VII
Dos jeeps orugas equipados para ascensiones en planos inclinados muy difíciles partieron, con quince agentes armados y el comisario al frente, hacia el punto marcado por don José y los alumnos en el mapa que les fue presentado durante el interrogatorio a que fueron sometidos.
Los coches avanzaron con apariencia insegura por la falda escurridiza. Patinando sobre la tierra granulada y quebradiza, daba la impresión de que aquellos vehículos no servían para alcanzar su destino. Pero la realidad fue otra. Pronto estuvieron arriba.
—Muchachos, al suelo —ordenó el comisario—. Esperemos que con tanto polvo y tanto ruido, si hay algo, no lo hayamos puesto en guardia. Yo no creo en mitos extraterrestres, pero sí cabe la posibilidad de una máquina de espionaje.
—¿Qué debemos hacer?
—Darle el alto. Pedir sus credenciales.
Con sigilo, se desplazaron hasta el borde del embudo volcánico. Al principio sólo el raro paisaje se presentó ante su vista: las rocas como goterones de chocolate endurecido, las aulagas enseñando su reseca estructura de nervios fosilizados, las chumberas imitando a espantapájaros verdes. Pero a! poco tiempo, de entre unas hendiduras horizontales amparadas por cornisas de piedra pómez, surgió retrocediendo la desconocida mole.
—¡Atiza, señor!
El chasquido de varias armas poniéndose a punto resaltó sobre los suspiros y cantos ululantes del viento.
—Somos quince —musitó el comisario tratando de tranquilizar a los demás y a sí mismo—. Poca cosa —reconoció—. Tú y tú, apostaos aquí con el bazooka. Pero no se os ocurra abrir fuego más que en caso de fuerza mayor.
—Sí, señor.
Los dos hombres se tendieron, con el arma portátil, lanzadora de cohetes liliput, preparada.
—Vosotros dos —le dijo a otros— vendréis conmigo para ayudarme a manejar el megáfono y la radio... Los demás abrios en abanico y converged sobre el objetivo. —Frunció el ceño y quedó un rato pensativo—. Esperad... ¿Y si esto fuera más grave de lo que parece?... A ver, uno cualquiera, que pida más refuerzos. Por lo menos 15 ó 20 hombres, y algunos focos.
Había, entretanto, anochecido. Un círculo amenazador y desconfiado anillaba al grande y metálico "crustáceo-medusa", que según las apariencias se movía con tranquilidad ocupado en una labor a todas luces investigadora, ya que no cesaba de tomar muestras de las especies existentes a su alrededor, a la vez que un destello emitido con regularidad hacía pensar en determinado tipo de cámaras fotográficas.
Media docena de reflectores fueron apuntados hacia el artefacto patilargo. Y a una señal convenida fueron encendidos a la vez. Atrapó la red de luz a la máquina que, tomaba por sorpresa, dio unos torpes saltos y se apretó contra el suelo como asustada.
—¿Quiénes son y de dónde vienen? —interrogó el comisario precipitadamente por el megáfono—. No deseamos más que asegurarnos y eliminar nuestras sospechas. No llevan distintivos conocidos. Nadie nos ha dado parte de ustedes.
De improviso la máquina fue tornándose verdosa, refulgente, y comenzó a zumbar de manera no tranquilizadora. Replegando sus patas y apéndices, inició movimientos ascendentes. Varios fogonazos verdosos restallaron bajo su vientre rayado de amarillo y negro.
—¡Nos ataca! —gritó a alguien. Y otro más nervioso apretó el gatillo de su ametralladora de gran calibre, y al mismo tiempo los poseedores del bazooka disparaban por contagio.
—¡Alto!, ¡alto!...
Pero la orden llegó demasiado tarde. Ya la brillante masa caía como una hoja muerta. Tocó el suelo donde, como un animal herido, quedó agitándose sincopada.
—Pip-pipt-pipt... —emitía; y aquel sonido tenía algo de lastimero...