AMOR GALÁCTICO

Jacques Ferron

Niza, Cannes, Palma de Mallorca... Los trenes salen atestados de alegres veraneantes. Los coches, excesivamente cargados, siguen las ondulantes líneas de las carreteras. El mar se ahueca bajo la proa de los barcos de recreo.

El turista desembarca en tropa, en regimientos. Los clics de todos los aparatos fotográficos reunidos podrían oírse como una salva de artillería.

Vacaciones agitadas, febriles. He ahí a los locos de la velocidad, a los maniáticos del record deportivo, a los snobs.

—Nosotros hemos visitado la bahía de Nápoles; nosotros la Costa Brava. ¡Ah, se me olvidaba!: hemos visto también el Partenon: un cuarto de hora. ¡Oh, sí, es formidable!

Sin embargo...

Sin embargo, Francia está repleta de apacibles bosquecillos, de colinas solitarias, de arroyuelos modestos.

Marchad, corred, navegad. Nada impide que, a sesenta kilómetros tan sólo de la capital, asomados a un camino vecinal, casi escondidos entre los árboles, se encuentren algunos pueblecillos que sueñan... y hacen soñar.

Gerardo Delessard, dibujante industrial de la S.E.I.F. (Sociedad de Equipos para las Industrias Francesas), pasaba sus vacaciones anuales en paz y tranquilidad, prefiriendo el verdadero reposo a las locas y apresuradas hazañas de vacaciones.

Era soltero, y acostumbraba venir cada año a la vieja casa de campo que había heredado de sus padres, donde se distraía alternando la pesca con caña y la pintura al óleo.

Nada de aventuras. A sus 35 años pasaba por ser un viejo solterón, y no le importaba. La única muchacha que de vez en cuando había venido a turbar su soledad era Mariana. Mariana, una pequeña silueta que conservaba todavía la gracia de la adolescencia, con sus cabellos rubios en desorden y unos ojos azules siempre alegres.

Turbar su soledad... Perturbar sería mejor. Como decía Gerardo, Mariana poseía una vivacidad de movimientos y una conversación que encantaban el alma. Vivía con un tío cuyo en el pueblo cercano, y estaba seguro de que mañana mismo vendría, al enterarse que él había llegado...

Aquella misma tarde Gerardo se llegaría hasta el pueblo, donde algunas viejas comadres, sentadas en el umbral de sus puertas, le saludarían familiarmente. El tibio atardecer en que terminaba aquella noche de agosto encendería sus temblorosas candilejas allá en el cielo; el grillo cantaría en morse, y en las verdosas charcas croarían las ranillas, junto a los viejos troncos ahogados.

Y todo ocurriría exactamente como él lo había previsto, sin sorpresas ni choques, porque era así como estaba previsto en el orden natural de las cosas.

Con su ligera maleta en la mano, el hombre contorneaba los setos de espino que cercaban las casas ya dormidas y llegaba ya junto a la valla que interceptaba la entrada del jardincillo familiar, cuando... —¡Mariana!

De improviso, Gerardo reconoció a la amiga que le hacía la agradable sorpresa de venir a recibirle a una hora tan avanzada. Sin embargo, ella no le dio ni siquiera tiempo para sorprenderse: parecía excesivamente nerviosa.

—Había venido a esperarte, me senté en el banco de delante de tu casa y... ¿sabes lo que he visto? No, no puedes figurártelo.

Él la siguió, protestando y riendo, aunque encantado en el fondo.

—¡Mira! ¡Ahí!

La mirada de Gerardo tropezó con una masa voluminosa y esférica que flotaba suavemente en el agua verdosa de un viejo balde de madera destinado a recoger el agua de la lluvia bajo los canales.

—¡Esto es un balón de fútbol! —protestó.

—¡No; es una pelota de materia blanda!

Aquello hizo recordar a Gerardo algo que había ocurrido el año pasado.

—¡Tú sabes algo! —dijo Mariana con curiosidad.

—Puede ser que sí. Verás... El año pasado, estaba un día paseando por los alrededores del pueblo cuando un breve y repentino granizo me azotó los hombros. Sorprendido, me incliné hacia el suelo: una docena de esférulas del tamaño de un garbanzo relucían en el suelo. Alcé los ojos interrogante hacia el cielo: ¡allí no había nada!

"Cogí entonces entre mis dedos una de las bolillas de aquel maná celeste. Bajo la presión, la misteriosa esfera gelatinosa reventó, esparciendo un líquido viscoso, amarillento e inodoro. Pensé en qué pájaro misterioso me habría gratificado desde lo más alto de los aires con su parvada insólita. Después de un rato de perplejidad, terminé por pensar que algún avión que iba a gran altura se habría desembarazado probablemente de un deshecho que yo desconocía, y no volví a pensar más en ello hasta el momento de acostarme, cuando observé que una de aquellas perlas misteriosas había quedado adherida a mi manga. Bostezando, la arrojé por la ventana... y supongo que quizás fue a caer en la tina.

—¿E imaginas que pueda ser eso mismo?

—Pues... es muy posible, sí. Quizás con el tiempo se haya hinchado en el agua...

En realidad, a Gerardo no le preocupaba en lo más mínimo aquel fenómeno. Después de un año de ausencia, su impaciencia estaba por ver tomar a la entrevista un giro algo más íntimo, y así pues se dedicó a ello...

Los días siguientes mostraron a la pareja que aquella extraña esfera iba creciendo dentro de la tina con una extraordinaria rapidez. Muy pronto llegó a presentar el volumen de una calabaza, ocupando completamente el fondo del barreño.

Incrédulo, y hasta secretamente asombrado, Gerardo tomó una decisión:

—Vamos a transportar a éste... lo que sea, hasta la cabaña del fondo del jardín, y lo alimentaremos con agua salada, preparándole así una especie de suero fisiológico que tal vez sea más conveniente para su nutrición.

—¿Quieres decir que pueda ser algo animal o vegetal?

—No lo sé todavía, pero a la vista de lo presente podríamos afirmar que se trata de algo así como una medusa que se hubiera perdido en el campo.

El interés creciente hizo que durante las prolongadas horas de inactividad los dos jóvenes estudiaran a la esfera desconocida bajo un aspecto científico.

La sorprendente criatura (era evidente que se trataba de algo orgánico y vivo), continuaba por su parte creciendo. Era ahora ya una masa elástica, cuya transparencia dejaba entrever en su interior unos órganos embrionarios.

—Pero, ¿qué es lo que puede salir de este monstruoso huevo? —preguntó Mariana algunos días después.

—Lo ignoro; jamás se me ha presentado un caso semejante, y no creo que haya ningún libro científico que lo mencione...

—¡Y la pelota continúa aumentando de tamaño!

—Sí. ¿Te has dado cuenta de un detalle? Parece como si, al tocarla, su piel se arrugara y empezara a hundirse por algunos lados...

—Efectivamente; parece que el animal empieza a perder su forma esférica...

—¡Oh, Gerardo! ¡Creo que esto está escapando un poco de nuestro alcance! ¡Tengo miedo!

—El joven delineante rodeó con sus brazos los hombros de Mariana.

—Sí, tienes razón. Yo mismo tengo que hacer a veces esfuerzos para contener las ganas que siento de destripar la esfera y descubrir por fin el secreto de lo que puede haber dentro.

La joven levantó hacia él sus ojos claros. Le agradaba que alguien la comprendiera, y el peso del brazo que la protegía la reconfortaba.

Y la masa ovoide reposaba allí, delante de ellos, apoyada sobre una especie de pie horizontal que se alargaba continuamente. La piel granulosa presentaba unas estrías de dibujos subyacentes. Su aspecto era impresionante y, no obstante, los jóvenes sentían que ya no tenían miedo.

Algunos días después, Gerardo Delessard se presentó jadeante en casa de Mariana.

—¡Ya sé, por fin, la naturaleza exacta de nuestro monstruo!

—¡Dilo, pronto! —suplicó Mariana.

—Es... Es... ¡Es un caracol!

La joven se echó a reír a carcajadas.

—¡Es exactamente eso! —insistió Gerardo—. ¡Un molusco gasterópodo del género Hélix, un vulgar caracol de nuestros jardines, pero que llega a alcanzar el tamaño de un perro danés!

Gerardo mostraba un aire de indudable convicción. Mariana tomó una actitud doctoral:

—Mi apreciado amigo, no le enseñaré nada nuevo al precisarle a usted que el caracol está formado por tres partes: la cabeza, dotada de los órganos del tacto; los ojos, que se hallan situados precisamente sobre los tentáculos, y la boca, provista de unos dientes córneos: la rádula. La masa visceral, que contiene los diferentes órganos anatómicos, reposa sobre un único pie, que es el órgano locomotor...

—¡Pues bien; mi caracol, el mío, está ya terminado... y además se mueve! ¡Y esta misma tarde saldrá de su barreño!

Algunos días después de esta extravagante conversación, Mariana tuvo que darse por vencida: aquello era, ciertamente, un caracol, y el animal progresaba, lenta y seguramente, hacia una total perfección.

Hasta que una tarde, frente a aquel enigma vivo, Gerardo murmuró maquinalmente:

—¿Quién eres? ¿Qué genio extraño puede haberte concebido? ¿Cómo has llegado hasta aquí?

Entonces, terrible y enloquecedora, una voz, la voz del monstruo, respondió:

- ¡Vengo de otro Universo!

Mariana, asustada repentinamente, dio un salto. Gerardo, a pesar de su valor, retrocedió también. Aquel órgano grave, ronco, vacilante..., aquella voz de sordomudo que aprendía a hablar... ¿Estaban acaso volviéndose locos?

—No, eso es imposible —exclamó Mariana con voz temblorosa—. ¡Un caracol, aunque sea gigante, no puede hablar!

Hubo un profundo silencio. Gerardo tranquilizó a su compañera, que se había protegido en él.

—Es una alucinación —dijo—. Ha de ser una horrible alucinación.

Y se echaron a reír nerviosamente, con una risa destemplada y penosa, dolorosa e irresistible, que les hacía desternillarse convulsivamente.

El enorme gasterópodo se desplazó lentamente y, viniendo frente a los dos jóvenes, que continuaban sacudidos por una risa incoherente, añadió:

- ¡Aprender...!

Gerardo cerró fuertemente los ojos.

—¿El caracol desea probablemente instruirse..., leer..., y sin duda también escribir...?

- ¡Si!

Los dos cesaron repentinamente de reír, sintiéndose sobrecogidos ante esta rotunda afirmación.

En la extremidad de los tentáculos, los ojos del monstruo parecían mirarles fijamente.

—¡Vámonos, Gerardo! —suplicó la muchacha.

El hombre volvió en sí lentamente.

—No, espera —dijo—. No tiene la menor importancia, es que estamos completamente locos: si es así ya no corremos ningún peligró. Y puesto que hemos perdido la razón, debemos esforzarnos ahora en aclarar este misterio.

Conteniendo la respiración, Gerardo se concentró un momento. Y así se inició una extraordinaria conversación:

—¿De manera que tú hablas?

—¡Sí!

—Por más que uno pueda suponérselo —dijo casi para sí Mariana—, una respuesta como ésta deja el alma sumida en una formidable confusión.

—¿Y tú eres inteligente?

- Creo que si...

Y siempre aquel mismo monólogo en voz baja, el monólogo de una persona que duda de su razón y que está avergonzado de su locura. Y la respuesta, tal vez irónica, que llegaba inmediatamente.

—¿Qué es lo que quieres?

- Aprender...

—¿De dónde vienes?

- No sé aún... Quiero oírte para aprender... ¡habla! ¡HABLA!

Gerardo y Mariana se retiraron bastante tarde aquella noche, cuando ya las estrellas temblaban en el cielo aterciopelado. Un airecillo suave agitaba levemente las hojas de los árboles adormecidos.

Gerardo acompañó a Mariana hasta su casa. Se sentían tan preocupados por su aventura que sólo pronunciaron algunos monosílabos, y se despidieron con algunas palabras precipitadas. Los dos sentían deseos de meditar en soledad.

Al día siguiente, y en los días sucesivos, los dos jóvenes llegaron a obtener extraordinarias conclusiones de sus prolongadas entrevistas.

Aquel compañero extraordinario venía de un planeta cuya atmósfera se componía de gas carbónico. Sus habitantes estaban dotados de un cerebro superior con facultades excepcionales, y habían intentado emigrar a un astro más clemente, la Tierra.

El ser que tenían ante ellos había podido sobrevivir gracias a sus facultades de reconstrucción, ya que sus semejantes quedaron diezmados durante el viaje. Su inteligencia sobrehumana le permitía analizar e inmediatamente después sintetizar el conocimiento: en unos pocos días podía asimilar lo que a un terrestre le hubiera costado años enteros. Por consiguiente, el idioma del planeta Tierra no tuvo secretos para él, una vez que Gerardo y Mariana, que pronto le tomaron confianza, le hubieron dado algunas lecciones.

Gracias a su esfuerzo, el gasterópodo consiguió adquirir, en algunos días solamente, un resumen preciso de los conocimientos terrestres. Sus capacidades extraordinarias de razonamiento le permitieron entonces discurrir con una gran madurez de juicio.

El diálogo volvió a reanudarse, más sutil aún. En primer lugar, ¿de qué planeta venía?

Examinando una tras otra todas las hipótesis, los tres nuevos amigos no tardaron en llegar a un acuerdo: ¡no podía ser otro que Venus!

—Efectivamente —dijo Gerardo—, éste es el único planeta que gira entre el Sol y la Tierra a 108 millones de kilómetros, pudiendo sin embargo las dos órbitas, Tierra-Venus, aproximarse a veces hasta una distancia de sólo 41 millones de kilómetros. Con un volumen casi idéntico al de nuestro globo, se le ha reconocido a Venus una temperatura aproximada de 50° al nivel del suelo, aunque se ignore la temperatura de su otra cara. La atmósfera se compone probablemente de gas carbónico, vapor de agua y ozono. La superficie de rocas graníticas queda oculta por las espesas nubes.

—Por otra parte —observó Mariana—, la ciencia clasifica actualmente a este planeta entre los astros corrientes...

Para Vik, el venusiano, aquélla fue la ocasión de sorprendentes revelaciones:

—Hace falta saber que las condiciones de vida en Venus son compatibles con las formas de vida primitivas, al igual que sobre vuestra Tierra: los organismos primarios han pululado durante millones de años en sus orígenes. Los ciclos de aparición de criaturas imperfectas se han ido sucediendo, y cada cual ha ido intentando implantar definitivamente un tipo perfeccionado. Claro que las condiciones geofísicas venusianas, al no poder modificarse sino muy lentamente, han obligado a las estructuras animales y vegetales a adaptarse con gran dificultad al medio ambiente. Las primeras debieron tan sólo a su enorme extensión cerebral el poder seguir superviviendo. He aquí el por qué se desarrolló una civilización bioquímica y biológica.

—Por consiguiente —preguntó Gerardo—, ¿ustedes no han construido nunca ni casas, ni fábricas, ni máquinas?

—No; todo ha sido dirigido hacia un perfeccionamiento corporal y cerebral. El venusino, ser sumamente inteligente, posee no solamente un cerebro, sino también un conjunto de células cerebrales que forman una unidad anatómica y fisiológica, una especie de neurona que constituye un vasto tejido nervioso presente en la totalidad del cuerpo. Por lo tanto, siendo las dendritas bastante cortas, no hay muchos nervios, sino más bien una contigüidad, como la sinapsis en ustedes, es decir, una superficie de conducción del influjo cerebral.

—Ya comprendo —dijo Gerardo—. En el terrestre, los centros son siempre los que ordenan. La sensación va al cerebro, que es el que dirige.

El telúrico asintió.

—En nuestro organismo, además de la inteligencia global del individuo, y a causa de esta curiosa conformación, existe una inteligencia autónoma en cada parte del cuerpo. No hay ninguna retransmisión periférica hacia los centros, sino una reacción inteligente inmediata hacia la parte del cuerpo interesada. De ahí la rapidez de acción y de pensamiento, la conciencia y dominio de todos los reflejos. La materia cerebral mantiene bajo su dependencia numerosas, cadenas glandulares, mucho más numerosas que las de ustedes, y estas glándulas, tomando parte de manera análoga, regulan gracias al efecto de sus secreciones y con una eficacia extraordinaria todas las grandes funciones fisiológicas.

—Por favor —pidió Mariana, muy interesada—, explíquese con mayor claridad.

—Ustedes saben —dijo el venusino— que las células son verdaderas fábricas químicas. Sus movimientos, desarrollo, división, están condicionados por una mayor o menor proporción de ácidos, de vitaminas y de enzimas. El sistema cerebral, ordenando el funcionamiento de las glándulas, les hace voluntariamente aumentar o disminuir sus secreciones, procediendo con una extraña eficacia. Por ejemplo, si el pie de un venusino está herido, la inteligencia local disminuye el calibre de los vasos sanguíneos, trae refuerzos celulares, forma un coágulo por hemóstasis y seguidamente cubre la herida con un tejido de cicatrización instantáneo.

—Eso es un fenómeno corriente en fisiología humana —interrumpió Delessart.

—Es posible —contestó Vik—. Pero si el miembro está demasiado lesionado, el organismo se separa de él, disecando la zona incriminada. El miembro volverá a brotar a continuación gracias a una división acelerada de las células.

—¿Y será idéntico?

—¿Y por qué no? El principio del cual depende este fenómeno es que cada centímetro del cuerpo venusino posee en propiedad el poder y la inteligencia de un individuo completo. Así, pues, puede soportar el quedarse reducido a la más simple de sus divisiones celulares y fisiológicas. Si el caso se presenta, él mismo reduce o multiplica el número de parcelas que lo componen... y llega así al polimorfismo integral.

—Es decir, que cada uno de ustedes puede adquirir la forma que más le agrade —señaló la joven.

—La que necesita para adaptarse al medio ambiente, sí. En nuestro planeta existen zonas calientes y zonas frías, pantanos, y una atmósfera en la que predomina el CO2. Cada individuo debe transformarse para poder vivir.

—Entonces, esa forma de caracol que usted presenta...

—Ya hablaremos después de esto. En todo caso, en Venus se encuentran toda clase de formas... incluso vertebrados.

Gerardo y Mariana, maravillados, guardaron silencio. ¡Qué mundo tan extraño aquel en que los seres pueden poseer según su voluntad dos cabezas u ocho patas, llegar a ser tan altos como casas o reducirse al estado de una célula apenas visibles!

—¿Pero es que existen en Venus formas humanas? —preguntó Gerardo.

—No, aunque nosotros conocemos algunos androides apenas esbozados. En realidad, nuestra forma habitual puede tener un parecido con ciertos insectos terrestres...

Así, día tras días, los terrestres se iban también instruyendo. Lo conocían casi todo con respecto al extraordinario visitante que no poseía órganos. Sabían, por ejemplo, que el hiperfuncionamiento de sus centros cerebrales procedía de la elevada proporción de gas carbónico en la atmósfera de su planeta, que era lo que los excitaba. Los telúricos eran unos seres asexuados, y cada veinte años, en un individuo que llegaba a poseer un número máximo de células, se producía una separación en dos partes, en las que el venusino hijo presentaba las mismas particularidades que su progenitor.

—¿Y la digestión? —dijo un día el dibujante—. ¿Cómo la hacen ustedes, puesto que no poseen tubo digestivo?

—Nuestros pantanos están formados por algas en descomposición, que nosotros conservamos cuidadosamente. Esta especie de plancton posee cualidades altamente nutritivas. Nosotros nos sumergimos periódicamente en él. Entonces, nuestras glándulas segregan una diastasa que, en un pequeño radio, transforma este baño en un producto directamente asimilable por la piel.

—¿Y ustedes respiran?

—Por un procedimiento de osmosis, a través de las membranas.

—¿Entonces, ustedes asimilan el CO2?

—¿No lo hacen acaso también ciertas células terrestres? En realidad, nuestra atmósfera, cuyo espesor es de 40 kilómetros, está formada por nubes de vapor de agua que producen la humedad necesaria para la vida. Porque desde hace varios millones de años hemos ido aclimatando ciertos vegetales que producen oxígeno por combinación, y esto modifica la baja atmósfera.

Estas explicaciones contentaron durante algún tiempo a los jóvenes terrestres, que habrían deseado saber cómo los galácticos habían conseguido llegar hasta ellos.

Fue entonces cuando Gerardo recibió un ultimátum de la S.E.I.F., ordenándole volver a su puesto con toda urgencia. ¡No tenía más remedio que obedecer!

Terrestres y venusino se pusieron entonces de acuerdo. Así, pues, quedó decidido que Gerardo dejaría a Vik la libre disposición de su casa.

—Ya tomaremos una decisión más adelante.

—Por mi parte —dijo Mariana—, yo me ofrezco para asegurar la subsistencia y cuidar de nuestro amigo. Vamos a hacer una lista de artículos de consumo que puedan convenir a la alimentación muy especial de nuestro invitado.

Vik dejó que Gerardo se marchara, muy a pesar suyo; el venusino se revelaba como un excelente compañero, muy amable y sensible. Aunque no dejó entrever nada, sentía una franca preferencia por el joven, no obstante las cualidades indiscutibles de Mariana. Una misteriosa afinidad parecía enlazarle al terrestre...

Mariana rodeó a su huésped de toda clase de delicadas atenciones, intentando hacerle olvidar aquella fatal separación. Incluso, en su amabilidad, llegó hasta venir a pasar una noche en una cama de campaña cerca del gigantesco gasterópodo.

Las veladas eran muy agradables. La joven se instalaba en un sillón, Vik se deslizaba lentamente junto a ella, y el tiempo transcurría en instructivas conversaciones.

—No me ha precisado aún —dijo Mariana una tarde— la manera gracias a la cual ustedes han conseguido realizar este viaje de más de 50 millones de kilómetros, que nosotros no podemos emprender aún ni siquiera con nuestras más modernas astronaves.

—Es una larga historia —dijo su interlocutor—. Nuestra civilización era tan reducida a causa de las condiciones geofísicas que sobrevivíamos a duras penas. Con los escasos medios manuales de que disponíamos no podíamos ni siquiera pensar en imitar la técnica terrestre. Por supuesto, habíamos protegido nuestro cuerpo y asegurado nuestra alimentación, e incluso modificado nuestra atmósfera, pero todo ello gracias únicamente a los procesos bioquímicos originarios de nuestro organismo. No obstante, se había ido formando entre nosotros una sociedad: una instrucción telepática, encargada de recopilar las tradiciones y los conocimientos milenarios, formó algunos sabios en el transcurso de los siglos. Gracias a ellos, el cielo nos libró sus secretos.

Nuestro ideal había sido, desde siempre, el poder encontrar otro planeta en el que las condiciones de vida fueran dignas de nuestra inteligencia, permitiéndonos adquirir una verdadera civilización y no esta triste existencia de microorganismo. Solamente la Tierra pareció responder a dichos imperativos. Hacía ya muchísimo tiempo que habíamos previsto en todos sus pormenores este peligroso éxodo. ¡El final justificaba todos los riesgos! Ahora podríamos librarnos de la gravedad venusiana. Cuando se suelta un objeto, este va a caer hacia el centro del planeta. Pues bien, nosotros descubrimos un medio que nos permitía que un ser cayera hacia el cielo.

—¿Echar a volar?

—Exactamente. El medio de hacer que un cuerpo caiga hacia el infinito... deje el planeta y atraviese las capas atmosféricas a la salida de las cuales, una vez adquirida su velocidad de escape, bogará hacia la órbita terrestre.

—Un cuerpo móvil —reconoció Mariana—, no necesita en efecto ningún motor para avanzar por el espacio...

—Así es. Habiendo calculado el momento en que las órbitas Venus-Tierra se encontraban en mayor profundidad, nuestros viajeros penetraron sin demasiadas dificultades en vuestra zona de atracción.

—Pero... ¿cómo pudieron librarse de las leyes de la gravitación?

—Desde luego hay que esperar las interposiciones astrales que modifican la gravitación en el Universo. Después, el frío. Nuestros sabios han descubierto un complicado procedimiento para conseguir una temperatura próxima al cero absoluto. Un cuerpo enfriado a —270° se libera de las leyes de gravedad, y cae al revés de dichas leyes.

—Sin embargo —dijo Mariana—, ¿es posible congelar a un ser viviente hasta esta temperatura?

—Usted olvida que nosotros somos seres exclusivamente celulares. No poseemos ningún órgano, lo que representa una enorme ventaja, tanto para la congelación como para las velocidades supersónicas. No es el frío en sí lo que es peligroso, sino el tránsito de la vida a la muerte aparente. Ni que decir tiene que nosotros somos capaces de producir una glicerina que protege nuestras células de la mayor parte de las averías posibles ocasionadas por esta variación térmica. Habiendo alcanzado el máximo de nuestras divisiones vitales, en hibernación completa, millones de venusianos cayeron en la atmósfera terrestre después de varios meses de viaje.

"El frenaje del aire terrestre calentó considerablemente nuestras células y, a pesar de estar revestidas de glicerina, nuestro volumen fue disminuyendo poco a poco al recalentarse progresivamente nuestras superficies externas. Los más voluminosos fuimos los únicos que escapamos de la muerte. Vuestro gesto, por otro lado, es el que me ha salvado la vida. Imagino que soy seguramente el único superviviente de los pioneros de Venus.

Vik quedó sumido en una melancólica meditación, que su compañera respetó. Finalmente, el venusino prosiguió:

—Con dificultad, yo pude recuperar algunas fuerzas. Para conformarme a las leyes naturales de la Tierra, según las cuales no existe Inteligencia sin cuerpo, utilicé mis últimas fuerzas para crearme unos órganos. Ignoraba la forma que podían tener los habitantes inteligentes de este planeta, y estaba demasiado débil para poder buscar un vestigio de civilización. Entonces, copié al único ser viviente que se encontraba cerca de mí: ¡un caracol!

—¿Y ahora?

—Ya no poseo las facultades suficientes para evolucionar de nuevo, y me temo que deberé quedar fijado en esta forma elegida al azar.

—¡Pero esto es horrible! ¿Y qué va a hacer?

—No lo sé. Esconderme, y esperar al posible retorno de mis facultades de transformación. Desgraciadamente me temo que nuestro fracaso no tenga remedio, y que mi situación sea desesperada.

—¡No! —exclamó Mariana impetuosamente—. Nosotros daremos a conocer su existencia al mundo. Estoy convencida de que podremos encontrar un medio para ponernos en contacto con Venus y ayudarle de alguna forma.

Vik agitó suavemente sus apéndices oculares.

—No conservo muchas ilusiones... —suspiró.

Gerardo volvió pronto. Había aprovechado el primer week-end para reunirse con Mariana. Por otra parte, el destino de su amigo venusino le preocupaba bastante. Se preguntaba si sería necesario ocultarlo aún a la vista pública. ¿Qué solución podría resolver de manera satisfactoria el problema del falso caracol extraviado sobre nuestro planeta? Cuando la extraordinaria noticia fuera revelada a las autoridades científicas del país...

—Porque, en resumen —confió Gerardo a Mariana—, el secreto que guardamos es un hecho fundamental para la suerte y el futuro de nuestra humanidad. Venus está habitado, y no solamente esto, sino que además sus habitantes son seres extraordinariamente inteligentes.

—El segundo caso —dijo Mariana—, tan sorprendente como el primero, es que estos seres polimorfos han descubierto el medio para viajar por el espacio ¡sin cohetes ni astronaves!

—Y han conseguido llegar hasta la Tierra —añadió Gerardo—. ¡Qué revolución en los servicios mundiales de Seguridad Astronáutica, obsesionados ya por los riesgos de invasiones interplanetarias, si llegan a tener conocimiento de la presencia de Vik sobre la Tierra!

El problema era el hecho de entregar al venusino a los científicos para que lo sometieran a estudio, y a la curiosidad de las multitudes. Esta solución desagradaba profundamente a los dos jóvenes. Por otra parte, su noble carácter no había previsto todo el beneficio que otros más advertidos que ellos le hubieran sacado a una ocasión semejante. No; a Mariana y Gerardo les importaba poco el dinero. Su mutuo amor se revelaba y afirmaba de día en día.

No les hacía ninguna falta las palabras para expresar sus sentimientos, y a pesar de la situación extraordinaria en que se encontraban, llegaban algunas veces hasta a olvidarse de la Tierra, y Venus sólo representaba para ellos la diosa del Amor.

Precisamente Vik había salido al jardín aquella noche. Ellos dos, solos, se quedaron en la cabaña.

Era un atardecer tórrido, y desde hacía varias horas amenazaba tormenta, indecisa aún a caer sobre las plantas marchitas por un calor de invernadero. Ni un soplo agitaba las hojas de los árboles, los animales se removían inquietos en los establos húmedos y pegajosos, y hasta los insectos parecían exasperados.

Impresionado por los relámpagos de calor que surcaban silenciosamente la noche oscura y sin saber qué hacer, Vik se dirigió, desde el exterior, hacia la ventana completamente abierta de la cabaña, que los relámpagos iluminaban violentamente. Sus dos amigos, sentados sobre la cama de campaña, tenían las manos cogidas. No pronunciaban una palabra, pero sus ojos eran lo suficientemente elocuentes, y el diálogo que se cruzaba a través de ellos resaltaba en la habitación.

Vik se detuvo ante ese cuadro, y se sintió fuertemente impresionado por la muda escena. Admiraba por cierto a Gerardo; sin embargo, ahora quedó sorprendido por la belleza que emanaba de la muchacha, a quien la felicidad y la certeza de ser amada prestaban un esplendor insospechado.

El venusino se sintió deslumbrado; aquella escena le llenaba de admiración, pero también se formaba en su interior un sentimiento de repugnancia hacia él mismo, hasta aquella forma horrible que él mismo se había dado... al tiempo que la imagen de Mariana quedaba grabada de manera indeleble en su cerebro, como la representación ideal de la belleza frente a su propia fealdad.

Inconscientes de la presencia de su amigo, los dos jóvenes seguían su mudo diálogo. Gerardo cogió a Mariana entre sus brazos; fue su primer beso...

Para Vik, aquello fue una revelación desgarradora. Por primera vez tenía conciencia del sentido de la vida terrestre y del amor desconocido en su planeta, justamente cuando la belleza llegaba a serle perceptible. Este amor que conduce la vida terrestre y que permite superarse a sí mismo...

Vik se retiró, aturdido. La tormenta se desencadenó bruscamente con una violencia insospechada.

El gasterópodo gigante no hizo caso de ella el agua le chorreaba sobre el cuerpo, las ráfagas de lluvia azotaban violentamente la hojarasca y crepitaban contra el suelo demasiado seco; un vapor abundante se elevaba de la tierra, yendo a confundirse con el velo de la lluvia torrencial.

Vik no se preocupaba de ello, ni tampoco del trueno ensordecedor, ni de los relámpagos que incendiaban el firmamento.

Bajo el choque de sentimientos desconocidos que le asaltaban por primera vez, el venusino discernía la verdad: se daba cuenta de la dualidad de sexos y de su atracción recíproca. Sí; en esto la raza humana era diferente de la suya.

La infortunada criatura, sin embargo, pese a su origen, a pesar incluso de su forma, que no era más que la máscara de un cuerpo prestado, soportaba también la ley de la Tierra: se reconocía como esencialmente femenina.

Tenía ya la prueba formal: su deseo de belleza, sus celos.

En ello Vik acababa de acceder sin duda alguna a la naturaleza humana: reconociéndose un sexo, sabiéndose al mismo tiempo fea... y sin embargo, amando.

Vik, la venusiana, estaba enamorada de Gerardo.

La lluvia era como un torrente de lágrimas, esas lágrimas que son el atributo de la Tierra. ¡Amargo favor que ella no podía conseguir!

—¿Para qué sirve una inteligencia superior si queda al capricho de los sentimientos? ¿Es que no soy yo absolutamente indigna de la amistad de quienes me han recogido?

La tormenta redoblaba su violencia, pero en la cabaña el tiempo parecía haberse detenido para los dos jóvenes.

De repente, un grito horrible les hizo ponerse en pie, sobrecogidos. Gerardo se dio cuenta de la ausencia de su huésped.

—¿Dónde está Vik?...

Ambos se precipitaron al exterior. La lluvia alcanzaba su punto culminante. Sin preocuparse del diluvio, los dos jóvenes buscaron al venusiano; pero nadie respondió a sus llamadas angustiadas.

Finalmente, Mariana tropezó con un cuerpo extendido en el suelo. Levantándose los cabellos empapados que le oscurecían la vista, reconoció a Vik.

Al oír su grito Gerardo se precipitó hacia allá, arrodillándose a su lado.

—¡Ha sido fulminado! —dijo con voz ahogada—. ¡No lo mires, Mariana!

Pero la joven no podía separar su mirada de aquel montón informe y medio calcinado que había sido un ser bueno e inteligente.

Apoyados el uno contra el otro, se levantaron, temblando de frío y de terror.

—Es extraordinario —murmuró Gerardo con voz queda—. No tenía ninguna existencia legal: su aparición, su vida, su muerte... quedarán desconocidas de los hombres para siempre...

—¡Gerardo! —la voz de Mariana sonó asustada y estridente—. ¡Mira!

El hombre miró hacia donde ella señalaba. Del informe montón de células calcinadas que reposaban en el suelo, nacía un pálido resplandor. En el conjunto de circunvoluciones cerebrales aún intactas se iba formando poco a poco una imagen radiante, ante los ojos alucinados de los dos humanos.

Lentamente, iluminada como un ópalo, la imagen se fue precisando: un rostro agradable de mujer, de rasgos puros, cabellos vaporosos, ojos misteriosamente profundos, y como una expresión dulce y divinizada...

—¡Se parece a ti! —exclamó Gerardo, balbuciente.

Mariana no pudo responder. Su intuición femenina le hizo tal vez entrever por un momento el secreto de Vik, su ansia de belleza y de amor...

Fue sólo un breve instante. Como un recuerdo descolorido por el tiempo, la imagen empezaba a disiparse. La última sublimación de un ideal cedía ante la muerte, y se iba borrando lentamente.

Conociendo las posibilidades extraordinarias de las células venusianas, Gerardo dudó aún:

—¿Ha muerto realmente? ¿No renacerá quizás en una ínfima parcela de sí mismo y, liberado de las trabas de las pasiones humanas, no intentará de nuevo alguna otra maravillosa exploración?

La tormenta iba cesando. Las últimas gotas de lluvia temblaban en la punta de las hojas, y resbalaban suavemente hasta el suelo como una ofrenda de los dioses.

Mariana y Gerardo regresaron lentamente. El único Gran Viaje es, en realidad, el amor...