I

Pete se sentía responsable de la muerte de Tobur, y su preocupación era tan intensa que, al principio, tío Gunnar y tía Edith temieron que tendrían que llevarle a un psiquiatra de Stallemont. Pero finalmente lograron tranquilizarle.

—No fue culpa tuya, Pete —repitió tío Gunnar una y otra vez—. Tenía que ocurrir. ¿Cómo podías saber —cómo podía saber nadie— que aquellas inofensivas campanillas eran un cebo para atraer al animalito al pantano? Tal vez no debiste salir solo, pero también nosotros nos hicimos responsables al no vigilarte...

Y así días y días, para que la idea se grabara en la mente de Pete.

—No sabemos lo suficiente acerca de este planeta —insistía tío Gunnar—. La gente —se refería también a los no-humano-humanos como Tobur— muere a causa de tormentas, terremotos y animales salvajes; enfermedades y veneno; y continuarán muriendo de mil modos diversos, aquí en Nerthus y en otros mil mundos, hasta que consigamos conocerlos. Hasta que comprendamos la totalidad de una geología y de una ecología distintas de las de la Tierra, con las diferencias que dos mil millones de años de evolución separada pueden crear. Es el precio que tenemos que pagar. Gracias a la muerte de Tobur, ahora sabemos que las campanillas representan una amenaza, y podremos salvar a algunos de los chiquillos que han venido desapareciendo como hiciste tú, Pete, y estaremos un poco más seguros sobre este planeta. Desde luego, le echaré de menos. Toda la vida voy a echar de menos su feo rostro... pero su muerte ha servido para algo.

Resultaba duro pensar que un planeta tan bello como Nerthus podía matar a la gente. Nerthus era casi otra Tierra. La luz del sol se derramaba desde un alto cielo azul sobre llanuras y colinas y resplandecientes ríos; los bosques crujían y susurraban; los prolongados y tristes vientos soplaban sobre más kilómetros de soledad y de paz de los que un hombre podía imaginar. No había aún muchos colonos —Stallemont era el único pueblo—, y las granjas estaban muy esparcidas. Cuando se poseía un aeromóvil y un televisor no se estaba lejos de nadie en el tiempo, pero los vecinos se encontraban todavía lejos en el espacio y las noches eran largas y solitarias.

De modo que Pete quedó sorprendido cuando se presentó Joe, a pie.

Ocurrió una tarde cuando Pete estaba solo en aquellas cincuenta hectáreas de bosque y de césped a las que daban el nombre del patio delantero. Tía Edith se encontraba en la casa, la cual podía divisar Pete a través de los árboles; y tío Gunnar estaba en la parte de atrás, reparando una de las máquinas semirrobóticas. Pete se había cansado de mirar cómo trabajaba y había marchado al lugar donde se encontraba ahora: tendido boca abajo, contemplando una colonia de hormicoides que construía uno de sus enormes nidos.

Joe llegó muy silenciosamente. De pronto estuvo allí, una sombra alta, delgada e inmóvil. Peter levantó la mirada, tragó saliva y notó que su corazón palpitaba más aprisa. Aquél era un extranjero.

—Ho... hola —dijo, poniéndose en pie.

—¿Cómo te encuentras? —dijo el extranjero.

Hablaba el idioma terrestre con un academicismo que revelaba que lo había aprendido por medios psicofónicos; su único acento era el que su forma de su aparato vocal le obligaba a emitir, una especie de siseo apenas audible.

Pete le contempló con curiosidad. No era humano, ni pertenecía a ninguna otra raza de la que Pete hubiera oído hablar. Pero existían tantas razas rondando por la Galaxia en aquellos tiempos —y continuamente se descubrían otras— que nadie podía pretender conocerlas todas.

El extranjero era muy alto, casi dos metros y medio, con largas piernas y un cuerpo ñaco: clasificable como «humanoide», excepto por el hecho de que tenía cuatro brazos; un par más pequeño encima, y debajo el otro par. Su cabeza era grande y redonda, con largas orejas puntiagudas y unos grandes ojos amarillos, entre los cuales se encontraban las fosas nasales sin nariz, y encima de los cuales se agitaban dos emplumadas antenas. Aparte de un abolsado cinturón, iba desnudo, pero una alisada piel verdosa cubría todo su cuerpo. Parecía un Vashtrian o quizás un Kennacor, pero no lo era.

—¿Quién eres? —preguntó Pete. Luego recordó sus modales, después de todo, iba a cumplir once años, y dijo—: Perdone. Soy Wilson Pete, de Sol, y este lugar pertenece a mi tío Thorleifson Gunnar. ¿Puedo servirle en algo?

—Es posible —dijo el extranjero—. Creo que tu tío está buscando un ayudante.

Tío Gunnar necesitaba a alguien imperiosamente. A pesar de los autómatas y semirrobots de que disponía, un hombre no podía trabajar por sí solo una hacienda de aquella extensión. Después de la muerte de Tobur, había puesto un anuncio en el teleprograma pidiendo un jornalero, pero no confiaba mucho en el resultado. El trabajo escaseaba todavía en Nerthus, y los recién llegados preferían quedarse en Stallemont, donde podían obtener un empleo mejor pagado. De modo que la presencia del extranjero era una verdadera suerte.

—Desde luego —dijo Pete—. ¡Venga!

Y echó a correr, seguido del extranjero, cuyas largas piernas le permitían seguir al muchacho sin apresurarse.

Encontraron a tío Gunnar sudando y sucio de grasa en el cobertizo de las máquinas. Alzó la mirada, se secó el sudor del barbudo rostro y saludó cortésmente al recién llegado. Cuando se enteró de que el extranjero quería trabajar para él, sus ojos se iluminaron; pero se limitó a inclinar la cabeza.

—Entremos en la casa y hablaremos del asunto —sugirió.

De modo que entraron en la vivienda, y tío Gunnar se quitó las grasientas ropas... como cualquier persona sensible hubiera hecho en un día tan cálido como aquél. Tía Edith se quedó sorprendida al ver al extranjero; no estaba acostumbrada a los no-humanos, como lo estaba un antiguo explorador del espacio como tío Gunnar, y no sabía qué actitud adoptar. Pero al extranjero no pareció importarle.

Tío Gunnar vaciló en el momento de las presentaciones.

—Soy de Astan IV —dijo el recién llegado—. Mi nombre... bueno, llámenme Joe.

—Astan IV... Nunca he oído hablar de ese planeta —dijo tío Gunnar—. ¿Recién descubierto?

—No del todo. Hace varios años aterrizaron unos exploradores galácticos. Pero siendo, en conjunto, una raza sin demasiado interés por la tecnología ni por los viajes, hemos permanecido ignorados. Yo soy uno de los pocos que desean ver cómo es la Galaxia y sus civilizaciones. De modo que me puse en camino, y me gano la vida trabajando. Es el mejor sistema para aprender.

La voz de Joe era muy suave y tranquila, y en sus ojos amarillos había algo que a Pete le gustó.

—¿Por qué no se ha quedado a trabajar en Stallemont? Allí hubiera ganado más dinero del que yo puedo pagarle —dijo tío Gunnar.

—Ya he visto otros pueblos coloniales; son muy parecidos. Esta vez deseaba contemplar la vida colonial desde dentro, por así decirlo... y al mismo tiempo evadirme un poco de unos contornos demasiado... mecánicos. Oí su anuncio y vine hacia aquí.

—¿Desde Stallemont? ¿A través del bosque inexplorado? Eso significa un viaje de varias semanas; y no hace tanto tiempo que puse el anuncio.

—¡Oh! Un colono me llevó en su aeromóvil parte del camino. Y el bosque no me asusta. Mi planeta natal está lleno de bosques.

—Bueno...

Tío Gunnar se rascó la cabeza. Era evidente que se preguntaba si podía arriesgarse a aceptar a un extranjero que a lo mejor no le resultaba útil... que incluso podía ser un fugitivo de la ley. Pero necesitaba ayuda imperiosamente, y Joe era tan agradable y tan bien hablado...

—Bueno... ¿por qué no? —Tío Gunnar sonrió—. Veremos cómo funciona, Joe. Siéntese y descanse un poco. Edith, ¿dónde diablos está aquel whisky?

El extranjero no empezaría a trabajar hasta la mañana siguiente, pero tío Gunnar dedicó la tarde a enseñarle su hacienda. Pete les seguía con los ojos abiertos como platos. Cuando regresara a la Tierra tendría algo que contarles a los muchachos. «Teníamos a un extranjero trabajando para nosotros. Venía de tan lejos, que ni siquiera mi tío había oído hablar nunca de su planeta. Tenía cuatro brazos, no tenía nariz, y le llamábamos Joe.»

Fueron a ver los animales. Tío Gunnar sólo tenía unos cuantos de la Tierra: un par de vacas, varios cerdos y gallinas. Estaba más interesado en domesticar a los animales nativos, y no le había ido mal con un par de las especies de mamíferos de seis patas. Había allí algunos «novillos» que le proveían de carne y de cuero; algunas «jacas» que podían ser montadas a través de los bosques, en lugares que un automóvil o un tractor no podían cruzar; y ahora estaba trabajando con las aves de cuatro patas.

—Muchos colonos importan todos sus animales y plantas, y tratan de cultivarlos como si Nerthus fuera la Tierra —explicó tío Gunnar—. Es un error. No podemos encajarlos en una ecología completamente distinta sin un largo período de cuidadosa adaptación. Han de verse afectados por mil pequeñas cosas; las mordeduras de ciertos insectos los emponzoñarán; la hierba y el suelo no tienen la composición adecuada; faltan elementos esenciales... Mire aquellas vacas mías, por ejemplo. Están que da pena verlas, a pesar que importo forrajes de la Tierra para complementar su dieta. En cambio, los novillos nativos están gordos y relucientes.

»Tendremos que hacer muchas pruebas, antes de descubrir las especies que serán más fáciles de domesticar. En la Tierra, al hombre le costó mucho tiempo descubrir que el caballo y la vaca salvaje podían ser domesticados, en tanto que el bisonte y la cebra no podían serlo; pero el resultado compensó con creces la espera.

Las vacas se removían, inquietas, en el establo; Joe las ponía un poco nerviosas. En cambio, los animales nativos permanecían tranquilos. Alguna pequeña diferencia en el olor, sin duda.

—¿Y puede el hombre, vuestra raza, comer alimentos nativos sin padecer las mismas deficiencias? —preguntó Joe.

—Esa es una buena pregunta —dijo tío Gunnar—. Y corresponde a uno de nuestros mayores problemas. En primer lugar, desde luego, tenemos que descubrir qué plantas y qué carne son realmente nocivas para nosotros: es una cuestión de análisis químico, o de experimentación con animales de la Tierra. Luego tenemos que saber qué vitaminas, minerales y elementos básicos que necesitamos faltan en los alimentos que podemos comer. Actualmente, complementamos nuestras dietas con pastillas que contienen los factores ausentes. Pero en definitiva tendremos que cambiar el ganado nativo —mediante mutaciones y crianzas selectivas—, y nosotros mismos tendremos que cambiar también hasta cierto punto. Esto último tardará unas cuantas generaciones en realizarse.

»Somos una raza adaptable, y todos los que nazcan aquí experimentarán una leve modificación debido a que las diferencias actuarán sobre ellos desde el momento mismo de la concepción. La selección natural cambiará la herencia... digamos en el curso de un millar de años, aproximadamente. Nadie morirá, pero las personas cuya herencia esté un poco mejor adaptada a Nerthus tendrán más hijos.

—De modo que al final se convertirán ustedes en... nerthusianos —dijo Joe.

—Exacto. Del mismo modo que los hombres que colonicen oíros mundos se adaptarán a ellos. Del mismo modo que el hombre, en la Tierra, se ha adaptado racialmente a medios distintos. Los antiguos esquimales, por ejemplo, gozaban de una salud perfecta con una dieta exclusivamente cárnica. Los bosquimanos Kalahari se adaptaron a beber agua salobre, y desarrollaron la capacidad de almacenar agua en su propio cuerpo para los períodos de escasez.

Tío Gunnar tenía toda una biblioteca sobre el tema de la adaptación.

—¿Y no existe aquí ninguna raza nativa? —preguntó Joe.

—¿Vida inteligente? No. Este planeta fue explorado a conciencia en busca de tales seres antes de quedar abierto a la colonización, con resultado negativo. No había aldeas; no había artefactos; ni siquiera herramientas de piedra. Sería muy agradable que hubiera nativos: podrían decirnos un montón de cosas que tendremos que descubrir por nosotros mismos. Claro que, en el caso de que hubiesen existido aborígenes, la ley hubiera prohibido la colonización.

—Esa es una actitud... humana.

—Y también una actitud sensible. En épocas anteriores, los hombres se establecían en planetas en los cuales vivían razas indígenas primitivas. Ello provocaba numerosos conflictos en los cuales el hombre, aunque siempre vencedor, pagaba a menudo un elevado precio por su victoria. Y lo peor del caso era que una vez iniciada la colonización no podía ser interrumpida; no se puede evacuar a unas personas que se han creado una existencia en un determinado lugar. En consecuencia, la lucha tenía que continuar hasta que se llegaba a establecer una fórmula de compromiso... que por regla general dejaba insatisfechas a las dos partes.

Joe asintió, lentamente, sus ojos brillando en la semioscuridad con extraños reflejos amarillos.