. Juramento de apasionado. Su talento se acumula y llega un día en que se desborda. Y ponen de nuevo manos a la obra.

También tú.

Si creíste que reemplazarías tu obra por Annette. Pero, ¿pensaste en ello? Hubiera podido ser una debilidad, permitida, incluso recomendada de cuando en cuando, pero no era tu tipo de debilidad. Tu talento volvió a apoderarse de ti y ya no te soltó.

No quisiera acordarme.

En el Centro casi habían llegado a admitir que se habían equivocado, que tú no eras lo que creían, que no podrías ayudarles. Y por eso lanzaron de pronto su primer hombre al espacio.

Era uno de los que te habían torturado largamente, a veces inútilmente, en el curso de las pruebas y del adiestramiento básico. Y tú le salvaste de la locura, del descuartizamiento físico y mental que le acechaba. ¿Por qué?

Durante cierto tiempo, en Francia no habían sido lanzados animales al espacio. En los Estados Unidos y en la U.R.S.S. se encontraban ya en la etapa humana, con cinco sacrificados en América y siete, al parecer, en Rusia.

Los ingleses pensaron un poco más que de costumbre en las consecuencias. Un mes después, los rusos y los norteamericanos comprendieron a su vez, e interrumpieron sus estúpidos ensayos. Ya que las informaciones recogidas sobre Laika, sobre Strelka y Belka, y sobre los chimpancés norteamericanos, no servían de mucho. No se había tenido en cuenta el hecho mínimo en sí, pero abundante en consecuencias, de que tú sufrías sus sufrimientos, aumentando infinitamente con ello su resistencia. En realidad, al expedir su primer hombre lejos de la Tierra, sustrayéndolo a la atracción, ni los norteamericanos ni los rusos sabían hacia qué le enviaban. Creían saberlo al menos en parte, pero no lo sabían.

Un caleidoscopio de dolores. Pero la especialidad del hombre es no prever. En la perspectiva humana, porque la perspectiva material, sí, la explora lo más lejos posible. Pero nunca se ha visto que el hombre se preocupara por lo que pudiera sucederle a él, a otros hombres, después de una experiencia. ¿Grandeza? La de la inconsciencia, sin duda.

Hubo un período de calma de casi un año en todo el globo. Y, bruscamente, Francia envió su Traintrain VIL Piloto: Marc Halluyn, 32 años, 1,67 m. de estatura, 59 kilos de peso. Cociente de inteligencia, mediano, pero tozudo como una muía, en compensación. Piloto hasta cierto punto, ya que no tenía que hacer nada, excepto una mínima corrección en deceleración, para no caer en un país "enemigo".

La víspera, por la noche, Rambert te anunció:

"Mañana pondremos a Marc Halluyn en órbita. La duración del vuelo será de 62 horas. Período: 119 minutos. Si quiere tomar parte en el juego..."

Se marchó, y tú volviste a sentarte. Yo, no. Te dije:

"Olvídalo, Claude. Halluyn no arriesga nada. No va a franquear los cinturones Van Allen, no pasará de los 9.000 kilómetros, y el primer cinturón no es realmente peligroso hasta los 1.000 kilómetros. La aceleración de una puesta en órbita es soportable. Los rusos y los norteamericanos lo han hecho ya un centenar de veces."

Exageré. Lo que trataba de hacerte comprender no me parecía convincente, y, no obstante... Tampoco las palabras de Rambert lo habían sido. Nos tomó el pelo a los dos. Había previsto que te darías cuenta de que Halluyn no arriesgaba nada. Y que si tú no te dabas cuenta, yo te lo haría observar. Lo había previsto todo: la psicología más retorcida al servicio de la astronáutica.

Pero, con todo, no previo las consecuencias de su falso maquiavelismo. Y tú, que habías comprendido, aquella noche dormiste tranquilamente, y no despertaste hasta poco antes del lanzamiento.

Yo estaba contigo, me quedé dormitando en la habitación de al lado. También yo sabía, pero la calma y yo...

Oí el rugido de los reactores, y casi inmediatamente tu primer grito. Un grito de terror, todavía no de dolor. Era Halluyn, que empezaba a comprender. ¡Ah! Los hijos de perra...

Y tú, sin ayudarle aún, compartías su terror, habías previsto que le enviarían más arriba de lo que Rambert había dicho, pero no aquella monstruosidad, que le enviarían allí sin decirle nada, sin advertirle, para que el choque emocional fuera más intenso y te obligara a intervenir. Contando con que, una vez cogido en el engranaje, no podrías librarte de él. Rambert y Dolivo se vanagloriaron de ello ocho días más tarde, en mi presencia.

Y yo soy testigo de que Rambert se equivocó. El resultado era el mismo, pero se equivocó. Porque no te conocía, Creyéndote más débil de lo que eres. Yo te seguí, te cuidé como pude durante aquellas sesenta y dos horas y después. Si su imprevisión no tuvo consecuencias graves, fue gracias a mi.

Tuve derecho a las felicitaciones del comandante de la base. Y gané un galón más, el cual me sirvió para ayudarte mejor, para defenderte, puesto que tú mismo no te defendías. Pero tú permaneciste diez días en estado de coma, después de aquellas sesenta y dos horas de infierno. Y Halluyn murió, de todos modos, ya que tú le soltaste, incapaz de sostenerle al cabo de sesenta horas. Y la deceleración le resultó fatal. Pero no Rambert ni Dolivo incurrieron en responsabilidades por ello.

En cuanto a la experiencia, las altas esferas la consideraron "concluyente".

Entonces, construyeron para ti, siguiendo mis instrucciones y con la valiosa ayuda de Donadieu, una celda especial. Un compromiso entre la cápsula del proyecto Mercury y la camisa de fuerza. Un lecho de fibras de cristal y materia plástica que debía moldear las curvas de tu cuerpo y sobre el cual serías atado, conectado a los aparatos médicos de medida, tensión, respiración, corazón, encéfalo, salivación, dosificación de la adrenalina, etc. Sin olvidar lo que se le había ocurrido a Donadieu: la posibilidad de inyectarte diversas drogas según tu estado, y lo que se me había ocurrido a mí: un sistema de comunicación entre tú, en el interior de tu féretro, y nosotros.

Pero nadie había intentado estudiar científicamente el fenómeno que representas. Desde luego, tú no cooperabas: ¿era ése el motivo? Yo fui, como los demás, demasiado inconsciente. Creía más que ellos, sin duda, en tu facultad particular, pero eso era todo. Lo que hacía falta no era creer, sino trabajar. Médico especializado, debí ver más claro. Fue necesario un breve relato, "Le Réquisitionnaire", de Balzac, que descubrí y que te hice leer:

"La muerte de la condesa fue causada por un sentimiento más grave, y sin duda por alguna visión terrible. A la misma hora en que madame de Dey moría en Carentan, su hijo era fusilado en el Morbihan. Podemos unir este hecho trágico a todas las observaciones sobre las simpatías que desconocen las leyes del espacio; documentos que reúnen con una docta curiosidad algunos hombres solitarios, y que un día servirán para sentar las bases de una ciencia nueva a la cual ha faltado hasta ahora un hombre genial."

Ese texto apareció el 23 de febrero de 1831, hace exactamente ciento cincuenta años. Me devolviste el libro con una sonrisa, preguntándome si el hombre genial sería yo.

Dije:

"¿Por qué no?"

Y me separé de ti, furioso.

Hay cosas que pueden decirse, y otras de las cuales es preferible no vanagloriarse. Como mis reflexiones en lo que a ti respecta, cristalizadas por "Le Réquisitionnaire" y otros textos que no tardé en recordar. Donadieu no sabía apreciarlo.

El nombre de Jacques Winter, entre todos, le sacaba de quicio.

"¡Ese físico fracasado! —gritaba—. Si se hubiera limitado a sus corpúsculos... Pero, ¡un campo de fuerzas biológicas!"

"Sin embargo —replicaba yo, con toda la calma de que era capaz—, sus trabajos, lo mismo que los de Rothen, no sólo lo han puesto en evidencia, sino que lo han concretado."

"Lo que han hecho ha sido resucitar el aura, la antigua aura de los espíritus del siglo XIX, disfrazándola con un vocablo que parece científico."

Subrayaba burlonamente el "parece". De un modo estúpido, en mi opinión. ¿Qué era la electricidad dinámica, si no la fuerza vital que Galvani creía haber descubierto con sus ranas muertas?

"Entonces —decía yo—, ¿la electricidad es también una entelequia?"

"Simbolismo, falsa analogía. ¡Palabra! ¡Demostraría usted cualquier cosa!"

"¿Y Hender, y Rhiner? ¿Eran acaso unos bromistas? Sus laboratorios, ¿eran antros de brujería?"

Me separaba de él, reflexionaba y volvía a la carga.

"¿Le parece delirante invertir la entropía?", le preguntaba.

"¡La entropía! ¡La entropía! ¿Sabe usted lo que es?"

"No más de lo que usted sabe lo que es la vida. Pero es usted médico."

"Vamos, vamos, no nos enervemos —decía bruscamente—. La entropía va quedando cada vez más desacreditada. La asimetría de la vida se encarga de ello."

Yo le contemplaba mientras repiqueteaba en su escritorio con un lápiz anacrónico. Y guardaba silencio. Al cabo de unos instantes, Donadieu continuaba, después de un largo monólogo interior cuyos términos me resultaba fácil adivinar:

"En resumen, lo que a usted le atrae es modificar la probabilidad. ¡Ustedes, los jóvenes...!"

Yo asentía con un gesto, prudente.

Un día le revelé el fondo de mi pensamiento, dejándole asombrado.

"¿Y si partiéramos de una hipertesis absurda? ¿Que el campo biológico de Winter no está limitado en el espacio? Que se desborda... se desborda..."

"¡Eso es el ectoplasma, caballero!

"Si usted lo quiere así, me tiene sin cuidado. Digamos, pues: estudiar, poner en evidencia el ectoplasma de Bergier."

Donadieu enarcó las cejas.

"Bergier —expliqué—, en un artículo sobre "Balzac, el precursor de la búsqueda de lo absoluto", en el 56, lanzó ese ectoplasma a la faz del mundo."

"¿Y el mundo?"

"No reaccionó. En aquella época. Porque ahora la cosa va a cambiar."

Capituló.

"Bueno, bueno —dijo—, trabaje sobre el ectoplasma de su joven compañero. Pero no lo abisme, es usted responsable de él."

Era lo que yo quería.

Entonces me ocupé de ti. Espero no haberte envenenado demasiado Pero tú no cooperaste nunca. ¿Tal vez no podías? Aunque mi propia experiencia sea muy distinta de la tuya, descubrí bastantes cosas. No en la época en que te estudiaba, sino mucho más tarde, en el 75.

Sin embargo, en el 68 había comprendido ya, a grandes rasgos.

El porqué no lo he sabido nunca y nunca lo sabré, seguramente. Y el cómo lo entreví, visitando una astronave de entrenamiento.

Estás dotado de un campo biológico tan enorme, extendido o extensible, que puedes actuar a distancia, hasta un punto ignorado todavía, pero en todo caso hasta Marte. Es absurdo. Que semejante poder esté concentrado en un solo hombre, y que ese hombre seas tú...

Capté casi inmediatamente toda la complejidad del problema.

Que tu campo biológico se extendía hasta muy lejos.

Que en el interior de ese campo, los hombres, todos los hombres, gravitaban. La Tierra entera y lo que ella contiene.

Y que en ese campo los sufrimientos de los humanos, de los animales, de los vegetales quizás, te resultaban perceptibles.

Pero que debían existir una especie de niveles de urgencia, sin lo cual no hubieras vivido, no hubieras podido sobrevivir.

Y también que podías seleccionar tal sufrimiento entre los miles de millones de sufrimientos del mundo.

Que debías negar tu ayuda permanente, no estando disponible más que para determinados casos.

Y que entonces, dueño de las sinapsis sensitivas de otro, seleccionado, tenías la posibilidad de desconectarlas y de cortar el influjo nervioso transmitiendo al tálamo aquel dolor.

Doble encargo. Pero privilegiado. Centrado únicamente en el recorrido de las células sensitivas terminales del tálamo. O bien ocultabas perfectamente tu juego... ¿Quién puede saberlo?

En cuanto a descubrir a qué nivel exacto actuabas...

Y luego Charpentier, George Charpentier, segundo piloto francés, sobre el Traintrain VIII.

Era el Jo-la-Terreur-des-Mouches-á-Boeufs, menos loco, menos temerario que en la infancia, pero siempre lleno de valor, y audaz... Nada podía resistírsele, y por eso le ponían siempre en segunda fila, en todas partes. Tenía que ser el segundón, para que no saltara todo.

Por otra parte, un buen compañero. Y en la base de Chambreuil...

Bueno, la base de Chambreuil era un poco especial. En primer lugar, muchas personas, como Donadieu, o Dolivo, o yo, sólo estaban allí porque las investigaciones espaciales eran coto cerrado. No teníamos de militares más que las señales externas del respeto de nuestros subordinados. Y yo no creo haber saludado nunca a un oficial superior ya que siempre me las arreglaba para ir destocado en el momento inoportuno.

Charpentier partió el 2 de agosto del 68. Objetivo: ascender hasta 100.000 y bajar, es decir, sobrepasar los dos cinturones Van Allen. Duración: cuarenta horas.

Comprobé que había subestimado a Jo-la-Terreur. El muchacho tenía una idea definida en el cerebro. No sé exactamente quién había decidido aquella absurda trayectoria. Pero no concibo que nadie, aquí, previera lo que iba a pasar...

Charpentier, pues, salió al amanecer, como un condenado, y. él era el único que lo sabía. Debió contemplar el cielo color violeta por última vez, y quizá vaciló. Tú estabas en tu celda, y Donadieu y yo, con algunos ayudantes, nos encontrábamos cerca de ti, dispuestos a sostenerte en tus desfallecimientos. No tuviste ninguno. Ayudaste a George casi sin gemir, y tu corazón sólo flaqueó una vez. Solución alcanforada. El segundo cinturón resultó más duro. Pero, finalmente, tu tensión arterial descendió y nosotros relajamos nuestra atención.

No sabíamos lo que estaba pasando en el count down, ni en los radares de seguimiento, ni en los departamentos de los cerebros electrónicos y de las gráficas. Aunque eso no hubiera cambiado nada. Era demasiado tarde.

Charpentier se había desviado hacia una órbita lunar. Con tal de ser el primero, por una vez al menos, decidió suicidarse.

Y, para colmo de males, hubieran podido desconectarle, en el momento en que se dieron cuenta de que su marcha no coincidía con el programa trazado, desconectarle y teledirigirle hacia una órbita de retorno. Pero el radar de efecto Doppler escogió aquel instante para estropearse.

Se pensó en un sabotaje, erróneamente. Una simple avería, eso es todo.

Charpentier había alcanzado la velocidad orbital de acercamiento lunar, entre las de los Luniks II y III del 59. Según Rambert, era imposible. Según Dolivo, era posible, con un margen minúsculo. Y el 3 de agosto, Charpentier se estrellaba con el Traintrain VIII contra la Luna, se supone que en los Apeninos.

¿Por qué quisiste seguir a Charpentier hasta el final y vivir su muerte?

He llegado a captarlo todo, en ti, aunque para, explicarlo, para exponerlo con palabras... Desde hacía mucho tiempo los rusos y los norteamericanos habían llegado a la Luna. ¿A costa de qué sufrimientos? Nunca se ha sabido. Yo estoy convencido de que les ayudaste. Un poco, al menos. Durante cierto tiempo. Ahora, comprendo muchas cosas.

Y no porque Donadieu me invitara a un pequeño experimento, el otro día.

Me quedé de una pieza. ¿Él, Donadieu, interesado en el experimento clásico de Winter para poner en evidencia el campo biológico? Pero, después de todo...

Dolivo, por su parte, se inclinaba por una proyección, tal vez enantiomórfica, de ti mismo según el plano de un espejo de dimensiones. Delirio verbal, opinaba yo.

Comprendo el hecho en sí, pero soy incapaz de captar el proceso y las causas que lo originan. Porque el campo de Winter o la proyección de Dolivo no hacen más que retrotraer el problema...

Luego, Jean Morin, en el Traintrain IX, que alcanzó los 100.000 sin dificultades y regresó. Y que un mes más tarde se unía a los norteamericanos en la Luna, con el Space II. 13 de noviembre del 68.

Naciste a tiempo para estar allí cuando te necesitaran. Los norteamericanos, los rusos, utilizaron material y hombres en masas compactas. Francia no podía hacerlo. Sólo se permitía un fracaso de cada diez pruebas, porque dos fracasos hubiesen sido una desventaja insuperable.

Pero la solución no era eficaz, ya que un hombre no puede reemplazar a una masa por mucho tiempo. Y porque puede fallar súbitamente...

Entonces regresó Annette, encinta.

Todo el mundo se precipitó sobre ella, la encerraron, le quitaron el niño, y durante cinco años aquel pobre ser fue sometido a todas las pruebas imaginables, a todas las torturas. Donadieu casi no dormía, queriendo demostrar que tus talentos eran hereditarios. Lo hubiera conseguido, quizá, pero el niño murió.

A ti no te asombró verla llegar. Y más tarde, a propósito de otra cosa, Annette le dijo a Donadieu que no había sufrido absolutamente nada al dar a luz. Dime, Claude, ¿has conocido también los dolores del alumbramiento?

Y al niño, ¿le mataste tú? Donadieu tiene una teoría a ese respecto. Vio al niño retorcerse súbitamente con un dolor sobrehumano. A raíz del ensayo fallido de Marcel Gordes. Creyó, cree todavía, que transmitiste los sufrimientos de Gordes al niño, el cual no pudo soportarlos, desde luego. Y, según él, era la prueba de que el niño poseía tus cualidades. No por el hecho de que pudiera recibir los sufrimientos, sino porque tú se los habías impuesto bruscamente, sabiendo que no los resistiría.

¿No querías que sufriera a su vez tu calvario?

Entretanto, Marte era colonizado.

En el 75 estalló el drama. ¿Por qué no previeron que no serías siempre el incorruptible? Tus normas no eran humanas... Es decir, no eran humanas de acuerdo con nuestros conceptos. Pero, ¿en nombre de qué podrían juzgarte? Un poco de comprensión.

Habrían tenido que saber todo lo que hoy sé de ti. Pero eras el Incorruptible. ¿Quién hubiera podido sospechar que ayudabas sin distinción a todo hombre que partía a la conquista del espacio? Creían que sólo ayudabas a los franceses. Y lo creían de veras. Porque tú obrabas con mucha habilidad.

Porque, sin duda a costa de un sufrimiento peor, ocultabas la agonía que te inundaba cuando no se trataba de los nuestros. Multiplicándola al querer ocultarla.

Y, tal vez, para ocultarla mejor, ayudando un poco menos a los otros. Ya que en nuestro pequeño círculo es un hecho conocido que los rusos, los norteamericanos y los ingleses han sufrido más que nosotros.

Pero la respuesta a esa pregunta nadie la ha conocido, nadie la conoce aún.

Marte estaba siendo colonizado y yo me disponía a partir. El CERA había perdido mucha de su importancia. La conquista del espacio no era ya una actividad fuera de serie, y los astronautas se multiplicaban. Chambreuil continuaba siendo la primera base francesa, pero en el 75 sólo se ocupaba de proyectos que sobrepasaban la órbita marciana. Los grandes planetas estaban a la orden del día, o, más exactamente, sus satélites. Y en Chambreuil se elaboraban unos planes que serían llevados a la práctica partiendo de Marte.

Era cuestión de trasladarte a Marte. ¿Por qué no lo hicieron? Supongo que debieron calcular el riesgo. Una astronave de cada tres se perdía en el espacio, y tú eras insustituible.

Pero me enviaron a mí.

Era el último experimento. Yo formaba parte de la tercera tripulación, la que ensayó una nueva órbita, más corta pero más dura que las anteriores. Necesitaban un médico especialmente capacitado, me dijeron. Yo, que conocía el alcance exacto de mis capacidades, comprendí, creí comprender, comprendí.

Era una trampa más.

El principio es perfectamente conocido: poner a un hombre en una situación tal que su problema sólo tenga una salida. La penúltima jugada en una partida de ajedrez.

Pero aquello era todavía más sutil. Tú tenías dos soluciones, igualmente dolorosas para ti, y, escogieras la que escogieras, te verías obligado a revelar una parte de tu misterio.

Ya que existía el preceptor.

¿Cómo se habían enterado de que le querías más que a nadie en el mundo? Tuve ocasión de hablar con él por teléfono cuando supe que venía con nosotros.

—¿A su edad?

—A mi edad.

—¿Conoce acaso la puesta?

—¿La puesta?

No pareció comprender, pero comprendía mucho mejor que yo. Debieron revelarle lo suficiente para que supiera a qué atenerse, pero no lo bastante para que revelara el secreto.

Y era aún más retorcido que todo lo que podíamos imaginar el preceptor y yo.

—Sí —dije, antes de colgar—, Claude tendrá que escoger entre el piloto y usted.

Y nos embarcamos, siete hombres, el 10 de agosto del 75, a las cinco de la mañana. Tú estabas en tu féretro acolchado, preparado para ayudar al piloto, por lejos que fuera, y Donadieu me reemplazó a tu lado. Alrededor de sesenta horas de viaje, para nosotros, y para ti unas horas de tensión a la salida y a la llegada.

En la Base lo habían previsto todo, y por eso no me sometieron a un nuevo entrenamiento. Tu elección debía basarse en el afecto que nos tenías.

A la salida, el preceptor enfermó como un perro. Tuve que sostenerle varias horas a base de inyecciones, a pesar de que yo mismo me sentía profundamente afectado por el aplastamiento inicial hasta más allá de las capas de Van Allen. Teóricamente, se pueden soportar bien unas g, pero en la práctica es algo muy distinto. Y aunque la masa de Marte sea mucho más débil que la masa de la Tierra, y, en consecuencia, la deceleración tenga que ser menos dura, no preveía nada bueno.

Pero aquello no entraba en los cálculos de los maquiavelos que nos guiaban desde Chambfeuil. Ya que poco antes de llegar a Marte el piloto se negó en redondo a continuar su tarea.

Estaba previsto, desde luego.

En los primeros momentos le creí enfermo, y le examiné. Pensé que estaba allí para aquello, imagínate. Pues bien, no tenía nada, y me miraba con una expresión que creí socarrona y que sólo era compasiva. Había recibido órdenes. No me lo confesó, pero su actitud no tardó en revelármelo.

Contestó de un modo invariable a todas mis preguntas:

—No puedo más.

¿Bloqueo físico? Pensé en aquella posibilidad, pero no había nada tangible que me permitiera admitirla. Y, además, no se envía al espacio a un hombre que no está perfectamente equilibrado.

No, si no podía guiarnos más, era porque le habían ordenado que no nos guiara más. Y Marte se aproximaba.

Entonces, hice lo que estaba previsto. Ocupé su puesto en la cabina de mandos.

Unos días más tarde —una fuga informativa, ya que aquello no figuraba en el programa, lo juraría—, todos los periódicos titulaban, en la Tierra, en la Luna y en Marte:

TRAIDOR AL CÓDIGO DEL ESPACIO

CLAUDE BERANGER INTENTA SUICIDARSE

¿Periodistas? Como si hubiera un Código del Espacio... para ti, quiero decir, a base del cual juzgarte.

¿Qué pensaste, Claude, cuando tuviste que elegir entre ayudar al preceptor y ayudarme a mí, piloto? ¿Creíste que podrías, alternativamente, ayudarnos al uno y al otro? ¿Con la suficiente rapidez para que el aplastamiento de la deceleración no nos afectara demasiado ni al uno ni al otro?

Éramos los únicos que nunca te habíamos considerado un anormal. Cuando llegó el momento, yo había olido ya la trampa, y es probable que me encontrara en un estado de enervamiento que me hacía demasiado receptivo. Sabía que ibas a abandonarme para asumir el sufrimiento del preceptor, dejándome a mí mismo. Solo. Sabía también que no estaba bien preparado para el pilotaje en deceleración. ¿Acaso aquello empeoró mi situación? Me faltaba entrenamiento, sí, pero lo que me llevó hacia el abismo fue mi estado de ánimo.

Permanecí inconsciente doce minutos. Doce minutos cruciales. Luego, estuve como loco unos instantes, y la astronave dio un terrible bandazo. Algunos expertos han afirmado que es posible que aquello nos salvara a todos, aunque no podían estar seguros.

Finalmente, conseguí dominar la astronave.

He terminado, y voy a dejarte descansar. Está a punto de amanecer, debo partir. Me necesitan aún, durante algún tiempo. Esta semana tengo que hacer sufrir a diez pilotos lo que tú me dejaste sufrir. De esos diez, tal vez dos de ellos saldrán de la centrífuga parecidos a ti y a mí. Esos dos no sabrán por qué a partir de entonces podrán canalizar hacia ellos el sufrimiento ajeno, pero lo harán. Como tú, como yo ahora, utilizarán su nueva facultad del mejor modo posible. Confiemos en que no haya demasiados granujas entre ellos.

Ayer vino a verme un hombrecillo. Ha comprendido que a fin de cuentas éramos unos hombres. Y ha reprendido a Senancourt delante de mí. Al mismo tiempo que le condecoraba, desde luego, ya que sin su asquerosa combinación... Más tarde, el hombrecillo me ha llamado aparte para decirme que los granujas, con su morbosa imaginación, eran necesarios...

Yo no he contestado nada. Pensaba en unos granujas futuros, ya que nosotros podemos transmitir el sufrimiento a otros, ¿no es cierto?

Granujas necesarios... Por muy seguro que esté de que no hay nada a ganar, a largo plazo, planteando a los hombres unos problemas que les rebajarán ante los demás y ante sí mismos, no puedo desdeñar el resultado.

Ya que la aceleración no es lo único que hace sufrir, ¿verdad, Claude?

Pero tú habrás matado a tu hijo en vano, si es que lo hiciste.