IX

Al volver a la conciencia, Kurt Zen se dio cuenta de que, al tiempo que despertaba, algo que había estado experimentando y que había sido muy importante se borraba de su memoria, como un fantasma gris alejándose lentamente entre nieblas.

Nedra estaba sacudiéndole por el hombro y le sonreía.

—Despierte, dormilón. Lleva usted dieciocho horas en la cama.

El rostro de Nedra tenía una expresión radiante.

—Está usted muy guapa —murmuró Zen, recordando lo que John había insinuado—. ¿Ha dormido bien?

—Un par de horas.

—¿Nada más?

—No necesitaba dormir más.

Zen estuvo a punto de preguntar: "¿Sola?", pero se contuvo a tiempo. Contempló pensativamente a la muchacha.

—Parece usted muy contenta —dijo—, sin añadir que en su experiencia las mujeres que parecían tan contentas sólo tenían un motivo para ello.

—¿Por qué no tendría que estarlo? Después de pasar tanto tiempo en el desierto, vuelvo a encontrarme en la antesala del cielo.

—¿Qué es el desierto?

—El mundo de allá abajo...

Extendió la mano en un gesto que incluía las invisibles llanuras que se alargaban más allá de las montañas.

—¡Ah, sí! —asintió Zen—. Antes de quedarme dormido estuve leyendo un libro fascinante. Voy a enseñárselo...

El libro no estaba sobre la cama. No estaba en la estantería. Ni en el suelo.

—Ha desaparecido —dijo Zen. Miró a su alrededor. Descubrió que faltaban otras cosas—. ¡El rifle del teniente! ¡Y mi mochila!

—Tal vez ha soñado que ha estado leyendo un libro.

—Pero no he soñado el rifle y la mochila. Estoy seguro de haberlos traído.

—Puedo explicarle eso. Se los han llevado.

—¿Eh? ¿Por qué?

—Aquí no están permitidas las armas. Por ese motivo se llevaron su rifle y su mochila.

—Hum...

Zen trató de apartar aquellas cosas de su mente, con la intención de hablar de ellas más tarde. Algo más importante había sucedido. ¿Qué era? Un recuerdo de su sueño cruzó por su mente, pero desapareció antes de que pudiera retenerlo. Enarcando las cejas, dijo:

—Sé...

Mientras trataba de hablar, lo que se proponía decir se borró de su mente.

—¿Qué es lo que sabe? —inquirió Nedra.

—Todo.

En el rostro de Nedra se reflejó una expresión de sorpresa.

—Es mucho saber para un hombre. ¿Estás seguro?

—Sí.

—¿Completamente seguro?

—¡Sí!

Una emoción que era como una cortina abriéndose y cerrándose cruzó por el rostro de la muchacha.

—Bueno, en ese caso, dígame cosas.

—Lo haría, si no fuera porque no puedo recordarlas.

La duda asomó a los ojos color violeta.

—Lo que necesita es un buen desayuno. Sus niveles de azúcar en la sangre están demasiado bajos. El desayuno se ocupará de eso.

Su voz era firme y segura.

—Necesito un buen desayuno —convino Zen, con voz igualmente firme—. Pero hay algo que no necesito: un reconocimiento por un explorador de cerebros.

—¿Un qué?

—Un psiquiatra —explicó Zen—. Les llamo exploradores de cerebros porque eso es lo que hacen. ¡Oh!, tal vez necesite ese reconocimiento, pero no estoy dispuesto a someterme a él.

El desayuno consistió en unas gachas de maíz, con mantequilla y miel. No había café, pero Zen había aprendido a pasarse sin él. Comió vorazmente.

—Nunca había tenido tanta hambre —confesó Zen—. ¿De dónde proceden estas provisiones?

—Nos hacemos con ellas —respondió Nedra evasivamente.

—¿Se dedican acaso a saquear la región, como los hombres de Cuso?

—No, coronel —replicó la muchacha, muy seria—. Nosotros no somos ladrones.

—Bueno, ¿dónde obtienen la comida? Ignoro cuántos de ustedes hay aquí, pero si son un centenar, por ejemplo, los suministros tienen que representar un verdadero problema.

Estaba tirando el anzuelo para ver si pescaba la información acerca del número de personas ocultas en aquella antigua mina.

—En realidad, se necesita muy poca comida.

—¿Acaso no comen?

—¿Está usted leyendo mi mente? —preguntó la muchacha—. Si es así, sepa que el hacerlo no está considerado como correcto entre nosotros —Nedra estaba furiosa—. Y, además, si insiste, cerraré mis pensamientos para usted.

Zen, con una cucharada de gachas a medio camino de su boca, quedó tan sorprendido que trató de hablar y de engullir las gachas al mismo tiempo, con el resultado de que se atragantó. Las últimas palabras de Nedra abrían amplios horizontes a la especulación mental. ¿Sería en realidad una cosa corriente en aquel refugio la lectura del pensamiento?

—Lamento de veras que se haya atragantado —dijo Nedra, palmeando la espalda del coronel.

—No siga dándome golpecitos... —protestó Zen.

Si Nedra había creído que él leía sus pensamientos, ¿significaba eso que ella era realmente capaz de leer los suyos? ¿Podían todas aquellas personas leer sus pensamientos?

—Coronel, creo que se está ruborizando —dijo Nedra, con un centelleo en los ojos.

—No —mintió Zen—. En realidad, me estaba preguntando...

—¿Si soy o no capaz de leer su pensamiento? Ya le he dicho que entre nosotros no es correcto.

—Correcto o no, parece usted saber lo que yo estaba pensando.

—No es necesario leer en su mente para saber lo que está pensando si hay una mujer guapa de por medio —dijo Nedra melindrosamente—. Lleva escritos los pensamientos en la cara.

—¡Uh! —La confusión de Zen iba en aumento. Nedra era demasiado perspicaz. ¿Estaba acaso jugando con él, divirtiéndose? Si era así, podían ser dos a jugar—. Bueno, puesto que sabe ya lo que pienso, ¿qué opina de ello? —inquirió, mirándola osadamente.

Nedra comprendió lo que Zen acababa de insinuar. Por un instante, los ojos color violeta se entristecieron. Parecían indicar que Nedra estaba decepcionada con Zen, que había esperado algo mucho mejor de él.

—Ya le dije en cierta ocasión...

—Sí, lo sé. Va usted a lavar mi cerebro con jabón. Pero, vamos a dejarlo para más tarde. Ahora tengo hambre.

—Es usted uno de los hombres más desconcertantes que he conocido —dijo Nedra, mientras se disponía a llenar de nuevo el plato de Zen—. Y uno de los más rápidos...

—Creí que íbamos a dejar de lado ese tema —protestó Zen.

—Iba a decir de los más rápidos en el terreno mental —replicó Nedra—. Y si no deja usted de interrumpirme para hacer juegos de palabras, voy a darle un coscorrón. Cuando termine con el desayune, Sam quiere verle.

—¿Sam? —inquirió Zen, sin el menor entusiasmo.

Por algún motivo, aquella mañana no le apetecía ver a West. Pero había e! asunto de la mochila y del rifle desaparecidos, y Zen suponía que West podría aclarárselo.

West estaba solo en la habitación a la cual Nedra condujo a Zen cuando éste terminó de desayunar. Al entrar los dos jóvenes, West, que se encontraba de espaldas mirando a través de una ventana, se volvió y les hizo una seña para que se acercaran. Kurt Zen se asomó a la ventana y contempló un paisaje impresionante. Directamente debajo de ellos, el acantilado descendía centenares de pies, una interminable pared de roca. A la izquierda, trepando hacia el cielo, se erguía el pico de la montaña, de macizo granito. Se encontraban en el mismo lindero del bosque. Más abajo empezaban los árboles: abetos rojos y álamos temblones, extendiéndose sobre una serie de colinas que ocultaban más de lo que revelaban. A lo lejos se divisaban unas agrupaciones de cúmulos, fraguando una tormenta más allá de las montañas.

La majestad púrpura de las montañas

encima de la ubérrima llanura...

Kurt recordó la antigua canción. Debajo de él estaba... América. O lo que quedaba de ella. Se le hizo un nudo en la garganta y notó una rara opresión en la boca del estómago. Kurt había amado a aquel país.

América se había alzado en armas por la libertad. Sus hijos habían luchado por ella, en los campos de batalla de todas las partes del mundo, desde el África Ecuatorial recocida por el sol hasta las heladas estepas del Asia Central. Mientras sus hijos habían encontrado tumbas, luchando por la libertad, algo le había ocurrido a la libertad por la cual luchaban.

Nadie sabía exactamente lo que había sucedido, pero la libertad había desaparecido. Posiblemente se había perdido a medida que una emergencia seguía a otra emergencia en el escenario internacional; posiblemente había sido estrangulada con cinta roja a medida que una norma seguía a otra norma en el escenario nacional. También en América, como en los países extranjeros, había llegado el momento en que todos los actos que no eran obligatorios estaban prohibidos.

Así había muerto la libertad.

—¿Tanto lo siente usted, coronel? —inquirió West en voz baja.

Su rostro estaba muy serio, y cada una de sus arrugas parecía labrada en otra clase de granito, mucho más duro.

—¡Parece tan vergonzoso! —exclamó Zen—. Yo amaba este país. Era mi patria.

—Somos muchos los que lo amábamos.

—¿Muchos? —dijo Zen—. Viniendo de usted, esas palabras suenan un poco raras.

—Todos nosotros hemos amado este país, coronel, y los principios por los cuales se puso en pie. Por eso estamos aquí.

La voz de West se había hecho más suave, al tiempo que aumentaba la seriedad de su rostro.

—Unas palabras muy hermosas —dijo Zen—. Sin embargo, si algo he aprendido, es que las palabras no cuestan dinero. Son ustedes unos fuera de la ley, ocultos aquí, y no obstante hablan de amor a la patria a la cual no han querido servir.

Notó lo ronco de su voz mientras hablaba.

—Una frase muy valiente, coronel —aplaudió West. En sus ojos había un centelleo que lo mismo podía ser de admiración que de contenido furor—. De un modo especial teniendo en cuenta que se encuentra usted en poder de esos... fuera de la ley.

—Muy valiente —convino Nedra—. Y muy estúpido.

—No me ha traído usted aquí para decirme que me encuentro en su poder —replicó Zen—. Ni para comentar mi valentía. Ni mi estupidez.

—Creo que puede leer los pensamientos —dijo Nedra.

—Yo estoy convencido de ello —respondió West—. Si no poseyera esa capacidad, en algún grado, por lo menos, no estaría aquí.

—Yo, a mi vez, creo que ustedes dos están chiflados —dijo Zen—. No estoy representando ningún número de lectura del pensamiento.

—De un modo consciente, no, desde luego —convino West—. Usted cree que sus pensamientos son propiamente suyos. A menudo lo son. Pero también hay veces que tienen su origen en los de otra persona. Sin embargo, antes de queme diga que no le he traído aquí para discutir su capacidad, o su falta de capacidad, para leer los pensamientos ajenos, voy a enseñarle un motivo de que le haya llamado. Coja los prismáticos y enfóquelos sobre aquel grupo de pinos, en línea recta con la montaña. Dígame qué es lo que ve allí.

—Caballos —dijo Zen—. No, mulas. Con jinetes. Los hombres de Cuso que salen en busca de provisiones, munición y mujeres, si pueden encontrarlas.

—Exacto, coronel. Excepto que probablemente tienen la tarea adicional de comprobar los daños que su cohete causó al estallar.

—Espero que comprueben esos daños desde muy cerca —dijo Zen fervientemente—. Aquella zona está contaminada. Sólo con que pasen una hora allí...

Se interrumpió al recordar que Nedra y West habían pasado mucho más tiempo en la misma zona contaminada.

—No serán tan estúpidos —dijo West.

—Conozco a algunas personas que lo han sido —replicó Zen.

—Tal vez la zona, al menos en sus bordes, no estaba tan contaminada como usted creía —sugirió West.

—Mi contador señalaba que lo estaba —dijo Zen.

—Posiblemente, su contador se equivocaba Ahora, si quiere acompañarme, coronel...

West cruzó un arco labrado en la pared de piedra y entró en otra habitación, sosteniendo a un lado unos pesados cortinajes a fin de que Zen y Nedra pudieran entrar. En la pared frontal había una pantalla opaca. En el centro de la habitación veíanse varias sillas y una butaca con pulsadores en los brazos. West cerro la cortina sobre el arco a través del cual habían entrado e invitó a Zen a sentarse, mientras él se instalaba en la butaca. Nedra se sentó al lado de Zen. Relajada en su silla, Nedra parecía haber olvidado que existieran seres tales como coroneles del servicio de información. West oprimió un pulsador. Una imagen empezó a formarse en la pantalla. Fue concretándose lentamente, hasta convertirse en una ciudad.

O en lo que había sido una ciudad.

El lugar estaba ahora ennegrecido, los edificios en ruinas Las huellas del fuego eran visibles. Aquí y allá, unos altos edificios se habían derrumbado sobre unas calles que se cruzaban y entrecruzaban en ángulos absurdos.

—¡Washington! —exclamó Zen—. Ese fue su primer blanco. Pudimos interceptar sus bombarderos, pero más tarde la alcanzaron con un proyectil dirigido. La ciudad está aún contaminada. Puede apreciarse perfectamente en la pantalla. ¡Ni una señal de vida!

Zen se había excitado al revivir aquellos momentos de locura, cuando la Federación Asiática había asestado a América tan doloroso golpe. A partir de entonces, la poca libertad que quedaba en América había sido suprimida ante la necesidad, al parecer mucho más importante, de conservar la vida.

—Sí —asintió West—. ¿Qué es lo que ve ahora?

La devastada Washington se borró de la pantalla. Mientras se borraba, la destrozada cúpula riel Capitolio, cuya parte superior había quedado arrancada a consecuencia de la explosión, se revelaba como un misterioso cráter lunar abierto en el mar del espacio.

Otra ciudad apareció en la pantalla, una masa de edificios derruidos en la confluencia de dos ríos.

—Creo que es Pittsburgh —dijo Zen—. Estaban muy interesados en destruirla, para asestar un duro golpe a nuestro potencial industrial. Por el mismo motivo atacaron Gary, Indiana y Chicago. A pesar de nuestros esfuerzos por impedirlo, alcanzaron nuestros centros de producción más importantes. Si no hubiésemos previsto la posibilidad de que eso ocurriera, y no hubiéramos atomizado nuestra industria, repartiéndola por todo el país, nos hubieran asfixiado casi antes de que empezara la guerra. Sin embargo, incluso con la atomización de nuestros centros de producción, cuando alcanzaron las fuentes de nuestras materias primas, nos hirieron... gravemente. Las reservas se agotaron en un par de años. Desde entonces nuestra necesidad de metales se ha hecho angustiosa.

—Sí. Lo sé —dijo West.

—Desde luego, mientras ellos nos golpeaban, no permanecíamos con los brazos cruzados, precisamente —continuó Zen—. También nosotros les enviamos unos cuantos proyectiles dirigidos. No puede decirse que estuviéramos indefensos.

En su voz había una nota de orgullo.

—Estoy de acuerdo con usted —dijo West—. ¿Le gustaría ver alguno de nuestros resultados?

—Desde luego —se apresuró a decir Zen, sorprendido—. Nuestros aviones de reconocimiento no han podido tomar nunca buenas fotografías. Tenían que volar a demasiada altura. Sí, se han publicado muchas fotografías de las ciudades enemigas bombardeadas, pero estaban muy retocadas, á fin de elevar la moral de la nación. Pero... ¿cómo funciona ese radar? ¿Es posible que penetre hasta el corazón de los países enemigos?

Era evidente que estaba intrigado. Pero, al mismo tiempo, en su voz había una nota de ávido interés. Un invento que permitía ver lo que sucedía en los países enemigos era muy importante, aunque West no pareciera darse cuenta de ello.

En la guerra, la información es siempre tan importante como las armas, y a veces más. El conocimiento de la disposición de las tropas enemigas, de su potencia y de su debilidad, significaba a menudo tener ganada media batalla.

West no respondió. Otra ciudad apareció en la pantalla. Zen divisó un único minarete irguiéndose entre los montones de ruinas, y aventuró un nombre.

—¿Moscú?

—Sí.

—Bien. Uno de nuestros aviones ultrarrápidos la alcanzó en pleno día, dejando caer su carga. Cuando pasó el avión de reconocimiento, horas más tarde, la ciudad continuaba ardiendo. ¡Fue un buen trabajo, desde luego!

—Parece usted complacido, coronel. ¿Sabe cuántos millones de personas murieron directa o indirectamente a consecuencia de la explosión de aquella bomba?

—¿Cuántos millones de personas murieron en Washington, Pittsburgh y Chicago? —estalló Zen.

—De acuerdo —respondió West—. Pero, después de que ha sido asesinado el primer hombre, ¿resuelve la situación asesinar a un segundo hombre?

—Estamos en guerra.

—Sí, estamos en guerra —asintió tristemente West—.

Sin embargo, las normas de vida no cambian por el hecho de que los hombres declaren la guerra.

—No hay que ser académico hasta el punto de olvidarse de ser realista. Ellos nos hirieron en pleno corazón —dijo Zen, en tono de profunda amargura—. Nosotros no buscamos esta guerra. Hicimos todo lo que pudimos para evitarla. Tratamos de parlamentar, de buscar fórmulas de compromiso... Todo fue inútil. Nos atacaron a traición, sin previa advertencia.

Mientras hablaba, su amargura iba convirtiéndose en furor.

—También en eso estamos de acuerdo —dijo West, mientras la derruida ciudad desfilaba por la pantalla—. Pero eso no cambia las cosas.

Zen le miró fijamente, preguntándose qué clase de hombre era. En la penumbra de la habitación, las facciones de West resultaban apenas visibles.

—Sí que las cambia —replicó apasionadamente Zen—. Nosotros creemos en la justicia. Ellos la ignoran. Nosotros creemos en un mundo mejor. Ellos quieren sumirnos en una noche de barbarie. Nosotros creemos en la libertad. Ellos quieren esclavos. Ellos han establecido un estado esclavo y envían ejércitos de esclavos contra los hombres libres. No nos quedaba más alternativa que la de luchar.

—No encuentro nada discutible en todo lo que acaba de decir —respondió West—. Ni quiero justificar los actos de las democracias occidentales, que no necesitan ser justificados. Y lo mismo digo de los actos de la Federación Asiática. Desde su punto de vista, tienen razón.

En su voz, monótona, no había la menor huella de emoción.

—Entonces, ¿qué se propone usted? —inquirió Zen.

—En primer lugar, poner de relieve que la raza humana es un organismo. Vista en su conjunto, no es más que eso, un organismo. Los miles de millones de individuos que la componen son simples células de ese organismo.

—Conozco esa teoría —dijo Zen—. Unos cuantos chiflados han insistido siempre en que todos nosotros somos una entidad biológica. Pero no han conseguido demostrarlo.

—¿De veras no lo han conseguido? —inquirió West, en tono levemente irónico.

—Hasta ahora, no, al menos que yo sepa.

—¿No es posible, coronel, que no sepa usted todas las cosas? —preguntó West.

—No es sólo posible, sino evidente —respondió Zen, molesto por la incisiva pregunta—. Si lo supiera todo, no estaría aquí hablando con usted. Estaría allá abajo ganando una guerra.

—Lo que me interesa puntualizar, coronel, es que la raza humana se encuentra dividida contra sí misma. Históricamente, ha venido ocurriendo así desde los más remotos siglos. A una guerra ha seguido otra guerra.

—No creo que América sea responsable de los errores de la historia —dijo Zen—. Nosotros hemos tratado de evitarlos. Dios sabe que hemos tratado de evitarlos.

—Yo no he dicho que fueran errores, coronel —replicó West—. He dicho simplemente que eran historia.

—Pero, ¿acaso no se propone usted demostrar que las guerras son errores? —preguntó Zen, sorprendido.

—Lo único que me propongo señalar es que la guerra parece ser el medio a través del cual la entidad, la raza humana como conjunto, evoluciona. El sistema de evolución revelado por la historia es el enfrentamiento de una parte de la entidad contra otra parte, y una lucha feroz entre ellas para comprobar cuál es la más eficaz.

—Esa es una filosofía muy salvaje —comentó Zen.

—Permítame opinar lo contrario, coronel: yo no creo que esta filosofía sea necesariamente salvaje. Desde luego, muchos hombres mueren de un modo espantoso. Muchas mujeres y niñote sufren. Sí, este sistema provoca el hambre en el mundo, y un temor tan profundo y tan intenso que el corazón se desgarra sólo al contemplarlo.

—¿Y dice usted que no es necesariamente salvaje? —protestó Zen—. No importa quién lo haga: es una barbarie sin nombre.

—Ese es un punto de vista de alcance limitado y que no tiene en cuenta todos los factores de la ecuación. ¿Cuál es el objetivo final de esa barbarie, si no el de obligar a los hombres a crecer y a aprender? ¿Y si esa llamada barbarie es también resultado de la ignorancia, de una entidad que trata desesperadamente de aprender a resolver un problema, sin conseguirlo nunca del todo?

—Tiene que existir algún medio que no lleve implícitos tantos sufrimientos —protestó Zen.

Se sentía cada vez más incómodo. Tenía la impresión de que se estaba desviando del verdadero meollo de la discusión, sin darse realmente cuenta de ello. O tal vez era West el que se desviaba. Y aquella desviación provocaba en Zen una gran confusión mental.

—Yo había alimentado la misma esperanza —dijo West—. Sin embargo, no conozco ningún medio para alcanzar ese resultado. Un ser humano es un organismo en desarrollo que posee un cerebro muy perspicaz y una insaciable curiosidad. Un organismo semejante, por su propia naturaleza, tendrá que probar todos los caminos posibles.

West apretó un pulsador.

La pantalla volvió a cobrar vida. Unas figuras humanas empezaron a moverse en ella. Kurt Zen se inclinó hacia delante para verlas con más claridad.