XIV

"Cero menos una hora", ronroneó el altavoz, en un dialecto chino.

En una profunda caverna, situada en una remota región asiática, unos hombres trabajaban hasta el agotamiento, convencidos de que el momento de la victoria, por la cual habían vivido todos los verdaderos asiáticos, estaba al alcance de la mano. El lanzamiento de aquella bomba convertiría a la Unión Asiática en dueña del mundo. Y había llegado la orden de lanzar aquella bomba inmediatamente.

"Cero menos cuarenta y cinco minutos", dijo el altavoz.

Quedaba mucho por hacer. La cabeza atómica había sido colocada ya en su lugar, en espera del día del lanzamiento. De no ser así, la tarea hubiese resultado imposible. Los propulsores estaban terminados, pero tenían que ser cargados de combustible. El mecanismo de gobierno estaba casi listo, pero había que instalar aún el giroscopio. Cinco técnicos se movían constantemente de un lado para otro, dirigiendo la instalación del delicado instrumento.

"¡Cero menos treinta minutos!"

El giroscopio quedó instalado. Las pruebas realizadas con él demostraron que funcionaba perfectamente.

En la sala de mandos se efectuaban los cálculos finales. Había que tener en cuenta la dirección y la velocidad del viento en más de la mitad del planeta. Era un dato importante para el lanzamiento y el aterrizaje de la bomba, aunque careciera de valor cuando la propia bomba estuviera fuera de la atmósfera.

El blanco había sido minuciosamente estudiado. En realidad, el blanco era cualquier parte del continente norteamericano. Si la bomba aterrizaba en cualquier parte del valle del Mississippi, las aguas del río se encargarían de extender las radiaciones letales con la amplitud requerida.

"¡Cero menos quince minutos!"

En el exterior de la montaña, en un observatorio especial construido para aquel fin específico, los aparatos de radar destinados a seguir la pista del cohete estaban preparados. En el laboratorio había los instrumentos necesarios para desviar el curso de la superbomba, si se desviaba demasiado en su trayectoria. Los técnicos estaban con el alma en un hilo. No tenían guardianes para estimularles, pero no los necesitaban. Sabían perfectamente lo que sucedería si la bomba no llegaba a su objetivo y se les atribuía a ellos la causa del fracaso.

¿Qué sucedería cuando la bomba aterrizara?

¡Se desataría el infierno!

Probablemente, la corteza de la tierra se abriría en un agujero de muchas millas de profundidad. El Cráter Meteor, de Arizona, sería un juego de niños comparado con el resultado de la explosión de la superbomba. Lo ocurrido en Hiroshima y Nagasaki sería una bagatela en comparación.

Existía la posibilidad de que los magmas fundidos del núcleo del planeta borbotearan al exterior. Nadie sabía con seguridad si ocurriría o no. En caso de que ocurriera, el resultado podría ser la repentina aparición de un lago de hirviente lava.

Las ondas expansivas de la explosión probablemente serían lo bastante intensas como para derribar todos los rascacielos que aún continuaban en pie en América.

El efecto en la sabana de agua donde la bomba aterrizara sería catastrófico. Si chocaba contra cualquiera de los afluentes del Mississippi, el suministro de agua de todas las ciudades situadas corriente abajo hasta Nueva Orleáns quedaría contaminado.

Nadie sabía cuál podría ser el efecto de la desintegración de la bomba. Poderosas corrientes de aire podrían transportar partículas radiactivas a millares de kilómetros de distancia del punto de la explosión, para dejarlas caer como una lluvia mortal sobre la Tierra.

"¡Cero menos diez minutos!"

Una nota aflautada resonó en la amplia caverna subterránea. Entre el deslizarse de los pies, los gritos de los capataces que dirigían a los grupos de trabajadores y los ocasionales estallidos de los rifles de los guardianes, el sonido no fue captado por los oídos. Pero unos centros más profundos lo captaron.

El primer hombre que lo oyó fue un mecánico. Suspirando, se tambaleó y cayó al suelo. Al ver que no se levantaba, uno de los guardianes se acercó a él. Y al comprobar que estaba roncando, el guardián levantó su rifle.

El mecánico murió sin despertar.

Resonó otro disparo y otro hombre que se había quedado dormido fue a reunirse con sus antepasados.

El técnico que llenaba los depósitos de combustible del cohete fue el tercero en caer. Consiguió cerrar las válvulas de los depósitos antes de que el sueño le rindiera.

Para entonces, los guardianes sabían ya que estaba sucediendo algo anormal.

Un profundo silencio planeó sobre la caverna. En medio de aquella quietud, la nota aflautada se hizo claramente audible. Los nombres se miraron unos a otros con creciente aprensión. Mientras se estaban mirando, algunos de ellos se desplomaron al suelo, dormidos.

—¡Un gas adormecedor! —aulló un oficial—. ¡Disparad contra cualquier extranjero que se haga visible!

El oficial sospechaba que algún espía había conseguido introducirse en la caverna y había soltado un gas. Su orden iba destinada a que sus hombres encontraran y eliminaran a aquel extranjero. Desde el punto de vista militar, era una orden correcta. Pero tuvo un inconveniente: cuando los soldados no encontraron ningún extranjero, empezaron a imaginarlos. Los guardianes comenzaron a disparar sobre sus propios técnicos y mecánicos.

A medida que el pánico se extendía por la caverna, los guardianes empezaban a disparar contra otros guardianes. Y al mismo tiempo que se destrozaban mutuamente, también ellos iban quedándose dormidos.

El pánico alcanzó proporciones descomunales.

Cuando Kurt Zen penetró en el interior de la caverna, el lugar estaba tan silencioso como una tumba. El humo de los disparos flotaba en el aire, la caverna olía a muerte y a terror. Pero la bomba continuaba en su rampa de lanzamiento.

Zen contempló aquella bomba. Oyó su propio suspiro de alivio, al tiempo que el último resto de dolor se desvanecía de los dedos de sus manos y de sus pies. No porque el daño causado por los fósforos hubiera dejado de existir. Continuaba existiendo. Pero el repentino júbilo que le invadió, borró en él por completo la sensación de dolor.

—Hemos llegado a tiempo —dijo un hombre, apareciendo a su lado. Era Spike Larson. Con una expresión de espanto en los ojos, Larson miró a su alrededor—. Empezaban a matarse unos a otros. Debieron enloquecer.

—No me extraña —dijo Zen—. Yo mismo he estado a punto de volverme loco, mientras veníamos hacia aquí.

—Ese viaje a través de la nada ha sido una pesadilla, desde luego —respondió Larson, sonriendo y sacudiendo la cabeza.

Zen asintió. Después de sintonizar su cuerpo a un instrumento de la cueva, enmascarado de un modo tan perfecto que los hombres de Cuso no habían podido encontrarlo, West había pulsado un botón. La máquina se había desvanecido. West se había desvanecido. Durante unos terribles instantes, Zen había experimentado la sensación de que sus pies se apoyaban en algo que no era más sustancial que el aire. Y, en realidad, lo que había sentido debajo de sus pies era mucho menos sustancial que el aire, el cual es materia. Era incluso menos sólido que el espacio. Era la riada.

El coronel Grant se hizo visible al otro lado de Zen. Grant tenía un aspecto de aturdimiento, pero empuñaba el rifle que había cogido a uno de los hombres de Cuso con decisión.

—Entre nosotros, prefiero volar en un satélite espacial hasta Marte que enfrentarme con este salto.

—Le comprendo perfectamente —dijo Zen.

Mientras hablaba, otra figura se hizo visible a su izquierda. ¡Nedra! Apareció con una sonrisa en los labios. Zen perdió unos instantes preguntándose qué clase de nervios de acero poseía aquella muchacha.

—Bueno, yo diría que los tenemos a todos inmovilizados —dijo Spike Larson—. Parece demasiado bueno para ser verdad.

- Es demasiado bueno para ser verdad —dijo Zen.

Había un torbellino... en alguna parte. No sabía dónde, pero experimentó la sensación de que estaba a punto de suceder algo inesperado y desagradable, algo que estaba relacionado con el futuro.

—¡Alto! —gritó súbitamente Grant.

Zen volvió la cabeza a tiempo para ver a un asiático que se ponía en pie cerca de un tablero de mandos situado junto al cohete.

—Está andando en sueños —exclamó Larson.

"Cero menos un minuto", anunció el altavoz.

—¿Dónde diablos está el hombre del altavoz? —preguntó Grant—. ¡La frecuencia del sueño no le ha alcanzado!

—No tenemos tiempo para ocuparnos de él —dijo Zen.

El torbellino existente en alguna parte había aumentado en intensidad. Era algo relacionado con el asiático solitario que andaba como un borracho tratando de despejar su mente.

—¿Disparo contra él, coronel? —inquirió Grant.

Zen vaciló. Sabía que el deseo más profundo de West era el de evitar la violencia en la medida de lo posible.

Aquella vacilación resultó fatal. Grant disparó su rifle... demasiado tarde.

El asiático había alcanzado el tablero de mandos y conectó su único conmutador.

—¡Atrás! —gritó Zen.

Cogió a Nedra y la empujó hacia atrás. A su lado, sabía que Grant y Larson también estaban retrocediendo. En el interior del cohete resonaba un fuerte zumbido. De baja frecuencia pero de elevado volumen, parecía sacudir los propios cimientos de la Tierra.

De pronto, soltando un chorro de llamas y de humo por la cola, el cohete despegó. La montaña se estremeció. Y si el cohete no podía ser detenido, el planeta entero se estremecería. La Tierra vería crisparse su piel como la de un elefante picado por una gigantesca avispa.

—¡West! —gritó Zen.

—Sí, Kurt.

La respuesta de West llegó con tanta rapidez como si se hubiese encontrado en la misma caverna. En realidad, estaba en el centro de América.

—Hemos perdido —dijo Zen.

—Lo sé —respondió West.

—En su voz había una tristeza tan profunda como el océano del espacio.

—Atráiganos de nuevo a América.

—Desde luego.

—A mí, el último.

El rugido del cohete continuaba siendo audible a través del hueco de la rampa de lanzamiento.

—¿Por qué quiere ser el último?

—Es mi deber —dijo Zen—. Ponga en funcionamiento esa milagrosa máquina, pronto.

—Ahora mismo.

—¡Eh, muchachos! Vais a volver a casa —anunció Zen a sus compañeros.

—¿Qué vamos a ganar regresando a casa? —preguntó Spike Larson.

—América habrá dejado de existir dentro de una hora —añadió Grant—. O lo que tarde en aterrizar ese cohete. ¿Por qué tenemos que regresar a lo que no existirá?

—Para iniciar la tarea de reconstruir —dijo Zen.

—¿Reconstruir qué, y con qué? —inquirió Larson.

—Algo quedará —afirmó Zen—. Vosotros estáis ya en un refugio subterráneo. Tendréis que continuar allí, tal vez por espacio de muchos años, sin perder la esperanza y educando a vuestros hijos para que sigan vuestras huellas cuando vosotros hayáis muerto.

Zen hablaba en tono de profundo convencimiento, como si estuviera muy seguro de lo que decía.

—Tiene usted la cabeza llena de pájaros —dijo Red-Dog Jimmie Thurman.

—Además, está planeando algo —intervino Nedra—. Quiere librarse de nosotros lo antes posible...

—¡West! —gritó Ken.

—Sí, Kurt.

—¡Lléveselos! —aulló Zen—. ¡Se están insubordinando! ¡Llévese a Nedra en primer lugar, antes de que lea mi pensamiento!

—Estoy trabajando con toda la rapidez posible —respondió West—. Este instrumento tiene que ser adaptado a la frecuencia individual del cuerpo. ¡Ah!

—Sabía que había algo... —empezó a decir Nedra. Y desapareció.

Zen suspiró, aliviado. Tenía la impresión de que Nedra le estaba obsequiando con unos epítetos que ninguna dama debería pronunciar. Bueno, el tiempo curaría aquello... si es que quedaba tiempo. En la caverna, un asiático empezó a moverse.

—¿Qué es lo que se propone hacer, Zen? —preguntó Grant.

—Llévese a Grant a continuación, West —gritó Kurt.

Cuando desapareció, Grant tenía un aspecto disgustado y resignado al mismo tiempo.

Finalmente, Zen quedó solo en la amplia caverna. Un asiático se había puesto en pie, y uno de los guardianes se estaba incorporando.

—Los tengo a todos aquí —dijo West, desde una enorme lejanía.

—Bien.

—¿Está usted preparado?

—Sí —respondió Zen—. Pero voy a seguir ese camino —añadió, señalando la abertura de la rampa de lanzamiento.

—¡Kurt!

La voz de West tenía una nota de evidente desconcierto: había captado el significado de las palabras de Zen.

—Ese camino o ninguno —insistió el coronel.

—Pero, ése no es un cohete de pasajeros...

—El casco retendrá el aire suficiente para mantenerme con vida todo el tiempo que tenga que permanecer allí.

—Pero el cohete aumenta progresivamente su aceleración. Es un blanco en movimiento.

—El avión de Red-Dog Jimmie Thurman estaba cayendo, y el satélite del coronel Grant estaba en movimiento, y el submarino de Spike Larson estaba en el fondo del océano Indico. No busque pretextos, Sam. Alguien llegó a aquel avión, a aquel satélite y a aquel submarino. Yo puedo llegar también a ese cohete. Y usted es el hombre que puede ponerme allí.

—¡Pero yo no estoy en ese blanco! —objetó West.

—Entonces, sitúese en él.

Zen hablaba como un sargento excesivamente gruñón dirigiéndose a un recluta, o como un coronel que se ha trazado una inflexible línea de conducta.

—De acuerdo. Haré todo lo que pueda. Pero algo quedará aquí, Kurt, incluso después de la explosión. Y en nuestro refugio estamos relativamente a salvo.

—Ese es el argumento que he utilizado para obligar a regresar a mis compañeros. Pero usted y yo, Sam, sabemos que si esa bomba estalla el continente americano desaparecerá.

—De acuerdo —repitió West—. Voy a tratar de situarme en el cohete como blanco.

—Bien.

Zen reprimió hasta el menor de los temblores musculares de su cuerpo.

El guardián asiático se había puesto en pie. Había recogido su rifle y miraba a su alrededor, buscando una explicación para lo que había sucedido... o un blanco. Sus ojos se posaron en el delgado coronel que llevaba los dedos vendados. Aquel uniforme no correspondía a ninguna unidad asiática.

El guardián alzó el rifle.

—¡Buena suerte, Kurt —susurró la voz de West a través del espacio entre dos continentes.

Mientras el rifle estallaba en su rostro, Kurt Zen notó que su cuerpo vibraba en lo que parecía ser la nada. De nuevo el terror invadió su alma. De nuevo experimentó la terrible agonía mental de aquel increíble tipo de vuelo espacial.

Pero esta vez no le importaban aquellos terrores mentales. En alguna parte de su cerebro había un intenso júbilo. Preguntándose si aquello sería la premonición de la muerte, continuó concentrándose en esa idea.

Vagamente, como si procediera de otro espacio, o de otro tiempo, adquirió conciencia de un rugido. El cohete se hizo visible a unos diez pies de distancia.

West había cometido un ligero error en sus cálculos.

Zen se encontraba ahora en el espacio sin aire. Todas las células de su cuerpo se estremecieron agónicamente. El dolor hizo presa en su garganta como unas manos que trataban de estrangularle.

—¡Oops! He cometido un error —oyó que susurraba West.

Zen avanzaba paralelamente al cohete. West había acertado con el trayecto y la velocidad, pero no había calculado con exactitud el punto de coincidencia. ¿Error de la máquina? ¿Error humano? ¿Quién podía saberlo?

¿Y a quién podía importarle?

¡Click!

Como un vasto océano de cálida energía la mente de la raza llegó hasta Kurt Zen. ¡Existía allí en el espacio, también! A Zen no se le hubiera ocurrido nunca imaginarlo. Lo había considerado como un elemento limitado a la superficie del planeta.

Y allí, en pleno espacio, conservaba la vida en él.

Ignoraba cómo era posible aquel hecho: se trataba de uno de los misterios que el futuro se encargaría de resolver... si había un futuro que no fuese el de las llanuras fangosas.

Zen experimentó la sensación de que una poderosa corriente circulaba por el interior de su cuerpo.

¡Click!

¡Estaba en el cohete!

El olor a aceite recalentado hirió su olfato. Cuando trató de moverse, se dio un golpe en la cabeza. Se encontraba en un angosto pasillo. Delante de él vio un cuadro de mandos con diversos interruptores. Empezó a arrastrarse en aquella dirección.

En sus oídos resonaba un rugido ensordecedor. Todo su cuerpo vibraba como si fuese a estallar en pedazos. El pasillo era demasiado angosto. No había sido diseñado para permitir el paso de un hombre.

Todos los esfuerzos de Zen resultaron inútiles. El cuadro de mandos estaba allí, tan cerca, y al mismo tiempo tan lejos de su alcance como si se encontrara al otro lado de la luna.

El aire empezaba a enrarecerse. Zen se retorció, luchando desesperadamente, pero su cuerpo estaba incrustado en el angosto pasillo de un modo que le impedía moverse.

Alguien tiró de sus brazos. Nedra estaba delante de él, tratando de hacerle avanzar por el pasillo.

—¿Tú? —susurró Zen.

—¿Quién con mejores derechos que yo? —replicó Nedra.

Tenía el rostro empapado en sudor. Los cabellos alborotados. Tiraba de Zen con todas sus fuerzas.

El cohete derrapó, iniciando su giro en el espacio. Zen hizo un esfuerzo sobrehumano. Y quedó libre.

Tras aquel esfuerzo, en su cuerpo no quedaba más que pura energía nerviosa. Y Zen lo sabía.

A través de una abertura circular, vio la Tierra deslizándose debajo del cohete, muy lejos. Con sus mares azules y sus verdes campiñas, el planeta era también muy bello.

Zen se situó ante los mandos, tratando de comprenderlos. En alguna parte funcionaban suavemente unos giroscopios estabilizadores. Los mandos eran muy sencillos. Zen pulsó un interruptor.

No ocurrió nada.

En aquel limitado espacio, la risa de Zen sonó de un modo demencial.

Nedra le miró.

—¿Qué ha pasado?

—Nada. No ha pasado nada. Eso es lo malo.

—¿Por qué?

—Esos mandos sólo sirven para establecer el rumbo. Una vez establecido el rumbo y disparado el cohete, los mandos quedan automáticamente cerrados.

—Entonces, ¿no podemos cambiar el rumbo?

—No.

El rostro de Nedra se contrajo. Parecía una niña a punto de echarse a llorar.

Otro cuadro situado a su izquierda llamó la atención de Zen. En él había únicamente un botón rojo. Zen examinó cuidadosamente el cable que se extendía por detrás del cuadro.

—¡Diablos! —exclamó súbitamente.

—¿Qué pasa, Kurt?

—¡Ese botón rojo! ¡Es un mando independiente de la cabeza del proyectil! ¡Tiene que serlo! ¿Por qué supones que lo han puesto?

—Probablemente para probar el mecanismo de lanzamiento antes de instalar la cabeza del proyectil. ¿Qué importancia puede tener eso?

—Tal vez podamos ir al cielo.

—¿Qué quieres decir?

Zen explicó cuidadosamente lo que quería decir.

—¿Hacer estallar el cohete aquí, en el espacio?

—Exactamente.

La voz de West volvió a resonar en su mente. Zen la ignoró. Su mano avanzó hacia el botón rojo.

—Hay algo que quiero que sepas —dijo Zen, interrumpiendo el gesto de su mano.

—¿De qué se trata?

—¡Te quiero! —dijo Zen.

Nedra se echó en sus brazos como una chiquilla asustada.

—Lo supe el primer día que te vi —murmuró—. Estoy dispuesta, amor mío.

Zen besó a Nedra y pulsó el botón rojo.

Se produjo un horrísono estruendo.

La oscuridad lo envolvió todo.

Kurt Zen surgió de aquella oscuridad para encontrarse a sí mismo contemplando el rostro de Sam West, inclinado sobre él. En aquel rostro había algo que le resultaba familiar, algo que debió haber sospechado hacía mucho tiempo. Trató de pensar en lo que era.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó.

—Esa cabeza del proyectil tenía un mecanismo retardatorio de la explosión. Unos treinta segundos, aproximadamente. Y eso nos permitió sacarles a ustedes del cohete antes de que estallara la cabeza atómica.

Lo que West decía sonaba muy importante. En otras circunstancias, Zen sabía que lo hubiera considerado importante. Pero ahora había otras cosas más significativas.

—¿Estalló la cabeza atómica? —preguntó.

—Hace diez minutos —respondió West jubilosamente—. ¿Sabe lo que significa eso, Kurt? ¿Sabe lo que significa?

—Sí —respondió Zen—. Que no tendré que ser una anguila. —Aún había otra cosa que era importante—. Dígame...

—¿Una anguila? —Por un instante, el rostro de West mostró una expresión desconcertada. Luego captó el significado—. Tiene usted razón, Kurt. Nada de anguilas... para ninguno de nosotros.

—Estupendo —dijo Zen—. Nedra...

—Está aquí, a su lado, completamente agotada. Pero no tardará en reponerse.

—Estupendo —repitió Kurt. El otro hecho continuaba en su. memoria. Mientras trataba de recordarlo, le llegó la respuesta. Alzó la mirada hacia West—. Usted no es Sam West —dijo.

—¿No? —inquirió West, con el fantasma de una sonrisa en los labios—. Entonces, ¿quién soy?

—Usted es Jal Jonner. Nadie, a no ser Jal Jonner, podría haber hecho todas las cosas que usted ha hecho.

—Tienes razón, Kurt. Soy Jal Jonner. Y tú eres Kurt Zen. Y ésta es Nedra...

Zen vio la sonrisa que iluminaba el rostro de West. Era la mejor sonrisa que había visto nunca. Luego, la sonrisa se borró mientras Zen se hundía en el profundo sueño del agotamiento. Ni siquiera notó cómo Jonner colocaba la mano de Nedra en la suya.