PEQUEÑO RESUMEN DE HISTORIA DEL FUTURO
Temida desde hace más de un año, una crisis general azota al mundo entero.
Las grandes potencias son las más gravemente afectadas. Sus presupuestos se cierran con un enorme déficit, y sus industrias pesadas van a la quiebra. Los bancos cierran uno tras otro.
El desastre ha adquirido tal amplitud, que las principales potencias deben resignarse a licenciar sus ejércitos y a vender en el mercado comercial su material de guerra.
Los Ministerios de Defensa Nacional se convierten en Ministerios de Venta Nacional.
Triunfo y prosperidad del pequeño burgués que ha sabido hacer economías, sin caer nunca en la tentación de abrir una cuenta en un banco: ahora puede adquirir por cuatro cuartos un bombardero (completamente equipado) o un tanque. Los padres acomodados pueden ofrecer por fin a sus hijos auténticos cañones, por una suma irrisoria.
Desarmados a pesar suyo, convertidos así en vulnerables, los países que desde hacía siglos sólo soñaban en conquistas y en anexiones no hablan más que de "entente cordiale" y de paz eterna, con la rama de olivo entre los dientes.
En el mes de manso, los Estados Unidos y la U.R.S.S. firman un tratado de no agresión valedero hasta el 2064, con garantías concretas. Los dos gobiernos, en prenda de fidelidad recíproca, intercambian palomas y cigarros.
Las principales potencias de Oriente y Occidente se adhieren al pacto
El mundo no es más que un cántico a la gloria de la Paz en la Fraternidad y el Trabajo.
Albania, país olvidado por la historia desde hace algún tiempo, se vanagloria de no haber firmado ningún pacto y, apoyándose en ese principio, su gobierno declara la guerra a la U.R.S.S.
Por sorpresa, Albania arroja sobre Georgia la bomba atómica que fabricaba en secreto y, unos días después, los 74 soldados del ejército albanés penetran como vencedores en Moscú.
Encandilados por aquella fulgurante derrota, los Estados Unidos rompen el pacto firmado el año anterior y deciden asestar a la U.R.S.S. el golpe mortal: por encima del Polo, apuntando a la capital, lanzan su último proyectil dirigido atómico.
Pero los soviéticos han tenido la misma idea: en el mismo instante, han lanzado también su último cohete teledirigido, apuntando a Nueva York.
Los dos proyectiles se encuentran en pleno cielo, a diez mil metros de altura, encima del Polo Norte.
El cielo estalla.
Por un fenómeno de adrinosis descentrífuga y de filcresis manganásuca, se produce una reacción de una amplitud imprevista y en e! lugar que ocupaban los hielos eternos del Polo, se abre un abismo sin fondo.
Por reacción contraria, la tierra pe crispa en la U.R.S.S., y en América del Norte surgen unas montañas de las entrañas del suelo y, arrastrados por su peso y por su espasmo orgánico, los dos continentes pierden literalmente el equilibrio, oscilan y se hunden con toda su civilización en el abismo polar.
Así desaparecen la U.R.S.S., Alaska, Canadá. Estados Unidos, Méjico y algunos países de menor importancia.
Sólo Guatemala escapa por milagro al cataclismo y, catapultada por algún capricho de la naturaleza, deriva en pleno océano Atlántico y se convierte en una isla.
Guatemala, convertida en Guatemalamérica del Norte, enarbola desde entonces la bandera estrellada.
Por Navidad, matanza general de todos los negros del país, en memoria de los Estados Unidos, prematuramente desaparecidos en pleno vigor del odio.
En Europa, donde la crisis es cada vea más aguda, se plantean nuevos problemas sin que se intuya el modo de resolverlos.
¿Quién aprovisionará en el futuro el mercado de películas del Oeste? ¿Dónde encontrar caviar, Lucky Strike, dólares? Y, si bien la desaparición de Pravda afecta a pocas personas, ¿cómo reemplazar el New Yorker o Playboy? ¿Soportará el hombre ese estado de cosas? ¿Cómo reaccionará? Preguntas todavía sin respuesta.
La respuesta es más sorprendente de lo que la Historia podría temer: el hombre no reacciona.
Por otra parte, reacciona cada vez menos desde hace algunos años y acoge el aniquilamiento de una importante porción de su planeta con una indiferencia ejemplar.
Contra toda previsión, acepta con la misma indiferencia el hecho de que nadie reemplazará nunca a Marilyn Monroe o de que tendrá que renunciar a las hojas de afeitar Gilette, made in U.S.A.
Sin embargo, privada de su principal proveedor, Europa tiene que admitir que no se basta a sí misma.
Y el hecho de que el dólar no pagará ya los platos rotos no arregla nada. Y mucho menos la crisis.
Por otra parte, sin el ejemplo tónico de los Estados Unidos, Europa parece caer en una apatía que no anuncia nada tranquilizador.
Además, Europa carece de una serie de productos de primera necesidad. Eso sin hablar de lo superfluo, ya que Cinemonde no puede reemplazar el Movieland, el 2 CV no le llega a la suela del zapato al Thunderbird y, a falta de consumidores exigentes, Escocia acaba de interrumpir la fabricación de whisky.
Pero, en realidad, esos problemas, que podrían creerse decisivos, no parecen interesar más que a los estadísticos, ya que los consumidores no les conceden la menor importancia.
Hay que reconocer, además, que el consumidor consume cada vez menos: los 2 CV que continúan existiendo no son mucho más solicitados que los desaparecidos Thunderbird, y el tiraje de Cinemonde ha descendido en tales proporciones que se presiente la quiebra inminente de aquella empresa, otrora tan próspera.
France-Soir conoce las mismas amarguras. Los Chismorreas de la Comadre no interesan ya más que a algunos maniáticos. Lo mismo que las historietas de dibujos, que los lectores consideran estúpidas e inútiles. Asimismo, las mecanógrafas han dejado de consultar su horóscopo cotidiano.
Ese conjunto de hechos, más que cualquier sondeo, da que pensar.
Se emprende la tarea: los pensadores profesionales empiezan a pensar en serio.
Ya que, evidentemente, algo ha debido cambiar en el mundo. Pero, ¿qué?
Algo ha cambiado, el hecho es inexplicable, pero flagrante. El resultado de los referendums y de las encuestas, realizados en gran escala, lo demuestra.
En pocos años, la mentalidad del hombre ha cambiado, no puede negarse. ¿Por qué milagro ha cambiado? Hay interpretaciones para todos los gustos. Pero si las causas permanecen oscuras, las consecuencias, en cambio, adquieren más peso cada día: el hombre se hace cada vez más lúcido, despierta a la verdad, cada día más. Su legendaria estupidez conoce una fulgurante regresión, su pasión por la diversión trivial desaparece, el sentido del humor y de la angustia parecen desgarrarle de parte a parte, como surgidos de lo más profundo de una conciencia nueva.
Inexplicable evolución: el hombre de la calle, el hombre medio, se convierte en un ser humano.
En efecto, las revistas dedicadas al culto de la frivolidad no pueden ya subsistir, faltas de lectores.
La radio ya no tiene oyentes, nadie enciende ya un aparato de televisión; los cines y los teatros ya no tienen público. Ni tampoco personal, ya que a ningún asalariado se le ocurre ya la idea de repetir interminablemente todos los días, a una hora determinada, los mismos gestos y las mismas frases.
Incluso las antiguas vedettes de mirada o de piernas míticas carecen de admiradores. Y, desde hace años, los "Consultorios amorosos" no reciben una sola carta.
En cuanto a los intérpretes de música ligera, hace mucho tiempo que han tenido que buscarse otro medio de ganarse la vida, en tanto que los discos de Webern, Várese, Bartok, Schoenberg y Alban Berg superan todas las marcas de venta.
Desde 1965, las librerías sólo han vendido cuatro ejemplares de Francoise Sagan. Los últimos libros de Jean Duché o de Hervé Bazin, lo mismo que los de Dañinos o los de Druon, han arruinado a sus editores.
Las obras que se venden mejor desde hace un año son las de Samuel Beckett, cuyo Molloy ha alcanzado una tirada de cinco millones de ejemplares, en tanto que en 1960 se había detenido en los trescientos veinticinco. Cloran obtiene también un gran éxito, y su Précís de Décomposition ha recibido el Gran Premio de la Academia Francesa. Rene de Obaldia, que acaba de ingresar en la Academia Goncourt, Jacques Sternberg, que con Le Délit ha salvado milagrosamente de la quiebra a las Ediciones Pión, Borges, Matheson, Michauz, Lautreaumont y algunos otros, se han convertido en autores de moda y sus obras se encuentran en todas las viviendas de las porteras y en los bolsillos de todos los peones de albañil.
En cambio, desde hace un año, revistas como Paris Match, Reader's Digest, Cine-Révue, Marie-Claire, Intimité o A Tout Ceur, han tenido que cerrar sus puertas después de haber luchado en vano contra una pérdida progresiva de toda su cuéntela.
Realmente, algo está pasando. Han sido creados verdaderos Centros de Sondeo Psicológico para analizar la situación y tratar de arrancarle sus secretos.
Nunca se sabrá a qué atenerse exactamente, ya que los investigadores profesionales han renunciado a sus tareas. No desean ya investigar. De hecho, ése es el mal que parece aquejar al mundo: nadie tiene ya deseo de nada.
O, mejor dicho, la opaca resonancia que contiene la palabra "NADA" parece imponer su ley. Una ley que produce desgarradores y temibles estragos en todos los terrenos.
En efecto, de un modo cada vez más evidente, como un germen fatal, la necesidad de renunciar se apodera de toda Europa. Necesidad que cada día gana terreno. La Industria, el Comercio, las Artes, sean decorativas o culinarias, abstractas o coreográficas, reciben por doquier millones de cartas de renuncia.
Los industriales abandonan sus ambiciones sin advertir a nadie, los banqueros desaparecen sin tomarse siquiera la molestia de llevarse los fondos, los pintores de fama arrojan sus pinceles por la ventana, los responsables se descargan sin más de sus responsabilidades e innumerables subordinados desertan de sus lugares de trabajo, sin avisar con anticipación a sus empresas. Con la misma desenvoltura, abandonan a veces su hogar, su familia, su domicilio legal.
En todas partes, en todos los terrenos, sea cual sea su función social o su educación, su futuro o su pasado, el hombre afirma sin discursos y sin actitudes teatrales, no sólo su renuncia a cargar por más tiempo con lo absurdo de su existencia, sino también su negativa a toda compensación.
Sabe. Quiere saber. No dice nada acerca de ello, pero lo demuestra. No cree ya en nada. Ni en su existencia, ni en sí mismo.
Sin embargo, por raro que pueda parecer, no se suicida. No busca la muerte, la espera. Como un verdadero condenado a muerte, sin drogas, encerrado en la triste celda que él representa. La acepta, y no intenta ya nada para olvidar ese hecho. Ni siquiera se emborracha, y la disipación no le aporta ya ninguna ayuda.
Por primera vez desde que la Tierra es patria humana, el curso de la Historia va a cambiar porque el Hombre ha cambiado.
Podría festejarse el centésimo aniversario de la guerra de 1870, si se festejara aún algo. Pero, ¿cómo podrían admitir los hombres de 1970 que un día fueron tan ingenuos y tan estúpidos como para llegar al extremo de defender una patria, una causa o una frontera?
Ninguna guerra es ya posible, ninguna revolución, ningún conflicto, por leve que sea. Nadie obedecería ya una orden de movilización, y, por otra parte, a nadie se le ocurriría la idea de ordenar un acto tan disparatado. Los vocablos "jefe", "subordinado", "responsable" o "superior", como tantos otros, no tienen ya más que un valor abstracto. Sin duda figuran aún en el diccionario, objeto arcaico que nadie experimenta la necesidad de consultar.
Poco a poco, unas tras otras, las tiendas cierran sus puertas y liquidan sus existencias a bajo precio; lo superfluo no se vende, prácticamente, y lo esencial cada vez menos.
Las fabricas detienen sus máquinas, los bancos cierran sus verjas, las oficinas no tienen ya razón de existir, puesto que nadie tiene ganas de hacer gestiones o reclamar algo.
Correos y Telégrafos funcionan al ralentí, ya que son muy raros los que experimentan el deseo de enviar un mensaje cualquiera a través del mundo.
Incluso el teléfono se convierte en un objeto anticuado, sin empleo. En cuanto a los transportes, cada vez son menos utilizados. Las malas hierbas devoran los raíles. Loa hombres casi no se desplazan. No tienen nada que vender o que representar, nada que encontrar o de que huir.
En el mes de junio se registra un echo que derriba los cimientos de una pirámide edificada a través de los siglos: la moneda deja de circular. Nadie acepta dinero, nadie lo quiere. La Era de la Compra y de la Venta termina. El hombre coge lo que necesita donde lo encuentra. Lo coge sin ningún frenesí, ya que desde hace mucho tiempo toda rapacidad ha quedado ahogada en él. Y no coge más que lo estrictamente necesario. A veces intercambia, pero sin ninguna intención de lucro ni de beneficio, por mínimo que sea. La Era de la Indiferencia alcanza su apogeo.
A fines del verano, queriendo sin duda grabarse un nombre en la Historia, los suizos, galvanizados por medios químicos, atacan a la vez a Francia y a Alemania. El ejército suizo llega hasta Berlín y París sin encontrar la menor resistencia.
Ni siquiera puede hablarse de una guerra, ya que el acontecimiento pasa completamente inadvertido. Los dos periódicos que continúan apareciendo no hablan de él en su única página.
Después de un mes de ocupación inútil, los suizos regresan a sus montañas, sus lagos y sus quesos. Vencidos por una fuerza de inercia contra la cual no han podido intentar nada.
La hora de la descomposición de un mundo parece haber sonado. Y ello sin la ayuda artificial de algún desastre atómico, sin el benévolo apoyo de un cataclismo natural. Ninguna fuerza se opone ya al desastre determinado por una licuefacción general de todo lo que constituía la vanidad y el orgullo, la vanidad y la pretensión de ese bípedo llamado Hombre.
Nada podrá oponerse a la nueva Era que se anuncia. No existen ya gobiernos, ni jefes, ni partidos dispuestos a defender la derecha o la izquierda, el centro o la retaguardia. No hay nada que defender, nada que atacar. Incluso las leyes han sido olvidadas. No servirían de nada. Desde hace dos años no ha sido cometido ningún delito. El hombre no siente ya odio, ni amor, ni rebeldía, ni deseo de obrar en un sentido más bien que en otro. Se ha convertido en un ser átono. No alza nunca la voz. Por otra parte, habla cada vez menos. Ha comprendido. Sabe. Se aburre. Le tiene sin cuidado.
Los periódicos dejan de aparecer. Por una parte, no quedan ya aficionados a los sucesos ni a las elucubraciones, materiales o abstractas. Por otra parte, nadie tiene nada que decir.
Algunos lectores añoran vagamente el folletón de Beckett, que tenía aún cierto éxito. Pero el texto no llegó a terminarse. El propio Beckett se cansó de escribir.
¿Humor helado y gratuito? ¿Voluntad de ejercer una acción irrisoria? El año 1973 es suprimido oficialmente del calendario.
En las ciudades, donde casi todas las puertas y ventanas permanecen eternamente cerradas, la vida pierde su ritmo, su relieve y su sangre.
Muchos habitantes no salen, por así decirlo, de sus apartamientos. Viven en un estado de letargo permanente. La necesidad de diversión se convierte en un mito: los últimos cinematógrafos han quebrado recientemente; los teatros, desde hace mucho tiempo.
Nadie va a la taberna. No existe ya ningún comercio de lujo. A menudo se encuentran sartas de perlas en el arroyo, pero a nadie se le ocurre recogerlas.
Adaptándose insensiblemente al clima de aquella vida vegetativa, el hombre llega a subsistir haciendo una sola comida cada cinco días. Devorado por la indiferencia que le invade, no come ya nada cocido. El pescado crudo no le desagrada ya; la carne, todavía menos.
Se señala que los últimos vehículos han desaparecido. Las grandes estaciones sirven de dormitorio a millares de vagabundos que no tienen el valor de regresar a sus casas. Hay que observar que el hombre no destruye nunca nada de lo que abandona detrás de él: lo rechaza todo, pero sin veleidades de rebelión, sin crisis nerviosas.
Se anuncia la Era del Estancamiento.
Han cesado incluso los intercambios. Los hombres pierden la costumbre de dirigirse la palabra. Hace mucho tiempo que no tienen órdenes que darse, y ahora tampoco tienen nada que confiarse.
Desde hace algunos meses, todas las escuelas han cerrado sus puertas. Ningún niño aprenderá ya a leer, a contar o a escribir. En cuanto a los que saben, su única ambición es olvidar.
Algo más grave aún: desde hace un año, la natalidad es nula. He aquí un problema esencial igualmente resuelto. Las parejas no quieren hijos, y tal vez no son capaces de engendrarlos, debilitadas por las privaciones que sufren sin quejarse, condicionadas por unas necesidades físicas cada vez más insignificantes.
Además, las parejas son cada día más escasas. Las que existían se desintegran lentamente y apenas se forman otras. El hombre, en efecto, no experimenta ya la necesidad de abordar a una mujer, y la mujer no piensa ya en él varón.
El reino de los sentimientos ha muerto hace mucho tiempo: el de las sensaciones parece tocar a su fin.
Nadie podrá escribir ya la Historia general del Mundo. Todos los contactos están cortados, todo interés se ha desvanecido, el espíritu de síntesis ha muerto. De todos modos, la Historia podría resumirse en una sola frase: no pasa nada.
No comunicando nada a nadie, no telefoneando ningún mensaje, no escribiendo y no experimentando la necesidad de expresarse, el hombre pierde poco a poco el uso de la pluma y de la palabra.
La mayoría de los seres duermen ahora de quince a veinte horas diarias. Se dejan caer en cualquier lugar, en una plaza, en una calle, en un portal...
Despiertos, pasan el tiempo vagando, con los ojos semicerrados, los brazos caídos, sin expresión. Sus gestos son lentos, imprecisos. Les resultaría imposible correr o saltar. No son más que sopor, molicie, indolencia.
La mortalidad podría ser importante, ya que no hay médicos ni enfermeras. Pero las causas de muerte violenta han desaparecido: automóviles, guerras, armas de fuego, locos furiosos. Una cosa compensa la otra.
Un moho sutil invade las ciudades que yacen en una suciedad que ya no preocupa a nadie.
Los habitantes no saben ya exactamente dónde viven, y no les importa. Desconectados de todo, se alojan al azar de las puertas siempre abiertas, se alimentan de lo que cae en sus manos en las tiendas, cuyas existencias disminuyen de semana en semana.
Pero el hombre se contenta ya con una sola comida al mes.
Puede afirmarse que el hombre pierde poco a poco la memoria. Sus sentidos se apagan progresivamente. No ríe nunca, aunque a menudo esboza una extraña sonrisa que demuestra una glacial lucidez.
Una inundación arrastra a un millón de individuos que no han considerado útil el huir ante los elementos desencadenados.
Empieza el Gran Éxodo: los hombres, unos tras otros, abandonan las ciudades.
Huyen de la podredumbre de los cadáveres, de los cuales ya no se ocupa nadie, y abandonan al mismo tiempo las tiendas, cuyas reservas están a punto de agotarse.
Desinteresándose de todo, el hombre no se fija en la proliferación de las hormigas en las ciudades.
Parecen proceder del subsuelo y lo atraviesan todo, surgiendo a la superficie a través de los parquets de los apartamientos.
Ya no hay hombres en las ciudades. Todos han emigrado hacia las campiñas y los bosques.
No hay suicidios, pero millares de seres mueren todos los días porque carecen de la voluntad necesaria para buscar lo que necesitan para subsistir.
Los supervivientes viven aislados, eternamente solitarios. La mayoría se entierran bajo montones de ramas que utilizan para confundirse con el suelo.
En cambio, las hormigas abandonan la naturaleza y despliegan una actividad desbordante.
Las hormigas lo dejan también todo detrás de ellas, pero ganan con el cambio, ya que se lanzan al asalto de la civilización técnica y comercial que el hombre acaba de abandonar.
Millones de tribus toman posesión de las ciudades. No luchan nunca entre ellas. Por el contrario, parecen colaborar y puede admitirse que persiguen un objetivo perfectamente definido.
Se trata de un objetivo concreto. En efecto, las hormigas parecen tomar el relevo y utilizar lo que el Hombre ha rechazado.
Con una feroz obstinación, las hormigas se afanan en los laboratorios como si trataran, ante todo, de descubrir ciertos misterios químicos.
Ixxs han descubierto y consiguen lo que pretendían: las hormigas aumentan su tamaño artificialmente. Su talla alcanza ya 60 centímetros.
Las más dotadas aprenden a andar sobre dos patas.
Aprenden también a utilizar les múltiples despojos de la civilización de la Humanidad.
No cabe duda: las hormigas están catapultadas por una oscura fuerza que supera todas las dificultades. A menos de admitir el Azar y sus derivados, parece existir una intervención divina en su potencia de acción, ahora sin límites.
No hay ya misterio.
Una hormiga ha galvanizado a sus hermanas, las ha dotado de la voluntad de actuar y de la ciega fuerza de la obstinación.
En una palabra, hay que admitir la inimaginable verdad: las hormigas poseen una fe. En nombre de esa fe, electrizadas, se lanzan a la conquista del mundo que el hombre ha dejado detrás de él con su renuncia.
Aturdidas de estupor y de alegría ante tantos nuevos utensilios, las hormigas aprenden a servirse de un lápiz, de un compás, de una palanca, de un paraguas, en resumen, de los millones de objetos que les han caído en las patas. Su altura alcanza ahora los 120 centímetros, y parece haberse estabilizado. Pero su fe es más alta que la que tenía el hombre.
Más ágiles, más flexibles y más fuertes, las hormigas realizan con una destreza infinitamente superior a la del hombre los mil gestos tradicionales de la vida cotidiana.
¿Puede hablarse aún de los hombres que a veces se encuentran en parajes remotos de la campiña? ¿Puede llamárseles aún seres humanos? No son más que larvas humanas. Sordos, mudos, casi ciegos, han perdido sus dientes, sus uñas, sus cabellos. Sus rasgos parecen cerrarse como cicatrices. Viven como enormes topos, casi paralizados, atrofiados, más grises ya que el suelo en el cual parecen hundirse. Se alimentan de raíces, de gusanos, de hojas secas. Pueden beber el agua estancada de cualquier pantano sin el menor riesgo de enfermar.
En cuanto a las hormigas, evolucionan como virtuosas en su nuevo mundo. Crean oficinas, bancos, centros administrativos, y «inventan a un ritmo acelerado todas las maravillosas instituciones que los hombres habían tardado siglos en poner en pie.
Las hormigas cuentan ya en dólares, y el comercio y la industria funcionan sobre esa base.
Naturalmente dotadas, habiendo sido siempre socialistas, las hormigas no pierden un segundo, ya que ignoran la pereza y la pasión de dormir. En efecto, de 24 horas, sólo se toman una hora de sueño. Lo cual significa que no tardarán en llegar a la civilización que el hombre hubiera alcanzado en el siglo XXII.
Las hormigas han adquirido conciencia de una moral y, lógicamente, han vuelto a adoptar el uso de la reverencia, de las cárceles, de la guillotina, del asesinato, de la conciencia profesional, de las leyes y de los reglamentos, y, desde luego, del servicio militar.
La divisa del mundo nuevo de las hormigas es, en efecto.
Trabajo, Familia, Patria. No hay peligro de fracaso: ninguna hormiga tiene sentido del humor.
Las hormigas intelectuales dicen, refiriéndose al mundo de los hombres, el de 1955, por ejemplo:
"Aquéllos eran unos buenos tiempos."
En efecto, los tiempos son más duros para las hormigas: el dólar resulta difícil de ganar, los salarios son bajos y las viviendas familiares no existen. Los horarios de trabajo están fijados implacablemente en 22 horas diarias. En presidio, se trabajan 23 horas al día. El servicio militar tiene una duración de cinco años, un período muy largo, ya que las hormigas no han conseguido prolongar su vida más allá de seis años.
Además, el código penal se ha endurecido: una falta profesional en una oficina, o una ausencia, incluso bajo un pretexto válido, acarrea automáticamente la pena capital.
Y las compensaciones son escasas, de momento. Las hormigas no han vuelto a abrir los estudios cinematográficos ni las salas de espectáculos. Consideran que se trata de una pérdida de tiempo inútil, además de un insulto a la moral.
Para divertir al pueblo se ha creado un Teatro Nacional, que sólo ofrece obras de un descarnado realismo.
Acusada de Alta Traición, la Hormiga Jefe es fusilada.
Sus antiguas partidarias son perseguidas a muerte.
Estalla una guerra civil muy violenta. Se le da el nombre de Guerra de Secesión.
Las hormigas emprenden la conquista del cielo: un avión remonta el vuelo y bombardea las líneas enemigas de uno de los bandos, el cual capitula inmediatamente.
Fundación de los Estados Unidos de Europa.
Se anuncia el siglo de oro. Las hormigas han superado ya el nivel de civilización de los hombres.
Aprovechando el hecho de que poseen antenas, las hormigas se equipan de pequeños radios que les sirven al mismo tiempo de cabeza, de teléfono, de micrófono y de electrófono.
Las hormigas, por otra parte, piensan poco: prefieren actuar.
Se produce el acontecimiento que el mundo esperaba desde hacía tantos años: procedentes del espacio, los marcianos desembarcan en la Tierra.
Sorpresa: son unas gigantescas hormigas.
"¡Hermanas mías!", exclaman las hormigas marcianas y las hormigas terráqueas.
Un año más tarde, estalla una guerra sin piedad entre los marcianos y los terráqueos.
Las hormigas marcianas ocupan la Tierra, lo cual no cambia absolutamente nada, ya que no aportan a ella nada nuevo.
En resumen, aquella guerra produjo muchas víctimas, y las larvas humanas que subsistían aún sobre la Tierra agradecieron aquel final: en efecto, comer hormiga cruda se había convertido, no sólo en una exquisitez, sino también en su único placer.