IV
El choque contra el suelo pareció devolver inmediatamente la conciencia al coronel. Cuando Nedra empezaba a arrodillarse a su lado, él se estaba ya poniendo en pie. Nedra trató de ayudarle a levantarse, pero Zen rechazó su mano.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Nedra.
—Nada —dijo Zen. Pero sabía que no era cierto—. Yo... yo... —Trató de recordar lo que había ocurrido—. Me he desmayado, sencillamente.
A Zen le pareció una razonable explicación de todo lo que necesitaba ser explicado.
Pero Nedra parecía opinar de otro modo.
—Los hombres como usted no se desmayan —protestó.
—Yo lo he hecho.
—No se desmayan... a no ser que les suceda algo —continuó Nedra—. ¿Está seguro de que no sufre los efectos retardados del shock provocado por la explosión de la bomba? O...
Se interrumpió, como si no se atreviera a expresar la idea que acababa de ocurrírsele. Detrás de ella, West no dijo nada.
—Me he desmayado, eso es todo —dijo Zen, con creciente indignación—. ¿Quién dice que un hombre no puede desmayarse?
En todo aquel asunto había algo confuso. Zen estaba convencido de que la confundida era Nedra.
—Le he visto desmayarse —dijo la enfermera—. Lo único que trato de decir es que tal vez exista un motivo para su desmayo.
—Tonterías —replicó Zen—. No voy a ir al grupo sanitario. No lo necesito. Estoy perfectamente.
—Lo sé —dijo Nedra. Su rostro tenía una expresión preocupada—. Pero, para más seguridad, no sería mala idea que los médicos le echaran un vistazo.
Zen apenas la oyó. Tenía la impresión de que la confusión de Nedra quedaría aclarada dentro de unos instantes. Recordó la confusión que él mismo había experimentado después de inhalar una bocanada de gas enervante, en cierta ocasión. ¿Cuándo había sucedido aquello? Ahora no estaba seguro. Tal vez ocurrió en un remoto pasado, tal vez en algún otro planeta... Sacudió la cabeza.
—Yo creo, coronel...
—No estaba sacudiendo la cabeza a la intención de usted —rectificó Zen.
—Bien. Entonces, iremos a ver a los médicos.
—Tampoco quise decir eso. Estaba sacudiendo la cabeza para aclararla. Tengo una especie de niebla en ella.
—¿Una niebla?
La voz de Nedra tenía un acento de preocupación.
—Sí. ¿Qué hay de anormal en ello? Muchos hombres tienen una niebla en la cabeza... —Le parecía una afirmación razonable—. Muchos hombres tienen que ir al médico de vez en cuando para que les sople la niebla de la cabeza.
Creyendo haber hecho un chiste, se echó a reír.
Nedra no parecía opinar que lo que había dicho Zen resultara divertido. Le cogió del brazo resueltamente.
—Venga conmigo, coronel.
Mientras Nedra le conducía hacia el camión donde se encontraba el puesto de reconocimiento, sucedió algo.
Zen vio claramente.
Lo vio todo.
La capacidad de ver llegó repentinamente, surgida de ninguna parte. Un segundo antes no estaba allí. Un segundo después se había hecho presente. Era como ver con los ojos, excepto que resultaba mucho mejor que la percepción ocular. Con aquella capacidad, no sólo podía ver las superficies, sino también el interior de las cosas. Y la percepción iba acompañada de una plena comprensión de todo lo que veía. Vio que el Universo era tan alto como un hombre, y no más alto. Vio que era tan espacioso como un hombre, y no más espacioso. Vio que era tan ancho como un hombre, y no más ancho.
Vio la raza humana en su totalidad, un hombre y todos los hombres, todos los hombres en un hombre. Simultáneamente, vio la historia entera de la raza, vio el largo viaje que había efectuado desde la llamada materia inanimada hasta el punto en que ahora se encontraba: un ser que miraba a las estrellas. Vio que el destino de la raza residía en aquellas estrellas, y en todo aquel vasto espacio existente entre ellas, si no se destruía a sí misma en el proceso de situarse a la altura de las estrellas. Vio que la raza podía retrotraerse a sí misma a los átomos que la componían, en cuyo caso la prolongada y agotadora lucha para alcanzar el nivel atómico tendría que empezar de nuevo.
Zen sabía también lo que estaba haciendo con aquella clara visión.
Estaba tocando la mente de la raza. Estaba en contacto con el reino de la raza. El conocimiento fue repentina agonía en él, un dolor penetrante como un pinchazo en la región cordial. El dolor resultaba extraño, porque a pesar de que podía sentirlo y sabía que su cuerpo lo experimentaba, no tenía ningún significado para él. Lastimaba su cuerpo, pero no le lastimaba a él.
Su cuerpo estaba alarmado por el dolor, su respiración se hizo más agitada y un leve rastro de sudor apareció en su piel. Pero él no estaba alarmado. Aunque su cuerpo cayera muerto, a él no le afectaría el hecho.
—¿Qué pasa, Kurt? —oyó que decía Nedra. Había captado su agitada respiración y estaba alarmada—. ¿Va usted a desmayarse otra vez?
—No —respondieron los labios de Zen. Su cuerpo se rió de la pregunta. Oyó el sonido de su risa como si fuera suya y no fuera suya. Su cuerpo sabía que iba a desmayarse. Su risa sonaba hueca y fuera de lugar, pero tampoco aquello le importaba.
Unos soldados estaban alineados en la parte trasera del camión, esperando turno para el reconocimiento.
—Su graduación le faculta para pasar delante —dijo Nedra en tono inseguro.
—En el lugar donde estoy ahora, mi graduación no existe —respondió Zen—. Me pondré en la cola y aguardaré mi turno.
Se mostró sumamente obstinado en aquella actitud.
La enfermera pareció complacida. Zen se preguntó si había dicho algo importante. En su opinión, lo que acababa de decir era obvio. Detrás de él, West era una sombra silenciosa envuelta en un enigma. Incluso con su nueva percepción, su contacto con una forma más elevada de conciencia, Zen no podía percibir claramente a West. En aquel hombre había algo que desafiaba a la penetración y al análisis.
Los hombres situados en la cola delante de él aguardaban su turno, arrastrándose cansinamente hacia adelante cada vez que los médicos terminaban un reconocimiento. Nadie hablaba. Ninguno de los hombres gruñía, ninguno se quejaba. Conociendo a los hombres, Zen comprendió que aquello era ominoso.
Aquellos hombres estaban contaminados. Y sabían que lo estaban. Ante aquel conocimiento, lo demás no tenía importancia. Externamente, su estado parecía normal. Pero en su interior había ocurrido algo. A Zen le pareció que podía ver unas llamas surgiendo de sus cuerpos. Uno de ellos se tambaleaba. A Zen le pareció divisar una chispa luminosa desprendiéndose súbitamente de su cuerpo y ascendiendo hacia el cielo. El hombre cayó. No movió un solo músculo después de chocar contra el suelo.
Nedra echó a andar hacia él. Zen sacudió la cabeza.
—Es inútil —dijo.
—¿Por qué?
Zen señaló hacia el cielo.
—Se ha marchado allí...
Nedra palideció al captar el significado de aquellas palabras.
—Voy a asegurarme.
Se acercó al caído, se arrodilló a su lado y le tomó el pulso. Luego se incorporó.
Un oficial gritó desde el camión y casi inmediatamente aparecieron dos camilleros. Examinaron el cadáver del hombre caído, lo colocaron en la camilla y lo apartaron a un lado del camino. Uno de los camilleros pasó un contador por encima del cadáver. Luego le gruñó algo a su compañero, el cual ató una cinta roja a la muñeca del muerto.
—Subid allí, muchachos, podéis encontrar alguno más —les gritó Zen, señalando hacia la ladera.
—No somos enterradores —fue la respuesta.
Los soldados de la cola se arrastraron cansinamente hacia adelante.
—¡Eh! ¡Ha desaparecido! —dijo Zen repentinamente.
—¿Qué es lo que ha desaparecido?
—Y yo he regresado —dijo Zen.
—No ha ido usted a ninguna parte —objetó la enfermera.
- Ha desaparecida y he regresado significan lo mismo —trató de explicar Zen—. Lo que ha desaparecido es mi contacto con la mente de la raza. He regresado significa que, de repente, vuelvo a ser normal. Estoy aquí. Miro con mis ojos. Oigo con mis oídos. Y ya no sé todas las cosas.
Estaba aturdido. Pero peor que el aturdimiento era el hecho de que incluso el recuerdo de la experiencia se estaba desvaneciendo. Y esto le producía una sensación de agonía. Le parecía que aquella experiencia era la cosa más importante que le había sucedido en toda su vida.
Y ahora se estaba desvaneciendo. Zen experimentó la sensación de que corría salvajemente tratando de volver a capturarla. Pero sus esfuerzos resultaban inútiles: la experiencia no estaba fuera de allí; no podría encontrarla aunque removiera todo el mundo.
La experiencia estaba dentro de él.
Nedra miró a West y empezó a hablar, pero el hombre alto hizo un gesto conminándola al silencio.
—Saulo en el camino de Damasco —murmuró Zen—. Algo parecido a esto le ocurrió a Saulo en el camino de Damasco.
—Kurt... —dijo Nedra.
De nuevo, el hombre alto la conminó a callar. West, con su aspecto de rudo campesino, parecía percibir el torbellino que giraba en el interior de un ser humano, y, más todavía, su actitud revelaba comprensión y simpatía.
—He establecido contacto con la mente de la raza —dijo Zen—. Pero ahora ha desaparecido —añadió, tristemente.
—Colócate delante del objetivo, soldado —gruñó una voz detrás de él. Volviéndose, Zen vio que le había llegado el turno. El teniente que acababa de llamarle la atención vio el águila en el casco de Zen y se apresuró a disculparse—: Perdone, señor.
—No tiene importancia —dijo Zen.
Por un instante, como ideas en conflicto que pugnaban por expresarse en él, se preguntó quién era y por qué estaba allí. Luego recordó lo que había sucedido. Sus reacciones volvieron a normalizarse y se colocó en posición delante del objetivo. En el interior del camión zumbó un transformador. Aunque no podía sentirlo, sabía que una poderosa corriente de radiación estaba pasando a través de su cuerpo y que un contador registraba la radiactividad que había absorbido. El teniente estudió las cifras y luego miró a Zen.
—Está usted perfectamente, señor.
Parecía intrigado.
—No hay radiactividad, ¿eh?
—No, señor. Francamente, no lo comprendo. Sí, tiene usted una leve exposición, pero nada grave.
—Cuando estalló el cohete me encontraba en el túnel de una antigua mina —explicó Zen.
—Será eso. Ha tenido usted mucha suerte, señor. El siguiente.
Cogiendo el brazo de Nedra, Zen la situó delante del objetivo. La experiencia con niveles más altos de conciencia habíase borrado de su mente, y volvía a ser un oficial del servicio de información.
—Teniente, reconozca a esta mujer. ¡Es una orden! —dijo Zen, ignorando las protestas de Nedra.
—Sí, señor —dijo el asombrado oficial.
Detrás de ellos, West les contemplaba con una leve sonrisa de aprobación en los labios.
El teniente alzó la mirada de sus aparatos.
—Está perfectamente —dijo.
—¿Seguro?
—Desde luego. ¡Este contador no miente! —afirmó calurosamente el oficial.
Nedra estaba indignada. Sus ojos color violeta miraban al coronel con una expresión enfurecida. Zen no pareció darse cuenta. En su interior, se sentía enormemente aliviado. ¡Nedra había regresado viva! ¡Estaba ilesa! Ahora, Zen sabía a qué atenerse. Ningún mortal corriente podía haber permanecido tanto tiempo en la zona contaminada y salir de ella ileso. No le importaba su enojo. A continuación se volvió hacia West.
—¡Ahora, usted!
No sabía la clase de respuesta que esperaba del hombre alto. Pero, ante su sorpresa, West sonrió.
—Con mucho gusto, coronel.
Sin vacilar, West se colocó delante del objetivo.
—Aunque estoy convencido de que la contaminación no me ha alcanzado, prefiero seguir su ejemplo y asegurarme de ello.
El teniente volvió a estudiar sus aparatos y volvió a alzar la mirada. En su rostro había una expresión de perplejidad.
—Tres incontaminados, uno detrás de otro. Hasta ahora no había encontrado ninguno.
Su mirada se volvió hacia la ladera donde había estallado la bomba.
—¿Significa eso que estoy bien? —preguntó West.
—Desde luego —respondió el teniente—. Que me aspen si lo entiendo.
—Yo estaba también en un agujero —dijo West. Parecía divertido por algo sólo conocido por él.
El teniente se animó.
—En tal caso, lo comprendo.
"Ojalá pudiera comprenderlo yo", se dijo Zen. Estaba convencido ya de que Nedra pertenecía a la nueva gente. En cuanto a West, era un enigma. No sabiendo el tiempo que West había estado expuesto a la radiación, Zen no podía llegar a una conclusión definitiva acerca de él. Pero no estaba del todo tranquilo.
—Coronel, ha sido un verdadero placer conocerle —dijo West, avanzando hacia Zen con la mano extendida. Zen tuvo la impresión de que la mano del hombre podía convertirse en una verdadera trampa para osos, si West se lo proponía—. Tal vez volvamos a vernos, señor.
Las palabras eran una afirmación, no un interrogante. Una enigmática sonrisa distendía los labios del hombre.
—¿Quién sabe si nos encontraremos de nuevo? —dijo Zen, encogiéndose de hombros—. Generalmente, cuando la gente se despide en estos tiempos, se despide para siempre.
—Lo sé. —En el arrugado rostro de West se reflejó una intensa tristeza—. Es una lástima que las cosas tengan que ser así. Bueno la experiencia es una escuela difícil, pero el homo sapiens parece incapaz de aprender en cualquier otra.
—Es la guerra —dijo Zen.
—No estoy de acuerdo con usted —dijo West—. La guerra es sólo un síntoma de la enfermedad, no es más que una expresión humana. La guerra en sí misma no es culpable, sino el hombre. Aunque, en realidad, ningún hombre puede ser considerado como culpable, ya que la humanidad se encuentra en una fase de crecimiento.
Momentáneamente, el recuerdo del contacto con la mente de la raza volvió a la conciencia de Zen.
—Lo sé —dijo. Luego vaciló—. Por lo menos, lo he sabido alguna vez.
—¿De veras? ¿Cuándo?
—Allí, en la ladera, lo sabía. Pero ahora he olvidado lo que sabía.
Zen hablaba lentamente. Estaba tratando de recordar... o de olvidar, no sabía exactamente cuál de las dos cosas.
—Adiós, señor —dijo West—. Nedra, me gustaría hablar un momento con usted antes de marcharme. Con su permiso, desde luego, coronel Zen.
—No faltaría más... —dijo Zen.
Contempló a la enfermera y al hombre alto mientras avanzaban unos pasos por el camino. Hablaban en voz demasiado baja para que Zen pudiera enterarse de su conversación. Luego se separaron. Nedra volvió al lado de Zen.
—¿Vive West por estos alrededores? —preguntó el agente del servicio de información.
—En realidad no lo sé —respondió la enfermera—. Creo que sí, pero no estoy segura.
—Un lugar muy duro para vivir en él.
—Por lo que sé de West, creo que es capaz de vivir en cualquier parte.
—¿Le conoce usted bien?
Los ojos color violeta le miraron, pensativamente.
—Está usted haciendo muchas preguntas, señor.
—Y voy a hacerle muchas más.
—Mi número de teléfono, sin duda. Lo siento, pero no tengo teléfono. Desde luego, si tuviera un número de teléfono, se lo daría con mucho gusto.
Zen notó que una cálida oleada invadía su cuerpo ante aquellas palabras. El sueño que en un momento dado había compartido con millones de otros hombres, de una esposa y unos hijos, llenó de nuevo su mente. Si pudiera elegir libremente, iría con aquel sueño.
Pero sabía que no podía elegir libremente. En realidad, dudaba de que pudiera elegir, sencillamente. Lo mismo que todos los hombres. La historia había barrido la época en que aquel sueño podría ser realizado.