IV
Don José estaba en la pizarra explicando ecuaciones.
—Y para terminar —dijo:
x=(-b ± raíz( b2-4ac))/2a
En el aula sólo se escuchaba el raspar de los lápices sobre los cuadernos. A oído supo cuándo cada alumno había terminado de copiar la fórmula.
—Bien. Ya está... Ahora necesito un voluntario para...
La puerta se abrió de golpe y Luis, pálido como un papel envejecido, tembloroso como un agitado élitro, entró en la clase.
—¡Pero, niño!
—Yo es que he... visto... un..., un..., un...
Todos los compañeros de escuela se pusieron en pie ante la gagueante y cómica apariencia de Luis. Pero don José comprendió que la actitud del niño ocultaba una emoción que necesariamente debía de ser atendida. Esta deducción le impulsó a descender los peldaños de la tarima.
—¡Silencio! ¡No más carcajadas!, ¡silencio! —Y con una sonrisa de cordialidad caminó entre los pupitres. Luis retrocedió, aunque en seguida se llenó de confianza y entre gemidos dijo:
—Perdóneme por haber escapado del colegio...
—Deja eso —le respondió don José, pasándole el brazo sobre un hombro en señal de cordialidad—. Dinos qué te ha ocurrido.
El maestro, con el niño sentado sobre las rodillas en un escalón de la tarima, y el resto de los alumnos en torno, atendió con interés a cada palabra, quedando convencido de que, por mucha imaginación que tuviera el chico, lo narrado se hallaba fuera de las posibilidades inventivas hasta para un hombre normal. Pero antes de comunicar algo a otro pensó que sería mejor comprobar personalmente los hechos.
—Bien, vamos a ir de excursión.
La gritería alegre de los muchachos fue ensordecedora.
—¡Silencio!
Don José llamó a la panadería solicitando bocadillos de queso, mortadela, jamón y foigrás, más diez botellas de agua y cestos correspondientes. Nadie se extrañaría, pues era frecuente ver a los chicos de paseo con su maestro, como asimismo recibir pedidos similares.
—Ahora, vamos a jugar a exploradores. Andaremos sin hacer ruido y en orden hasta la montaña.