Y EL ESPÍRITU VENCIÓ A LA CARNE

Alfonso Álvarez Villar

Fue en una conferencia científica en donde tuve ocasión de conocer a Cristóbal Acevedo. Repantigado cómodamente en uno de los sofás del salón de conferencias, había dejado sobre mis rodillas un libro de técnicas yoguis, cuando, de repente, sentí unos golpecitos sobre mi hombro derecho.

—¿En dónde adquirió usted este libro? —resonó simultáneamente una voz con un timbre bastante bronco.

Me volví. Era un joven de unos 25 años, de aspecto bastante tranquilizador a pesar de su barba, de unos cinco días por lo menos, el que me hacía esta pregunta intempestiva. Respondí cortésmente y procuré acallar las protestas de los restantes asistentes al acto, que nos exigían el más absoluto de los silencios. Luego, a la salida de la conferencia, tomamos unas cuantas copas juntos, y, como suele suceder en estas ocasiones, a los pocos segundos nos hallábamos enzarzados en una profunda disertación sobre psicología, de la que a primera vista aquel desconocido poseía amplísimos conocimientos. De esta manera fue como nos conocimos Cristóbal Acevedo y yo. Y, cuando sin lamentar las doscientas pesetas que nos habíamos dejado en el mostrador del bar, quedamos citados para un día de aquella semana, una fuerte y fructífera amistad se había ya establecido entre nosotros.

Uno de aquellos días en que yo solía ir a su casa para tratar con él sobre los diversos problemas de psicología y sobre todo para experimentar materias relacionadas con esta ciencia (él poseía un maravilloso laboratorio abarrotado de taquistoscopios, psicogalvanómetros, discos de colores y demás instrumentos utilizados en psicología experimental), uno de estos días, repito, me dio a conocer el pensamiento que a continuación expongo. Debo, sin embargo, advertir de antemano que a causa de la prolijidad de los raciocinios de mi amigo voy a tener que contentarme con hacer un resumen de sus argumentos, aun a riesgo de que éstos pierdan rigor científico.

—Conocen de sobra —empezó, pues, a decirme, no sin antes divagar sobre el estado del tiempo y sobre una muchacha bonita que nos acababan de presentar— la primordial trascendencia que tiene la anatomía y la fisiología del cuerpo humano sobre la estructura de la psique. No quiero insistir sobre este plan de relaciones que son demasiado evidentes para que las discutamos. El problema que ahora plantea es el siguiente: si dada la influencia de la materia sobre el espíritu, éste no puede a su vez influir centrífugamente sobre el primero. Me refiero, claro está, a efectos plásticos, materiales, palpables, esto es, a una influencia que partiendo del eslabón más alto de la cadena biológica, o sea, del psiquismo, alterase en las células los fenómenos fisicoquímicos más primordiales. That is the question.

Al llegar a este punto sentimos el choque de uno de los nudillos sobre la puerta. Tan hondo era el sentimiento de misterio en el que aquella conversación nos había embargado que no pudimos reprimir el que un escalofrío de espanto recorriese nuestra medula espinal. Sin embargo, era sólo la doncella que venía a traernos unos whiskies con soda. Sumidos en hondas meditaciones permanecimos silenciosos algunos minutos. En la polvorienta estancia sólo se oía el zumbido de las moscas, y los póstumos rayos del ocaso daban la última pincelada a aquel silencio preñado de interrogaciones a los Misterios de la Vida. Luego Cristóbal Acevedo volvió a coger el hilo de su discurso, mientras con gestos maquinales ponía en orden la desarreglada pila de libros y de manuscritos que obstruían la mesa de su despacho:

—A simple vista parece humanamente imposible traspasar la barrera de potencial que separa el cuerpo del espíritu. Pero lo que la teoría considera como inalcanzable, la práctica nos lo demuestra en forma de esos "milagros" tan satisfactoriamente comprobados y sobre los que fundan algunas religiones orientales sus mejores argumentos.

"Pues bien, lo que todos los hombres de ciencia han atribuido hasta ahora es una fuerza misteriosa, que, junto con las leyes de la telepatía, escapa a toda comprensión, yo lo explico simplemente por el poder de la voluntad. Analicemos, si no, el caso de uno de tantos enfermos desahuciados que acuden a las aguas del Ganges en busca de una salud que sólo allí consiguen encontrar. En primer lugar, tienen una confianza ciega en los poderes sobrenaturales, y por lo tanto se hallan privados del oneroso lastre de la duda que de otro modo desviaría el curso de su voluntad (recuerda que aun en la hipnosis, el éxito de un hipnotizador está en relación inversa del escepticismo de sus sujetos). Segundo (y aquí conviene que concentres toda tu inteligencia, porque se trata más de intuir que de entender): el individuo, como si quisiera colaborar con las potencias celestes, comienza en su inconsciente a querer que hagan su aparición los síntomas de una certera curación. Con esto se consiguen dos cosas. Primero, localizar e ir distribuyendo la fuerza bruta de la voluntad, y, por último, objetivar esos síntomas creados por la autosugestión, en una marcha progresiva.

"Ésta es la causa del tan discutido fenómeno de los estigmas, cuyo origen sobrenatural la misma Iglesia Católica ha, desautorizado en múltiples ocasiones, aunque aquí el proceso esté cambiado de signo.

"De todos estos hechos he deducido tres consecuencias que a continuación te expongo: en circunstancias excepcionales, satisfactoriamente comprobadas, la experiencia ha confirmado este influjo de la voluntad sobre el cuerpo, previsto por la teoría. En segundo lugar, sustituyendo las relaciones místicas por la firme creencia de la infalibilidad del proceso se podía poner este fenómeno al servicio de la humanidad. Tercero, y en consecuencia cumbre: que siendo la muerte un trastorno irreversible, se podría inmortalizar al hombre con tal de que el accidente respetara el libre funcionamiento del cerebro, que de esa forma pasaría a ser algo así como el talón de Aquiles de la raza humana.

Al llegar a este punto, Cristóbal Acevedo se detuvo. El temblor nervioso de sus manos se venía a unir al extraño fulgor de sus pupilas, y esto le daba un aspecto de profeta en trance y de persona trastornada por sus propias obsesiones. Luego, levantándonos con brusquedad, comenzó a girar en torno a la estancia con actitudes de gato enjaulado. Paseaba con la cabeza baja y las manos detrás de la espalda y sumido en el malstrom de sus cavilaciones, apenas se fijaba en las sillas y butacas que obstruían su paso. Y de repente se paró en seco volviéndose hacia mí y me espetó:

—¿Crees tú que todas estas deducciones son simples hipótesis?... ¿Ves este pedazo de piel? —me señaló su mano velluda—. Pues bien, dentro de seis meses voy a repetir sobre ella las estigmas de algunos santones. Y éste será mi primer paso.

Ante esta afirmación sonreí con escepticismo. Conocía de sobra el resultado negativo de todos los estrambóticos experimentos de mi amigo Acevedo, y no me cabía ninguna duda acerca de un nuevo fracaso. Sin embargo, y por pura cortesía, simulé una vez más dar crédito a sus supuestos y después de una acalorada discusión nos despedimos, él pletórico de optimismo y vitalidad, yo con el espíritu cargado de dudas y con una ligera jaqueca. Me dirigí, pues, a casa no sin antes haberle rogado que me diese cuenta de todo lo referente a aquellas experiencias.

Desgraciadamente, dos semanas después, y con motivo de un viaje de estudios, tuve que marchar a Alemania. Claro que allí seguía recibiendo por correo todas las noticias relacionadas con mi amigo y sus famosos experimentos, pero como al cabo de cinco meses empezaron a silenciar sus cartas lo que hasta entonces había ocupado por completo casi los renglones de sus cuartillas, di por fracasados sus ensayos y desde allí en adelante, por un prurito de delicadeza, me abstuve de insistir sobre el asunto.

Al cabo de dos años regresé a España. De nuevo volví a reanudar mis visitas a Cristóbal Acevedo. De nuevo los tapices y las alfombras de aquel despacho somnoliento en el que mi amigo transcurría las tres cuartas partes de su existencia, Comenzaron a animarse con nuestras apasionadas discusiones sobre temas psicológicos. Una nueva vida empezaba, pues, para nuestra amistad y con ella otros problemas ya muy alejados de los que un día habían ocupado nuestra atención, volvieron a cosquillear nuestro espíritu.

Fue, pues, sólo la revelación más inesperada que pueda imaginarse la mente humana la que volvió a poner con toda su intensidad en el plano de mis preocupaciones aquel famoso experimento.

Jugueteaba, en efecto, cierta tarde mi amigo Acevedo con unas pistolas antiguas de culata repujada que con otras muchas armas de todos los países y de todos los tiempos figuraban esparcidas entre las panoplias de su casa (esta manía de tocar y retocar cualquier objeto y de morderse las uñas mientras hablaba con los demás era un tic nervioso que siempre había caracterizado a Cristóbal) jugueteaba, digo, con una de sus pistolas, cuando, de repente, sucedió algo inesperado: se conoce que al tocar distraído uno de sus mecanismos se le disparó el arma, y poco después caía mi amigo Acevedo envuelto en un charco de sangre.

No había tiempo que perder. A los pocos minutos en un automóvil, enfilado a ochenta kilómetros por hora a través de las calles de Madrid, transportaba al herido hacia mi clínica quirúrgica. No podía contar con ninguno de mis ayudantes y enfermeras, dado lo avanzado de la hora. Tuve, pues, que atender al herido con mis propias manos sobre la aséptica superficie del billar.

Lo primero que me chocó al contemplar a Cristóbal, ya con la tranquilidad del técnico que se dispone a luchar con la muerte, fue un no sé qué de extramundano (me es difícil dar con el calificativo apropiado) que parecía traslucirse en sus pupilas convulsivamente revueltas hacia arriba, como las de un hipnotizado. No obstante, dominando mis impresiones, y no sin antes cumplir en un santiamén los trámites de desinfección exigidos por la cirugía, hice el gesto de inyectar al herido una ampolla de anestésico. Y ya me disponía a pinchar en vena, cuando... (advierto a mis lectores que de aquí en adelante todo el relato trasciende el lenguaje humano) ya iba a inocular el anestésico cuando vi estupefacto que una mano de Cristóbal, al que creía desmayado, trazaba un rápido arco y con un violento esfuerzo me. arrojaba la jeringuilla al suelo. Ahora bien, si afirmase que yo, persona acostumbrada por mi profesión de cirujano a espectáculos mil veces más imprevistos, no di importancia a aquel acto, mentiría seguramente. Sentí que en todo aquello había algo raro, algo que yo intuía pero que no podía formular con claridad, y esta incertidumbre aumentaba mi nerviosismo. Prescindiendo, pues, de la anestesia comencé a desgarrar con el bisturí la dermis y las aponeurosis que se cerraban sobre el proyectil. No era una intervención difícil para un cirujano tan hábil como yo el extraer una bala entre la masa blanca amarillenta y manchada de sangre del duodeno, en donde se había incrustado el balín. Me puse, pues, manos a la obra. Tan de prisa actuaba que no me di cuenta del hecho, bastante extraño en sí, de que apenas salía de los labios de Cristóbal un estertor entrecortado.

Pronto la pequeña esferita de plomo estaba fuera, y ahora viene algo que escapa a toda explicación humana: apenas limpiados de impurezas los bordes de las heridas, y al punto éstos de ser cosidos, vi un espectáculo que nunca se borrará de mi memoria, como esas alucinaciones que se agarran a nuestra mente y ya no la abandonan hasta que desaparecemos de este mundo: el de unos tejidos que, como impulsados por una fuerza misteriosa y situada por encima de todas las leyes de la biología, se iban juntando y recomponiendo vertiginosamente, sin dejar ninguna huella de cicatriz o de lesión. Me creí por unos instantes víctima de una extraña pesadilla. ¿Había sido algo más que un extravagante "jeu d'esprit" el experimento de mi amigo? Y ¿por qué no me lo había comunicado? No podía dar crédito a mis ojos. Con la frente bañada de sudor me dejé caer en una silla.

Un cuarto de hora después Cristóbal Acevedo, sentado tranquilamente en uno de los sofás de mi despacho, me sacaba de dudas. Aquel fortuito accidente me había revelado lo que dentro de unos meses iba a conocer toda la Humanidad.

Durante unas cuantas semanas no me cansé de ver los fenómenos más extraordinarios que puedan imaginarse.

Recuerdo todo aquel período como algo completamente disgregado de la vida real, como uno de esos sueños que de vez en cuando nos desconciertan con su abrumadora prolijidad de sus mutaciones de formas y colores.

Me es muy difícil proyectar al exterior el calco aproximado del estado de ánimo en que me hallaba yo entonces, pero quizá pudiera ahora exponer una ligera idea de él diciendo que durante aquellas semanas mi espíritu vivía de lo extraordinario como de un alimento corriente. Esperaba, ¿qué sé yo?, ver realizados los ensueños más disparatados que la imaginación hubiera podido suponer. Y esta actitud ante la vida no le parecerá nada extraña al lector si considera las inconcebibles imágenes que como chispas de luz metamorfoseadas en mil figuras hacía aparecer mi amigo Cristóbal ante mis ojos.

Unas veces eran manchas rojizas de todas formas las que Acevedo le placía dibujar sobre su piel: letras, dibujos de objetos y de animales aparecían y desaparecían de allí vertiginosamente como por arte de encanto. Cierto día en que se hallaba de humor (cosa poca frecuente en él) me llegó incluso a ofrecer el curioso espectáculo de reproducir sobre su espalda, en el sempiterno tinte rojo de capilares dilatados, uno de los cuadros de su pintor favorito: Picasso. Pero si esto constituía lo más vistoso de sus experiencias, no menos fascinante era ver a mi amigo producirse terribles cortaduras en las manos y en la cara, que en el espacio de unos breves minutos volvían a cicatrizarse sin dejar rastro. Otras veces yo mismo le ayudaba a inocularse por vía sanguínea o respiratoria los gérmenes de las enfermedades más horribles, sin que fuese visible el contagio.

Sin embargo, Cristóbal Acevedo no estaba contento con todos estos resultados. Se quejaba de que hasta ahora sólo había conseguido acelerar en el organismo unas reacciones ya de suyo predeterminadas. El segundo paso consistía, según él, en crear otras reacciones ya desligadas del marco de los fenómenos naturales, y esto era lo que quedaba por lograr aún. Todos sus esfuerzos tendían ahora a un proyecto tan ambicioso como el de crear unos órganos ñutios en la raza humana. "Qué maravilloso sería —exclamaba emocionado— el que la humanidad, sin tener que recurrir a medios físicos, pudiese surcar los aires, sin otros medios que los que posee el más insignificante de los insectos, mil veces superiores a nosotros con toda nuestra técnica. ¿Y qué diremos de la función clorofílica que poseen casi todas las plantas y que nos permitiría tomar gran parte de nuestro alimento del anhídrido carbónico del aire?

Desgraciadamente, el destino no tenía reservado a mi entrañable amigo Cristóbal Acevedo el logro de sus ensueños fáusticos. Un día, en efecto, al dirigirme a su casa como de costumbre, con más deseos que nunca de embargarme en el perfume mágico de sus experiencias, vi mucha gente arremolinada frente a su puerta.

Pronto pude enterarme de lo ocurrido: le habían encontrado tumbado sobre la cama, arropado en el manantial de sangre que brotaba de una de sus carótidas seccionadas por una navaja de afeitar. ¿Es que los dioses habían castigado la osadía de aquel nuevo Prometeo que había intentado arrebatarles la ambrosía de la inmortalidad? ¿Qué es lo que había fallado en aquel último experimento de Cristóbal Acevedo?

El Juez me entregó una carta sellada y a mi nombre; el remitente era Cristóbal Acevedo, que había escrito la carta unos minutos antes de fallecer. He aquí el contenido de la misiva: "Mi querido amigo: Todavía hace una semana, cuando tú y yo nos vimos por última vez, tenía depositadas mis esperanzas en los resultados de estos experimentos míos que tú has seguido con tanta atención. Pero desde entonces mi mayor contacto con el mundo exterior ha hecho cambiar radicalmente mis puntos de vista. Siguiendo tus consejos, he procurado abandonar mi caparazón de molusco y convertirme en un ser sociable como tú. Lo primero que hice fue, pues, leer la prensa (hasta entonces, como tú sabes, no me había preocupado ni poco ni mucho lo que ocurría dentro o fuera de España), pero, desgraciadamente, he llegado a la conclusión de que estos hallazgos míos favorecerían sólo a unas pocas personas honorables en sí, y en cambio, a muchos millones de imbéciles. He visto, en efecto, a través de la prensa, cómo en este país (y en cualquiera del mundo) la manera más efectiva de alcanzar la popularidad es siendo un delincuente (me refiero, concretamente, al caso Chessman, que durante estos días ha ocupado las primeras planas de los periódicos). También he visto que hoy los estúpidos ocupan los primeros puestos de la sociedad, que queda muy poco lugar para la honradez y la inteligencia. ¿Por qué, pues, permitir que una pandilla de degenerados escape al sino de la muerte? Mejor sería inventar algo que acortara sus vidas. El hombre justo, el hombre verdaderamente valioso, no necesita estos descubrimientos para sobrevivir: perdura en las páginas de la historia, y, desde luego (he vuelto también a recobrar mi fe en Dios), en una segunda vida, en donde no es necesario encontrar a la mente como hacía yo para sobrevivir en una existencia superior, infinitamente dichosa. Voy a seguir de todas formas mis experiencias, pero temo que me falle en un momento cualquiera mi certeza, mi entusiasmo, que son, como tú sabes, condiciones infalibles para que el psiquismo mantenga sin soltarla la brida de los procesos biológicos. Te escribo estas líneas como una especie de advertencia, o quizá, si tú lo prefieres, como una premonición.

Puedes callar o, por el contrario, lanzar a los cuatro vientos este descubrimiento mío. De todas formas, nadie te hará caso. Recibe un fuerte abrazo de tu amigo Cristóbal Acevedo."