III
A veces, cuando las lunas estaban llenas, Pete no podía dormir.
Aquella noche se despertó y permaneció tendido unos instantes en medio de las sombras de su cuarto. La fría y extraña luz se filtraba a través de las ventanas y se extendía por el suelo, proyectando dobles sombras que eran tan agudas y negras como si alguien las hubiera cortado con un cuchillo. Por las ventanas abiertas penetraba una suave brisa, agitando los visillos como a pálidos fantasmas; Pete podía oír su quejumbrosa voz en los árboles del patio. Y había seres que hablaban y cantaban en la noche, pájaros e insectos desconocidos en la Tierra, un dulce trino, y una risa líquida, y el tintineo de unas campanillas de cristal. Pete permaneció tendido, muy quieto, escuchando.
Luego decidió levantarse y mirar al exterior mientras estuviera despierto. Se asomó a la ventana, y la luz de la luna era como un día frío y descolorido. Podía ver con gran claridad hasta el lindero del bosque.
De repente se quedó rígido. Una forma alta y delgada avanzaba sobre el césped, negra contra la claridad lunar. Sí, era Joe... Pero, ¿qué estaba haciendo?
El extranjero se detuvo antes de llegar a los primeros árboles y silbó, un suave trino musical. Tal vez silbaba aquella melodía para sí mismo, pensó Pete; tal vez le gustaba pasear solo bajo la luna y hablarle a la noche.
Súbitamente, Pete pensó que sería divertido seguir a Joe sin que se diera cuenta, y aparecer de repente y decir «¡Buu!». Quizás después se sentaran bajo el árbol de Joe, con la luz de la luna salpicando las sombras a su alrededor, y hablarían de los planetas del espacio exterior. Hablar con Joe resultaba muy interesante.
De modo que Pete descendió a la planta baja, abrió la puerta principal y salió de la casa sin hacer el menor ruido. Ahora se sentía completamente despierto, pero de un modo raro, como si los rayos de la luna brillaran dentro de su cabeza. Se echó a reír, anticipándose al susto que daría Joe cuando él gritara.
Los árboles y los arbustos le ofrecían abundante protección. Pete se deslizó suavemente a través del húmedo césped, medio cegado por la luz de la luna, hasta que estuvo agachado a la sombra de un gran tronco a poco más de tres metros de distancia de Joe.
El extranjero era todavía una alta y delgada silueta con demasiados brazos, y por un instante Pete experimentó un leve temor. La noche estaba llena de voces, de ojos y de sombras fugaces, y la casa era únicamente un vago borrón entre los árboles.
Joe silbó de nuevo, y ningún humano podría haber silbado como él lo hizo. Y unas alas descendieron del cielo.
Era un gran estrigiformoide nocturno. Pete lo reconoció: había oído su extraño huchear en los bosques, y había visto fugazmente sus enormes ojos amarillos reluciendo en la sombra. Aquel ejemplar descendió hasta posarse en una de las muñecas de Joe, el cual lo acarició con otra mano mientras le murmuraba cosas en un lenguaje gutural. Pete contemplaba la escena sin atreverse a hacer ningún movimiento. Apenas se atrevía a respirar temiendo que aquellos terribles ojos pudieran volverse y descubrirle.
Joe rebuscó en una bolsa con sus otras dos manos, sacó un rollo de papelita y lo ató alrededor de una de las patas del ave. Luego se rió, de un modo que no era humano, y lanzó su carga al aire.
Alas negras contra las estrellas. Luego, silencio.
Pete se movió, sin darse cuenta. Y Joe cayó sobre él con un gran salto.
Se irguió ante el muchacho con una cabeza que parecía rozar las lunas, y sus propios ojos ardieron con fuego amarillo. Pete se encogió todavía más.
—¡Pete! —Súbitamente Joe se echó hacia atrás, de modo que la luz de la luna cayó sobre su rostro. Sonrió forzadamente—. Pete, me habías asustado. ¿Qué estás haciendo aquí?
—He... he salido... a dar un paseo —murmuró Pete, sin levantar la mirada.
—¿A estas horas de la noche? ¡Vaya, vaya! —Joe sacudió la cabeza—. A tus tíos no les gustaría eso, Pete.
—Vi que estabas aquí, y vine para hablar contigo...
—Puedes hacerlo siempre que quieras, Pete, excepto a estas horas. Tendrías que estar en la cama. Ahora, vuelve a la casa. No se lo diré a nadie.
—¿Qué estabas haciendo con aquel pájaro?
—¡Oh! Lo tengo domesticado. Acude cuando lo llamo.
—Creí que no podían ser domesticados. Tío Gunnar conoce a un hombre que intentó domesticar uno, para cazar... y no lo consiguió.
—Yo he tenido más suerte, Pete. Ahora, vamos. Joe posó una mano sobre el hombro de Pete y ambos echaron a andar hacia la casa.
Pete ya no tenía miedo, y volvió a la carga:
—¿Para quién era el mensaje que le ataste a la pata?
—No era un mensaje, sino un simple rollo de papelita. Estaba experimentando para ver si el orvish... el estrigiformoide puede ser amaestrado para llevar cartas. Son unos pájaros muy inteligentes, y creo que puede enseñárseles a ir de un lugar a otro.
—Pero, ¿quién necesita eso? Todo el mundo tiene un «visor.»
—Los televisores pueden estropearse.
—No, no se estropean nunca; y si se estropearan, vendría alguien en seguida a enterarse del motivo de nuestro silencio.
—Bueno, eso demuestra lo poco enterado que estoy de esos asuntos —rió Joe—. Pero es posible que me lleve algunos estrigiformoides a Astan IV cuando regrese allí, para utilizarlos como correos. Ya te he dicho que en Astan IV no queremos máquinas.
Habían llegado cerca de la casa y Joe se detuvo.
—Date prisa, Pete. Sécate los pies: los tienes empapados de rocío. Y si tú no le dices a nadie que has salido por la noche, yo tampoco lo haré —dio media vuelta—. Buenas noches Pete.
Cuando Pete despertó al día siguiente, pensó que tal vez había sido un sueño. Pero luego se convenció de que no había soñado: tenía aún manchas de hierba en los pies.
Joe se mostró tranquilo y agradable como siempre a la hora del desayuno. Terminadas sus tareas, volvió a sus libros. Le había pedido prestados muchos volúmenes a tío Gunnar —todos ellos sobre temas biológicos—, y aprovechaba todos sus momentos libres para estudiarlos. Estaba especialmente interesado en la bioquímica y la biofísica, las cuales le hablaban de cosas que nunca había sabido, a pesar de que su pueblo era tan bueno en las ciencias de la vida.
—¿Qué te pasa, Pete? —preguntó tía Edith. Siempre llamaba al muchacho sin recurrir al diminutivo—. Te encuentro un poco triste.
—Estoy pensando —dijo Pete.
Tenía muchas cosas en que pensar. No había llegado aún muy lejos en la asignatura de psicología, pero había aprendido las bases de la evaluación multiordinal, lo cual significaba que uno tenía que mirar las cosas dos veces y pensar en ellas por sí mismo, en vez de limitarse a aceptar la palabra de otra persona. De modo que Pete se estaba interrogando acerca de Joe.
Encontró su lugar favorito —una enorme roca musgosa calentada por el sol— y se sentó con la espalda apoyada en ella, dejando que su mente vagara por algún tiempo. Pero no tardó mucho en incidir sobre lo que Joe había hecho y dicho.
Desde luego, Joe era simpático, pero había en él un montón de cosas que no encajaban. Cosas sin aparente importancia. Como el modo que tenía de eludir la conversación sobre los planetas en los cuales había estado, incluso sobre su mundo natal. Como lo que había estado haciendo la noche anterior... Su explicación había sido absurda, si se pensaba en ella de nuevo: Joe no podía marcharse cargado con una jaula de estrigiformoides... Y, de todos modos, los habitantes de Astan IV debían disponer de unos medios de comunicación algo mejores que unos pájaros mensajeros.
Bueno, la psicología de los extranjeros no era humana, y podían adquirirse hábitos y costumbres muy raras. Pero, incluso así...
Pensando en ello, Joe afirmaba que su mundo natal era muy parecido a la Tierra y a Nerthus. Pero la Tierra y Nerthus eran los terceros planetas de un sistema solar enano, y en ambos el cuarto planeta era muy frío. Los sistemas de estrellas similares eran muy semejantes. Astan podía ser una excepción, desde luego... pero...
Podía ser que Joe estuviese mintiendo. Podía ser que perteneciera a una civilización ajena a la humana. El hombre, y las razas aliadas con el hombre, no sabían en realidad demasiado acerca de la Galaxia; era demasiado grande. El hombre había encontrado otras varias especies que habían desarrollado por sí mismas los viajes interestelares, y no existía ningún motivo para suponer que las había encontrado todas.
Si una de aquellas posibles civilizaciones deseaba espiar la humana sin darse a conocer —porque tuviera ideas hostiles o por simple precaución—, ¿qué es lo que haría? La respuesta era fácil; Pete había visto una docena de estéreo-films con aquel argumento. Enviar sus agentes a territorio humano para que se fingieran inofensivos turistas, estudiantes u obreros de alguno de los millares de planetas de los cuales nadie había oído hablar.
Joe podía haber llegado en una nave espacial que ahora estuviese oculta en algún lugar del inexplorado bosque. Podía estar transmitiendo información por medio de un pájaro, por temor a que una instalación de radio fuera localizada... o simplemente porque un vagabundo como el que Joe pretendía ser no era lógico que viajara con una emisora de radio. Y cuando poseyera toda la información que deseaba...
¿Sería Nerthus una buena base para los extranjeros? No poseía ninguna defensa; bastaría un acorazado espacial para tomarla.
Tal vez estaba haciendo una montaña de un grano de arena. Tío Gunnar se echaría a reír y le aconsejaría que dejara de leer novelas de misterio durante una temporada. Pero, de todos modos, un tipo no podía permanecer cruzado de brazos, aunque no estuviera seguro de sus sospechas.
Pete empezó a imaginar lo que haría un buen detective. Sus pensamientos le llenaron de excitación. Sería bastante fácil, además, y dejaría resuelto el problema poniendo sobre aviso a la gente.
Sí, era una idea muy buena. Sólo que... un momento. Tenía que obrar en secreto, porque sabía que los mayores le prestarían poco crédito. O, si le creían, y le permitían hacer aquella llamada, Joe podía estar oculto en alguna parte y utilizar sus misteriosos poderes para detenerles.
También podía ocurrir otra cosa: que le dejaran poner en práctica su idea, y que Joe resultara ser lo que había dicho que era... En tal caso, Pete haría el más espantoso de los ridículos. De modo que tenía que esperar hasta la noche.
Aquel día fue interminable; parecía como si el sol estuviera pegado al cielo y no fuera a hundirse nunca en el horizonte. Y Joe estaba alrededor de la casa, trabajando, sin decir nada, pero con los grandes ojos muy abiertos.
—¿Qué te pasa, Pete? —volvió a preguntar tía Edith a la hora del almuerzo—. Tienes muy mal aspecto.
—¡Oh! Me encuentro perfectamente —murmuró Pete—. De veras, tía Edith.
—¿Qué es lo que te preocupa, Pete? —inquirió Joe, que estaba sentado junto a él.
—Nada. Absolutamente nada —dijo Pete.
Joe untó de mantequilla un trozo de pan..., resultaba extraño que hiciera aquello todos los días, mientras el recuerdo de soles lejanos ardía en su cráneo.
—Tendrías que ocuparte en algo para distraer tu mente —sugirió Joe—. ¿Por qué no vienes conmigo esta tarde? Voy a ir al bosque en busca de un poco de mantillo. Las caudatrémulas de tu tía no crecen como es debido, y sospecho que se debe a que la tierra es deficiente.
—¡Oh, no! No puedo —se apresuró a decir Pete, y su corazón pareció a punto de estallar a través de sus costillas.
—Desde luego que puedes —dijo tío Gunnar—. Un poco de ejercicio te sentará bien.
Pete luchó para no ponerse en pie y gritar que no podía acompañar a Joe; que no se atrevía a acompañarle; que Joe estaba enterado de sus sospechas, y le asesinaría en medio del verde silencio. Pero, tal vez Joe no lo hiciera.
—De acuerdo —dijo—. Pero antes tendrán que disculparme un momento.
Subió a su cuarto y garrapateó una nota, la cual dejó en su mesilla de noche, donde podría ser encontrada fácilmente.
Joe es un agente extranjero. Si no regreso, será porque él no quiere que hable. Con afecto, Pete.
Pensó lo que sus tíos sentirían al leer aquel valiente mensaje, y unas lágrimas llenaron sus propios ojos. Luego recordó que, en el adiestramiento psíquico, se advertía contra tales pensamientos; bajó lentamente a reunirse con Joe.
De modo que se llevaron una jaca y una carreta y se dirigieron al bosque; no ocurrió nada en toda la tarde. Joe habló como siempre lo hacía, en especial acerca de lo vergonzoso que era que la gente acudiera a perturbar los tranquilos bosques, y a cortar los hermosos árboles de las altas colinas. Y en un momento determinado miró a Pete con un aire extrañamente compasivo y sacudió la cabeza, muy lentamente. Pero aquello fue todo, y regresaron a casa a tiempo para la cena.
Pete se sentía más inquieto que nunca; y lo peor de todo era que ya no se sentía tan seguro de sus sospechas. Joe no actuaba del modo que se espera que actúe un espía no-humano. Pensándolo bien, ¿qué diablos había allí para espiar?
Sólo que... Joe continuaba sin parecer sincero.
El sol se hundió en medio de una neblina de fuego, y poco después Pete fue enviado a la cama. Permaneció tendido en el lecho durante otro interminable siglo, mientras sus tíos conversaban en el salón. E incluso después de que las luces se apagaron, esperó hasta que no pudo resistir más y se Deslizó fuera de las sábanas.
Se arriesgó a mirar a través de la ventana hacia el césped bañado por la luz de la luna. Era todo blanco, y gris, y sombra negra deslizante, con el canto de la noche y el lejano brillo de las estrellas. No había señales de Joe; tal vez estaba dormido bajo su árbol.
¡Ojalá estuviera dormido!
Pete bajó al salón. La luz de la luna no iluminaba aquella parte de la casa; la habitación era un pozo de oscuridad a través de la cual avanzó a tientas hasta el televisor instalado en un rincón. En un momento determinado crujió algo, como bajo una pisada, y Pete se detuvo, temblando; pero el lugar continuó silencioso.
Manejó el luminoso disco produciendo el menor ruido posible. La pantalla se iluminó, proyectando su resplandor sobre los muebles, que hasta entonces se habían erguido como otras tantas fieras acechantes. Deseaba llamar a la oficina central del espaciopuerto de Stallemont. Ignoraba qué hora del día o de la noche sería allí, pero siendo el único espaciopuerto del planeta el servicio era permanente, desde luego.
Al cabo de un rato apareció en la pantalla el rostro de una joven.
—Estoy llamando en nombre de mi tío, Thorleifson Gunnar —dijo Pete.
—¿Cómo dice? —inquirió la joven, con una voz que pareció sacudir las paredes—. No le oigo. Aumente un poco el volumen, por favor.
Pete acercó una mano temblorosa al mando que regulaba el volumen. ¡Santo cielo! El aparato estaba haciendo el ruido suficiente como para despertar a todo el planeta.
—Mi tío desea una información —continuó—. Pero está muy ocupado y me ha encargado que llame en su lugar.
—Comprendo.
Todo el mundo, al parecer, conocía a tío Gunnar.
—Tienen ustedes un Catálogo Galáctico, ¿verdad? Una lista de todos los planetas conocidos, con descripciones.
—Naturalmente. Todos los espaciopuertos la tienen.
—La que poseen ustedes, ¿está al día?
—Bueno, relativamente al día. Hace menos de un año que fue confeccionado. ¿Qué es lo que desea saber?
—Mire... ¿existe un planeta llamado Astan IV? Ese es probablemente el nombre nativo, aunque no estoy seguro.
—No importa; el Catálogo incluye los nombres en todos los idiomas. Pero, ¿no puede usted decirme algo más acerca de él?
—Bueno, es semejante a la Tierra y fue descubierto hace varios años, aparentemente. Los nativos... —Describió a Joe lo mejor que pudo, finalizando con la observación de que su cultura era no-mecánica—. Mi tío también desearía saber si algún nativo de aquel planeta, o cualquier ser que responda a aquella descripción, ha llegado últimamente a Stallemont.
—Puedo revisar el registro de pasajeros. Pero, ¿puedo preguntar por qué desea su tío saber todo eso?
—Verá... está escribiendo un libro, y no está seguro acerca de ese planeta...
—Comprendo. Bueno, tenga la bondad de esperar unos minutos, mientras consulto los archivos-robot.
—¡Muchas gracias!
La cabeza de la muchacha desapareció de la pantalla. Pete miró a su alrededor, emitiendo un suspiro de alivio.
—¿No confías en mí, Pete? —preguntó Joe.
Pete se estremeció.