POETA, AFINA TU LAÚD...
El 12 de marzo, en la sección de Sucesos de los periódicos de la tarde, una breve gacetilla señalaba el suicidio, a la edad de veintiséis años, de un joven poeta de gran talento, el cual, unos días antes, había recibido un premio literario. El joven poeta se había ahorcado, sin dejar testamento.
El 14 de marzo, en la misma sección, un artículo a tres columnas mencionaba que seis personas que habían asistido a un cocktail literario, al regresar a su casa se habían arrojado por la ventana, a excepción de una que se había disparado un tiro en la sien. Ninguno de aquellos desesperados había dejado ninguna explicación relativa a su gesto. Un discreto asombro se filtraba bajo el laconismo de la información, y el periodista, comprobando que una bibliotecaria de Confolens, un estudiante de Bellas Artes de Aix-en-Provence y tres profesores de un Instituto de Clermont de l'Oise se habían suicidado también el mismo día, se interrogaba acerca de la relación a establecer entre aquellos diversos incidentes.
Al día siguiente, 15 de marzo, apareció una información en primera plana, a cinco columnas, anunciando a Francia que, la víspera, a las 23:45 horas, el jefe del Gobierno había ingerido un tubo entero de barbitúricos, imitando al Presidente de una gran potencia extranjera que se había suicidado aquella misma mañana.
Ninguno de los dos hombres de Estado había dejado consignas, ni en lo que respecta a los problemas de sucesión, ni para legar un testamento moral a su patria respectiva. La consecuencia inmediata fue un espantoso desorden, que los hechos posteriores iban a...
Pero, no anticipemos los acontecimientos.
El cronista que anunció la trágica muerte de aquellos dos hombres ilustres no pudo evitar, en su artículo, de relacionar aquellas desapariciones con las de la víspera y, sobre todo, con las que aquel mismo día sumían al mundo en la más profunda consternación. Así, se supo que tres miembros del Instituto y cuatro de la Academia Francesa se habían arrojado al Sena desde el puente del Alma, en plena noche y cogidos de la mano, y que unas patrullas dragaban aún el fondo del río a fin de encontrar los cadáveres. Se supo que dieciocho alumnos del Instituto de Clermont de l'Oise habían seguido a sus profesores en la muerte. Que el prefecto del Bajo Rin y su jefe de gabinete, el alcalde de Niza y su adjunto, el príncipe heredero de Suecia y el Gran Maestro de la Orden de Malta, se habían quitado la vida por medios distintos.
Y eso únicamente en Francia. Cuando se contabilizaron los suicidios producidos en los países extranjeros en los tres últimos días, hubo que admitir que la temible epidemia asolaba al mundo entero.
El 16 de marzo, la consternación se trocó en pánico. El número de suicidados alcanzaba cifras enormes —centenares de miles—, sin que el menor indicio pudiera indicar la causa de su desesperación. En Francia, el ministro del Interior decretó el estado de urgencia y decidió que, a partir de aquella fecha, 16 de marzo, las tentativas de suicidio serían castigadas con la pena de muerte. Sin embargo, contrariamente a los estragos producidos antaño por la peste, no todos eran alcanzados, pero los que resultaban infestados morían inevitablemente. Cuando el ministro del Interior se hundió un cuchillo de cocina en el corazón, todo el mundo empezó a acechar a su prójimo con aire suspicaz, tratando de descubrir los síntomas de la enfermedad.
El 18 de marzo, en medio de la locura general, un brillante profesor de la Academia de Medicina publicó un artículo, en el cual exponía que el suicidio era debido a un virus, y que en espera del descubrimiento del suero que combatiera la epidemia, convenía desinfectar cuidadosamente, como él mismo había hecho, todas las viviendas, antes de que la gente se encerrara en sus casas. Aquella misma noche, el profesor se roció de gasolina y se prendió fuego, provocando un incendio que costó la vida a cinco personas.
El mismo día, doce de los críticos más respetados de la capital se dieron muerte.
El prefecto de policía no dormía. Desde el comienzo de la epidemia, los efectivos de la policía, por una rara casualidad, no habían disminuido, aunque, sobrecargados de trabajo, se agotaban en una lucha estéril.
Uno de ellos, un joven oficial de gran porvenir, decidió efectuar personalmente una encuesta. Consultó la lista de los desesperados y comprobó de buenas a primeras que la epidemia parecía haber evitado casi por completo las campiñas. En efecto, no se señalaba ningún suicidio en las granjas apartadas del Macizo Central o de los Alpes, en las pequeñas aldeas de los pescadores bretones, de los mineros de Lorena o de los obreros textiles del Languedoc. En cambio, en el centro de las ciudades revestía unos caracteres furiosos, de un modo especial entre lo que se ha convenido en llamar la "intelligentzia".
El joven oficial de policía, de gran porvenir, se perdió en conjeturas sobre aquel nuevo mal del siglo, pero no tardó en verse obligado a admitir que no había parangón entre la ola de suicidios que había provocado la aparición, en Alemania, del Werther, o la que provocó, más tarde, en Hungría, la canción Domingo sombrío, y la que despoblaba la Tierra. Ya que, poco a poco, el mundo entero se saturaba, a pesar de ciertos islotes que parecían refractarios a la inundación. Se produjeron entonces unas migraciones considerables de las poblaciones ciudadanas hacia aquellas regiones privilegiadas, las cuales, a su vez, fueron contaminadas, lo cual dio lugar a un gran debate en la Asamblea Nacional. Cuando las puertas de la Cámara se cerraron, dieciocho diputados, entre las doce y las catorce horas, se precipitaron a ese mundo que, según dicen, es mejor que el nuestro.
A raíz de aquella catástrofe, el joven oficial de policía visitó personalmente a las familias afectadas, investigó minuciosamente en las viviendas, y regresó a la prefectura en un estado de gran excitación.
—Creo que tengo una idea —dijo nerviosamente, al presentarse al prefecto de policía—. He de comprobar aún algunos detalles...
—¿Un indicio? —inquirió el prefecto.
—Eso parece... Algo increíble.
—Le acompaño —dijo el prefecto—. Es un asunto demasiado importante para dejarle actuar por su cuenta.
Salieron del despacho y, a la mañana siguiente, encontraron sus cadáveres, colgados de la misma lámpara, balanceándose en el salón de la casa del prefecto.
La esposa de este último recibió a los investigadores deshecha en llanto. No sabía nada. La víspera, acompañado de un oficial de la policía, su marido se había presentado en un estado de gran agitación, blandiendo un libro. Le había gritado a su esposa:
—¡Ya tenemos la prueba! ¡Tiene que estar aquí dentro! ¡Otro golpe de los Grandes Galácticos!
A continuación, se había encerrado en el salón con su compañero. Aquella mañana, a primera hora, la esposa les había encontrado colgados de la lámpara.
Mientras la esposa se interrumpía, ahogada por los sollozos, un obeso comisario vio el libro que reposaba sobre un velador.
—¿Es ése el libro en cuestión? —preguntó.
—Sí —respondió la pobre mujer—, debía ser ése. Yo no lo he tocado.
Inmediatamente, fueron llamados dos técnicos que, con la ayuda de contadores Geiger, comprobaron la radiactividad del libro. Era completamente normal. Un funcionario observó entonces que no se había demostrado aún que la radiactividad pudiera incitar al suicidio, y que tal vez convendría buscar la causa de la epidemia en el texto mismo de la obra. El obeso comisario, que era un espíritu positivo, cogió el volumen —un simple volumen de poesías— y lo hojeó rápidamente. Terminó por encogerse de hombros.
—No veo nada —dijo—. No importa. Voy a examinarlo con más atención. Y mañana sabremos si el prefecto había dado con la buena pista. ¡Yo no voy a suicidarme! ¡Advertido como estoy, me andaré con pies de plomo!
Aquella misma noche, su anciana madre, desconsolada, telefoneó a la prefectura. Ante sus mismos ojos, sin explicar los motivos, sin que ella pudiera evitarlo, su hijo acababa de engullirse el contenido de una cajita de polvos matarratas. Sí, unos minutos antes, había estado hojeando un libro...
—¡No toque ese libro! ¡Sobre todo, no lo toque! —gritó el inspector de policía que había contestado a la llamada.
Tiempo perdido. Cuando llegaron a la casa, la anciana entregaba su alma a Dios.
Los periodistas que no habían sido alcanzados por la inundación formularon unas preguntas. ¿No podía acusarse a algún país de haber hecho distribuir y vender, por millares de ejemplares, el libro portador del virus del suicidio? Pero, no. El mundo se encontraba uniformemente devastado por la epidemia. E incluso, por primera vez en la historia de la humanidad, los países se unían, se entregaban a perquisiciones colectivas, a fin de recoger los ejemplares del libro maléfico, que a continuación eran quemados con gran pompa. Pero, a medida que eran quemados, aparecían nuevos ejemplares, impresos clandestinamente, y nuevas víctimas se unían a las primeras.
No podía ya ponerse en duda: los Grandes Galácticos, una vez más, intentaban acabar con la Tierra. Pero en esta ocasión parecían en trance de conseguir sus fines. Por más que se prohibiera la lectura del volumen, la curiosidad de la gente era más fuerte que el temor a las posibles sanciones, y los mismos que la víspera proclamaban los decretos, al día siguiente no estaban allí para hacerlos aplicar. Sin embargo, se consiguió averiguar que los que evitaban determinadas páginas podían escapar a la tentación de la muerte. Luego, a base de experimentos, la mayor parte de ellos mortales, se comprobó que el germen tan buscado se encontraba en uno solo de los versos del poema.
Pero ya era demasiado tarde. El mundo, reducido a la quinta parte de su población, sólo contaba ya con analfabetos, cretinos congénitos y unos pocos, muy pocos, timoratos que, para conservarse mejor, habían quemado sistemáticamente todo lo que atestiguaba que el hombre, un día, había sabido escribir.
A partir de aquel momento, la Tierra pareció adormilarse por un período muy largo... Varios siglos...
Mucho más tarde, tuve la suerte de encontrarme, por casualidad, con un Gran Galáctico. Con la mayor amabilidad, consintió en concretarme que se había tratado de un experimento, cuyo resultado, me confió, había parecido positivo, y no había suscitado ningún caso de conciencia entre los Galácticos, en tanto que el empleo de bombas o de rayos hubiese podido despertar escrúpulos.
En cuanto al fragmento de poesía, me hubiera gustado poder transcribirlo, pero mi editor acaba de prohibírmelo, muy severamente.