III

La emisora portátil que llevaba Zen era pequeña pero muy potente. No parecía en absoluto una emisora de radio; no tenía antena ni ninguna fuente visible de energía. Sólo el diminuto auricular y el no menos diminuto micrófono revelaban su verdadera naturaleza.

Deslizó el auricular en su oído, adaptó el micrófono a su garganta y luego levantó la pieza de tubo de plástico rojo por un extremo y verde por el otro. Unos alambres iban desde cada extremo del tubo a la cajita que contenía la emisora.

"El rojo corresponde a la mano derecha —murmuró—. El verde a la izquierda. ¿O es al revés?"

Decidiendo que el rojo correspondía a la derecha, cerró los dedos alrededor de los extremos del tubo de plástico y contempló la diminuta aguja del disco situado en la parte superior de la cajita que contenía la emisora.

La aguja osciló.

—Llamando a nueve coma nueve —dijo—. Seis uno llamando a nueve coma nueve.

Repitió la llamada tres veces y luego se sentó sobre sus talones para aguardar la respuesta.

—Seis uno al habla —dijo el auricular—. ¿De qué color es rojo?

—Esta semana es verde —respondió Zen rápidamente.

—¿De qué color era la semana pasada?

—¿La semana pasada? Hum... ¡Oh, sí! De ningún color.

—¿Y eso significa...?

—Blanco. Habla Kurt Zen, coronel, servicio de información. Póngame inmediatamente con el general Stocker.

Satisfecho con la identidad del que llamaba, el operador dijo:

—Un momento, coronel. Veré si el general puede hablar con usted.

—Dígale que es importante —apremió Zen.

—Siempre dicen eso —suspiró el operador—. Le pondré con él en cuanto pueda.

—¡Kurt, muchacho! ¿Dónde estás? —retumbó la voz del general Stocker en un lejano micrófono.

La voz del general siempre retumbaba. Era un hombre eternamente optimista: siempre estaba convencido de que lo que ahora parecía negro acabaría por resultar de color de rosa. Pero cuando la retumbante voz llegó al auricular de Zen, se había transformado en una especie de cloqueo. Kurt creyó captar una nota de intranquilidad en aquella voz, y se preguntó si el general había acabado por darse cuenta de que el final no era tan sonrosado como había supuesto.

—En el infierno, general —respondió Zen. Rápidamente dijo dónde estaba y lo que había sucedido—. El cohete de Cuso ha destruido el último paso por el cual podíamos enviar una fuerza eficaz contra él. Toda esta zona está cargada de radiación.

—¿Cómo vamos a arreglárnoslas ahora para sacar a ese bastardo de su agujero?

—Eso debe decidirlo el Estado Mayor. Yo tengo noticias más importantes.

—¿De veras? Habla, Kurt, y aprisa. No querrás decir que...

—Sí. Quiero decir que en lo que respecta a la enfermera la respuesta puede ser afirmativa. Aún no lo sé.

Zen explicó lo que había sucedido.

—De modo que si regresa viva sabrás que es inmune a las radiaciones y, por lo tanto, pertenece a la nueva gente, ¿verdad? Pero si regresa muerta, o tan cargada de radiaciones como para morir al cabo de unos días, sabrás que era como el resto de nosotros, ¿no es eso?

Incluso a través del auricular de Zen, la voz del general había empezado a retumbar.

—Así es como yo veo la cosa —respondió Zen.

—Que me aspen si... ¿Estás herido, Kurt? —La voz del general se había hecho súbitamente solícita—. ¿Estás bien?

—Estoy perfectamente —respondió Zen—. Cuando se produjo la explosión me encontraba en un túnel. ¿No cree usted que tengo el sentido común suficiente como para protegerme a mí mismo? —La repentina solicitud del general le había irritado—. Lo siento, señor —se disculpó un instante después.

—No tienes por qué darme explicaciones, muchacho. Sé lo que pasa con los nervios cuando se entra en combate. Pero esa enfermera...

—Así es como yo veo las cosas, señor —dijo Zen obstinadamente—. Y solicito permiso para seguirla.

—¿Si regresa viva, quieres decir?

—Le agradecería que dejara usted de recordarme esa posibilidad.

—¡Oh! De modo que estás interesado sentimentalmente por ella.

—Bueno, y si lo estuviera, ¿qué? Es una muchacha encantadora.

—Todas lo son, muchacho. Todas lo son... hasta que se llega a conocerlas. En cuanto al permiso para seguirla, tienes no solamente el permiso, sino la orden de hacerlo. Hemos de poner en claro lo de la nueva gente. Uno de sus miembros se presentó esta mañana en el despacho particular del Presidente y le dijo que anulara un proyectado desembarco en Asáa.

—¿De veras? —dijo Zen—. ¡En el despacho del Presidente!

—Eso es lo que he dicho.

—¿Sucedió realmente? Quiero decir si había alguien presente.

—Nadie, a excepción de la secretaria del Presidente. Ahora se encuentra bajo los efectos del sedante que tuvieron que administrarle, debido a la fuerte impresión que recibió. Creyó que un ángel se había presentado en el despacho. El viejo no está mucho mejor que ella. —La voz de Stocker reveló síntomas de preocupación—. He recibido órdenes de Wilkerson en persona y te las traslado a ti. ¡Hay que encontrar a esa nueva gente! Sigue a esa enfermera hasta el infierno, si es preciso.

—De acuerdo, señor.

—Infórmame cuando tengas algo que decirme... es decir, algo aparte de que has logrado conquistarla. Corto.

Zen hizo una mueca mientras desprendía el diminuto auricular de su oído. Luego deslizó la emisora en uno de sus bolsillos. El nivel de radiación estaba descendiendo, pero todavía era demasiado elevado. Miró pensativamente hacia el camino que discurría por la ladera. Bajaban por él algunos heridos, pero Nedra no estaba a la vista.

Los heridos no eran ya una unidad combatiente, sino que se habían convertido en individuos, cada uno de ellos atento únicamente a su propia supervivencia. El patriotismo se había borrado de sus mentes: no moverían un solo dedo para salvar a su patria, ya que sólo estaban interesados en salvar sus propias vidas.

En lo alto del camino, Zen pudo ver a una alta figura. ¡La enfermera! Descolgó los prismáticos de campaña que pendían de su hombro. A través de ellos, la esbelta figura de Nedra aparecía muy clara. La vio moverse hacia un lado del camino y arrodillarse al lado de un hombre herido que carecía de valor para descender la colina. Nedra le obligó a ponerse en pie y echó a andar con él a lo largo del camino. El herido se tambaleó y cayó. La enfermera volvió a arrodillarse a su lado, pero esta vez no hizo ningún esfuerzo para levantarle. Fue ella la que se puso en pie.

Zen supuso que el hombre había muerto mientras caía.

Al pie de la colina, rugieron unos motores. Volviéndose, Zen comprobó que acababa de llegar la primera unidad sanitaria. Los médicos trabajaban rápidamente; encaminaban ya a los heridos a la parte trasera de un camión, donde había sido instalado un puesto de reconocimiento. Pero, por aprisa que trabajaran, habían llegado demasiado tarde para ayudar a la inmensa mayoría de les heridos. La inutilidad del esfuerzo deprimió a Zen, de modo que volvió a concentrar su atención en la enfermera.

Nedra se encontraba de nuevo en medio del camino. La avalancha, directamente delante de ella, había detenido su avance. La acompañaba un hombre.

A través de los prismáticos, el hombre parecía tan alto y escarpado como el pico de una montaña. No era soldado, ya que no llevaba casco ni gorro de ninguna clase. Sus cabellos, blancos como la nieve en la cima de un monte, ondeaban al viento. Su rostro semejaba una estatua tallada en granito. Zen supuso que era un habitante de aquella región, un hombre que había creído encontrarse a salvo en aquellas remotas montañas, y que había sido expulsado de su refugio por el cohete radiactivo de Cuso. La enfermera estaba hablando con él.

Involuntariamente, como si tuvieran una voluntad propia, las piernas de Zen echaron a andar ladera arriba. Había dado una docena de pasos cuando recordó el contador que llevaba en la muñeca.

"¡Al diablo con el contador! —pensó—. Voy a obligar a Nedra a bajar. No puedo permitir que arriesgue su vida, mientras yo permanezco escondido como un cobarde. Me importa un comino que pertenezca o no a la nueva gente. ¡Es un ser humano!"

Trepó rápidamente por la ladera. Luego vio que Nedra corría hacia él haciéndole señas para que retrocediera.

—¡Coronel! No puede usted subir aquí.

—¡Estoy subiendo! —replicó Zen.

—¡No!

Al ver que no se detenía, Nedra corrió más rápidamente hacia él. El hombre alto se mantenía a su lado. Al llegar junto a Zen, Nedra le cogió de la manga, le hizo dar media vuelta y le empujó de un modo apremiante.

—No puede usted estar aquí —insistió, con voz jadeante.

—¿Acaso trata de darme órdenes? —gruñó Zen. Pero en su fuero interno se sentía complacido al ver que Nedra estaba preocupada por él.

—Si me lo permite, coronel, creo que la intención de Nedra es la de salvarle la vida —intervino el hombre alto.

Tenía una voz semejante a una campana tañendo a lo lejos, suave y musical, pero con notas de gran fuerza.

—¿Y qué me dice de la vida de ella? —inquirió Zen.

—Ahora mismo iba a bajar, coronel —se apresuró a decir la enfermera—. Ha llegado el primer grupo sanitario. Y me necesitarán allí.

—La que va a necesitar sus cuidados es usted —dijo Zen.

—¡Coronel, el contador! —replicó Nedra.

La aguja estaba por encima de cien, y continuaba subiendo.

—Vamos, coronel.

Cogiéndole del brazo, Nedra hizo ademán de reemprender la bajada por el pedregoso camino. Zen no se movió. Nedra tiró de él con más fuerza.

—Su vida está en peligro aquí, señor —dijo el hombre alto, cortésmente.

—Eso es de mi incumbencia —replicó Zen—. ¿Qué me dice usted de su propia vida?

—Coronel, quiero presentarle a un amigo mío— dijo la enfermera rápidamente—. Coronel Zen, Sam West. Hablaremos mientras bajamos hacia el grupo sanitario.

—Encantado de conocerle, señor —dijo West, extendiendo su mano.

—Mucho gusto, Mr. West. ¿Vive usted por estos alrededores?

—Por allí —dijo el hombre alto, señalando vagamente por encima de su hombro.

La enfermera volvió a tirar del brazo de Zen. Éste plantó sólidamente sus pies en el suelo.

—Hablaremos aquí mismo —dijo.

—Está usted abusando de Nedra —protestó el hombre alto—. Esta zona se encuentra sometida a una intensa radiación, y no creo que el momento ni el lugar sean los más adecuados para discutir.

—Entonces, ¿por qué están ustedes aquí?

—Estaba huyendo de la zona lo más rápidamente posible cuando encontré a Nedra —dijo West—. Y continuaría huyendo, más aprisa aún, si usted no me hubiese detenido.

—Yo no le he detenido —protestó Zen—. Ahí está el camino. Y lo mismo le digo a usted —añadió, dirigiéndose a Nedra.

—No sea tonto, Kurt —dijo la enfermera. Su actitud se había hecho suplicante.

—De acuerdo. Pero con una condición. ¿Por qué subió usted allí? Sabía perfectamente que la zona estaba contaminada.

—Yo... bueno, perdí la cabeza —respondió rápidamente la enfermera—. Unos hombres heridos necesitaban mis cuidados. Y fui a prestárselos. Bajará usted con nosotros, ¿verdad?

Los ojos color violeta le suplicaban a Zen que creyera en ella.

—¿Qué fue lo que le hizo perder la cabeza?

—La... la impresión, supongo. Es la primera vez que presencio un bombardeo. Y los gritos de los heridos. No olvide que soy una enfermera, señor.

En sus labios, Ja palabra "enfermera" adquiría un importante significado. Los ojos color violeta se estaban cansando de suplicar, y parecían a punto de enfurecerse.

—No creo una sola palabra de lo que ha dicho —insistió Zen—. Cuando estábamos en el túnel no perdió usted la cabeza.

—Por favor, Kurt —Nedra volvió a tirarle del brazo—. Allá abajo hablaré con usted todo lo que quiera. Pero no trate de obligarme a permanecer aquí.

De mala gana, Zen cedió a la presión de su mano. Una expresión de alivio se reflejó en los ojos color violeta, y el rostro del hombre alto pareció súbitamente liberado de una tensión interna. Vagamente, Zen pensó que había visto aquel rostro en alguna parte, pero la idea se desvaneció inmediatamente de su cerebro. Cuando llegaron al pie de la colina, condujo a la enfermera hacia un camión donde los médicos habían instalado un puesto de reconocimiento. De pronto, descubrió que Nedra tiraba de él en la misma dirección.

—Yo no necesito que me reconozcan —protestó—. Estoy perfectamente. La radiación no puede haberme afectado en tan poco tiempo.

—Desde luego que está perfectamente —asintió Nedra, en el tono que emplea una madre indulgente para tranquilizar a un chiquillo que se ha lastimado.

—Usted es la única que necesita ayuda —dijo Zen. Estaba convencido de que la enfermera había pasado demasiado tiempo expuesta a la radiación.

—Si la necesito, no me faltará —murmuró Nedra.

Zen oyó el crujido de unas botas detrás de ellos. West guardaba silencio. No parecía tener ninguna prisa.

Zen empezó a hablarle a Nedra. La idea de lo que quería decir no llegaba a concretarse en su mente, ni encontraba palabras para expresarlo, pero sabía que estaba relacionado con el deseo de que el mundo fuera distinto y de que la raza humana no estuviera tratando de destruirse a sí misma. ¿Por qué experimentaba aquel deseo? El motivo de sus pensamientos se hizo un poco más claro. Deseaba que el mundo fuera distinto a fin de poder amar a aquella enfermera en unas condiciones que permitieran que su amor diera unos frutos que no fueran la frustración, la desesperación y la muerte.

Se encontró a sí mismo deseando que en alguna parte existiera una casita cubierta de enredaderas, un lugar donde un hombre y una mujer pudieran vivir en paz y en razonable seguridad, criando unos hijos que jugaran en la ladera de una montaña que no estuviera contaminada por radiaciones atómicas.

—Aquí está el primer grupo sanitario —dijo la enfermera—. Y...

—¿Y qué? —inquirió Zen, al ver que Nedra no terminaba la frase.

Nedra le apretó cariñosamente el brazo.

—Y gracias por el sueño —susurró.

Mientras Kurt volvía unos ojos asombrados hacia ella, preguntándose cómo podía haber sabido lo que él había estado soñando, el rostro de Nedra pareció disolverse en una neblina gris.

Zen se desplomó, inconsciente, a los pies de la enfermera.