VI
—¿Usted está seguro de lo que dice? —le preguntó el comisario, visiblemente incrédulo, con una mirada dura y el ceño fruncido—. ¿Usted está seguro de lo que me cuenta? —insistió alzando el tono de voz amenazadoramente, y se apoyó sobre la mesa con el brazo extendido y en la mano cerrada el índice amenazador como un revólver a punto de hacer fuego.
—Lo hemos visto todos...
—¡Sí, señor! —reafirmaron los niños, gritando a coro.
El comisario echó la silla hacia atrás para peder sacar la barriga de debajo del tablero y ponerse en pie.
—A ver, sentaos ahí.
El banco estaba situado a lo largo del muro. Tomaron asiento. Don José miró nervioso al reloj de pared. Sabía que de seguir prolongándose la entrevista, pronto los padres de cada niño empezarían a llamar a la escuela, a la casa de socorro y a la comisaría, sembrando su propia alarma e incertidumbre.
—Señor, deje que los niños se vayan a casa. Es tarde. Sus padres se preocuparán.
—¡Hum!, ¿cree que sería bueno divulgar esta noticia, sea auténtica o sea falsa, sin hacer antes comprobaciones?
—¿Va a tenernos aquí hasta la comprobación de los hechos?
—No... Váyanse a la escuela. Y esperen allí. Un policía les acompañará, o dos. Dele una lista con las direcciones o el número telefónico de cada alumno. Avisaremos a sus familiares.
—¿Y qué piensa usted decirles?
—Pues... que estamos haciendo ensayos de protección civil. Que no se inquieten, pues sus hijos comerán en la escuela y serán atendidos a cuerpo de príncipe. Yo me encargaré de conseguirles buena comida... Examinaré sobre el terreno esa cuestión tremebunda —terminó el comisario de hablar, haciendo un gesto que pretendió despreocupado pero que no le sirvió más que de mueca ridícula incapaz de ocultar su desasosiego interior.
Don José y los niños cruzaron ordenados el polvoriento trecho de carretera que conducía a la escuela. A la vez, varios guardias se encargaban de difundir la mentira ideada para cubrir las apariencias.