V
"Nedra es inmune a la radiación", pensó Zen, cuando la enfermera se hubo marchado para incorporarse a su unidad. Esto, en sí mismo, era de suficiente importancia para atraer y retener el interés de las alturas militares y científicas. Tal vez los soldados podrían ser también inmunizados. Tal vez, por algún imposible capricho de la suerte, podría encontrarse un medio para que los obreros regresaran a unas fábricas abandonadas, a unos almacenes que llevaban demasiado tiempo cerrados. Ello podría significar materiales y suministros para unas tropas que andaban desesperadamente escasos de ellos, y para una población civil que empezaba a sentir los efectos del hambre.
Un ser humano que había alcanzado la inmunidad a la radiación, era lo bastante importante como para merecer toda su atención. Al mismo tiempo, existían muchas posibilidades de que Nedra perteneciera a la misteriosa nueva gente. Y había en ella algo que le interesaba a Zen todavía más. Ignoraba lo que era, exactamente, pero sospechaba que tenía que ver con el futuro, con un mundo distinto al único que él conocía. O con otro universo. El recuerdo de su contacto con la mente de la raza pasó de nuevo por su conciencia.
Ahora sabía lo que iba a hacer en lo que respecta a Nedra. Presentía cuál iba a ser el próximo movimiento de la muchacha. Y esperaría a que lo efectuara.
Encontrar un fusil no fue difícil. En el camino había muchas armas abandonadas. Las cartucheras de un soldado muerto estaban llenas de munición. Zen cogió las cartucheras. Empuñando el fusil, se dirigió hacia el arroyo que murmuraba en el fondo de una quebrada. El agua era clara y fría, pero las truchas muertas que flotaban en la superficie indicaban que estaba contaminada.
Buscando un lugar desde el cual pudiera vigilar la quebrada, Zen avanzó por una de las laderas. A través de los pinos veíase un borroso sendero.
"Un antiguo tendido de carriles para las vagonetas", pensó Zen. Los raíles habían sido arrancados hacía mucho tiempo, las traviesas se habían podrido y la hierba había cubierto el camino. Apenas se había instalado en un lugar favorable para observar la quebrada, cuando una piedra rodó por el antiguo camino.
Poco después, Nedra pasó por delante de su escondite.
Zen permaneció agazapado hasta que la muchacha se encontró a cierta distancia. Entonces se dedicó a seguirla.
El sendero trepaba lentamente por la ladera dando vueltas y revueltas. Cuando llegó al lindero del bosque, Zen divisó un terraplén de roca amarilla, el vertedero de una antigua mina, y comprendió por qué había sido trazado aquel tendido para las vagonetas. Más allá había probablemente un pueblo fantasma.
Nedra continuaba avanzando por el antiguo camino.
Zen sentía aumentar su excitación. Estaba convencido de que la enfermera le conducía directamente al escondrijo de la nueva gente.
En aquellas montañas, un pequeño grupo podía ocultarse indefinidamente. El alimento podía llegar a convertirse en un problema, pero abundaba la caza: gamos, venados y osos, y algunos de los valles altos habían sido tierras de cultivo antes de la guerra. Unos cuantos pioneros osados sobrevivieron siempre en aquella selvatiquez. Si ellos pudieron hacerlo, también la nueva gente podía sobrevivir allí.
Desde luego, tenían que haber eludido a las patrullas de Cuso, que merodeaban en busca de provisiones y de mujeres. Pero no debió resultarles demasiado difícil.
El pueblo fantasma estaba a la vista.
Rodeando una antigua mina, un triturador y un concentrador, el pueblo fantasma estaba también en ruinas. Pero, al contrario de tantas pequeñas ciudades, las ruinas no eran consecuencia de un ataque, sino obra de la naturaleza. Las nieves del invierno habían amontonado su carga sobre unos débiles tejados, las lluvias habían podrido los maderos, con el resultado de que muchas de las casas se habían derrumbado, sencillamente. La maleza crecía en los umbrales, y los arbustos habían arraigado en las calles.
Nedra andaba por el centro de la que en otro tiempo había sido calle principal. Su paso era seguro, y parecía saber exactamente adonde iba.
El hombre andrajoso apareció en la puerta del garaje a la izquierda de Nedra. Se dirigió a ella, llamándola. Nedra dio un respingo al sonido de la voz, miró al hombre y continuó andando.
—¡Eh! ¡Espera un momento, preciosa! —gritó el individuo, lo bastante alto como para que Zen pudiera oírle. Luego salió del umbral y se dirigió hacia Nedra. La muchacha se volvió para enfrentarse con él.
Kurt Zen alzó el fusil, pero inmediatamente volvió" a bajarlo. No sólo tenía una gran confianza en la capacidad de Nedra para protegerse a sí misma, sino que deseaba ver lo que iba a ocurrir.
El lazo, arrojado con la habilidad de un vaquero, llegó del lado opuesto de la calle. Cayó sobre los hombros de Nedra e inmovilizó sus brazos contra sus costados. Un fuerte tirón, y la muchacha cayó al suelo.
El hombre que había salido del umbral del garaje saltó hacia ella. Unió las manos de la muchacha a su espalda y empezó a registrarla, buscando un arma.
El hombre que había arrojado el lazo salió de su escondite para ayudar a su compañero. Era muy bajo y tenía las piernas arqueadas.
Zen apoyó la culata del fusil contra su hombro. Aunque no había disparado nunca aquella clase de arma, a la distancia en que se encontraba del grupo no podía fallar.
El grito de Nedra llegó a sus oídos.
—¡Coronel! ¡Cuidado!
Desconcertado y sorprendido, Zen bajó el fusil. ¡Nedra sabía que la estaba siguiendo y que se encontraba muy cerca de ella! ¿Cómo había sabido que la seguía? ¿Por qué le había permitido hacerlo? Más importante aún, ¿adonde le estaba conduciendo? Y, ¿por qué trataba de salvarle, cuando su propia vida estaba en peligro?
Aunque supiera que Zen la estaba siguiendo, era evidente que ignoraba la presencia de aquellos hombres allí. No había ido a reunirse con ellos. Entonces, ¿cuál era su propósito al trepar a aquel pueblo fantasma situado en unas montañas selváticas ya recorridas por los hombres de Cuso?
El primero de los rufianes se estaba poniendo en pie. Zen apuntó la mira del fusil al centro de su andrajosa chaqueta.
- ¡Deje caer el arma! -dijo una voz detrás de él.
Más sorprendente incluso que la orden era el hecho de que Zen conocía la voz que acababa de hablar. O creía conocerla. Soltó el fusil.
—Ahora, levante las manos.
Zen obedeció.
—Hola, Jake —dijo.
Detrás de él resonó una exclamación de sorpresa.
—¿Cómo diablos me has reconocido?
—Por la voz —respondió Zen—. ¿Puedo volverme ahora?
—Desde luego. Desde luego. Pero, ¿qué diablos estás haciendo aquí?
Al volverse, Zen vio el rifle automático que le apuntaba. El arma oscilaba ligeramente y el hombre que la empuñaba parecía algo confuso. Su rostro estaba cubierto por una negra pelambrera y unos largos cabellos asomaban por debajo de un baqueteado casco.
—Me alegro mucho de volver a verte, Jake —dijo Zen, avanzando hacia el hombre con la mano extendida e ignorando el rifle automático.
—¡Kurt Zen! No te había visto desde... desde...
—Desde la noche de Denver —dijo Zen. Se estremeció de horror al recordar lo sucedido aquella noche. Un bomba había reducido la ciudad a escombros.
—Sí, eso es. Sí. Creí que te habían pescado aquella noche, Kurt.
—Lo mismo pensé yo de ti. ¿Qué estás haciendo aquí? Y, ¿qué... qué le sucedió a Marcia?
Inmediatamente de haber formulado la pregunta, Zen se mordió los labios, lamentando su curiosidad. Al oír el nombre, los ojos de Jake empezaron a cambiar, pasando alternativamente de la comprensión a la confusión y viceversa. En un momento determinado, los ojos miraron a Zen y el hombre recordó y apreció al coronel. Un instante después, ni los ojos ni la mente que había detrás de ellos le reconocieron. Zen era entonces un desconocido, al cual había que tratar con recelo, temor y, posiblemente, destruir. Cuando Zen le había conocido en Denver, Jake era un joven aviador. Marcia y él acababan de casarse y estaban muy enamorados.
—Ella... ella... —La voz era dolorida—. La radiación acabó con ella. —Por un instante, el recuerdo era verdadero. Pero había demasiado dolor en el recuerdo para que aquel hombre se enfrentara con él. El recuerdo se desvanecía. Sólo quedaba el dolor—. ¿Marcia? ¡Oh! Está muy bien. En mi próximo permiso, tendremos una segunda luna de miel. —Los ojos del nombre parecieron iluminarse—. Puedo verla ahora, esperándome. En mi próximo permiso tienes que venir conmigo, Kurt...
Zen hubiese podido dominarle. Hubiese podido arrancarle el rifle de sus manos sin que Jake protestara. Pero, no hizo nada. El dolor del hombre era demasiado real para lastimarle más.
—¿Qué pasa aquí? —inquirió una voz ruda.
Era el hombre de la chaqueta andrajosa. Nedra y el individuo que arrojó el lazo habían desaparecido. No existía ningún indicio del lugar al cual se habían dirigido. El hombre de la chaqueta andrajosa estaba muy delgado. Sus dientes recordaban los colmillos de un lobo, pero sus ojos tenían un extraño brillo, con una eterna expresión de hostilidad y suspicacia. Empuñaba una metralleta, con la cual apuntaba a Kurt.
—¡Oh! Hola, Cal. Yo... —Jake vaciló—. Este es un viejo compañero mío. Le conocí allá abajo... Le conocí cuando... Es de toda confianza.
Los ojos de Cal decían que no creía una sola palabra de lo que acababa de oír. Miró a Zen de arriba abajo. El cañón de la metralleta continuó apuntando al estómago del agente del servicio de información.
—¿Qué está usted haciendo aquí?
—Tal vez me he cansado de ver cómo van las cosas allá abajo —respondió Zen.
No mentía. Estaba cansado de ver cómo iban las cosas. Lo mismo que otros millones de hombres.
Los ojos de Cal revelaron que no le creía. Zen se dio cuenta de que el hombre barajaba distintas posibilidades en su mente. Se sentía inclinado a utilizar la metralleta. Arrojar otro cadáver al barranco sería una fácil solución al problema planteado por un intruso.
—¿Cómo van las cosas allá abajo? —preguntó.
—Mal —dijo Zen, sin faltar tampoco a la verdad.
—¿Qué ha sido el estruendo que se ha oído esta mañana?
—Cuso ha disparado un cohete atómico.
Los ojos de Cal reflejaron un evidente interés.
—¿Qué había por allí que justificara el lanzamiento de un cohete?
—Una columna de tropas destinada a localizar el escondrijo de Cuso —respondió Zen—. Por lo visto, a Cuso no le gustó la idea.
—Es natural —dijo Cal—. ¿Iba usted con esas tropas?
—Sí.
—¿Dónde están ahora?
—Han vuelto a bajar la colina para morir —respondió Zen.
—¿Por qué no se marchó usted con ellos?
—Estaba cansado —dijo Zen.
Agitó sus manos en un gesto que intentaba explicar que un hombre llega a cansarse y busca un lugar donde pueda reposar una temporada. Cal gruñó. Lo comprendía perfectamente.
—¿Está usted contaminado? —inquirió.
—No. Los médicos me reconocieron poco antes de desertar.
—¿Y hay otros allá abajo dispuestos a refugiarse en las colinas?
—La mayoría de ellos están demasiado cerca de la muerte para efectuar ese esfuerzo. ¿Por qué desertar, cuando se está contaminado?
—El cohete acabó con un montón de ellos, ¿eh?
—Los que no murieron a causa de la explosión, fueron víctimas de la radiactividad.
—¿Cree usted que la contaminación del paso impedirá la llegada de más tropas?
—Desde luego.
—Bueno, si los coroneles desertan, es que las cosas van realmente mal. Esto es interesante. —Cal hizo oscilar la metralleta, pero el cañón no apuntaba ya al estómago de Zen—. ¿Qué busca usted por aquí?
—Un lugar donde ocultarme.
—¿Por cuánto tiempo?
—¿Cómo puedo saber lo que durará esto? —respondió Zen—. E incluso cuando termine, no quiero regresar allí y andar sobre esqueletos.
—¿Andar sobre esqueletos?
—Es lo único que quedará.
—Entonces, ¿cree usted que los asiáticos ganarán?
—Tengo el presentimiento de que también en Asia abundarán más los esqueletos que cualquier otra cosa. No, no creo que ganen. Esta vez no creo que gane nadie, a excepción de los que tengan el suficiente sentido común para ocultarse.
Jake despertó de su ensueño y apoyó una mano en el hombro de Cal.
—Kurt es de toda confianza —dijo.
Era evidente que Cal no tenía una opinión muy elevada de aquella recomendación.
—Es compañero mío —continuó Jake—. Vamos a dejar que se una a nosotros. Es un buen elemento. Además, él y yo éramos compañeros. Y había una chica...
Se interrumpió súbitamente y empezó a murmurar en voz baja, atormentado de nuevo por el recuerdo de su esposa.
—¿Iba usted con esa mujer? —preguntó Cal.
—¡Kurt no ha ido con esa mujer en su vida! —gritó Jake—. ¡Era mía! ¡Mía!
—Cállate, imbécil.
—Díselo, Kurt. Dile que Marcia era mía.
—Desde luego, Jake —le tranquilizó Zen—. Todo el mundo sabe que Marcia y tú os pertenecíais mutuamente. Cal y yo estábamos hablando de otra mujer.
—¡Oh! Eso es distinto. Pero no quiero oír decir a ninguno de vosotros que Marcia no me pertenece.
Cal parecía dispuesto a disparar contra Jake.
—¡Cállate de una vez, y no te metas en esta! —aulló.
—Lo único que trataba de decirte es que Kurt es amigo mío.
—De acuerdo, ya me lo has dicho. Ahora, cierra el pico. —Cal se volvió de nuevo hacia Zen—. ¿Qué hay de esa mujer, coronel? ¿Iban ustedes juntos?
—No —respondió Zen.
—Pero ella gritó advirtiéndole a usted cuando Ed y yo la agarramos.
—Lo sé. La oí gritar.
—¿De veras?
El dedo índice de Cal se encorvó alrededor del gatillo de la metralleta.
—Sí. Estaba siguiéndola, pero ignoraba que ella sabía que la seguía hasta que gritó.
—¡Oh! —Cal mantuvo el dedo sobre el gatillo—. ¿Por qué la seguía usted?
—No eso estúpido! —estalló Zen—. ¿Por qué sigue un hombre a una mujer como ésa?
En el rastro lobuno de Cal se reflejó la sombra de una sonrisa. Se relamió los labios, dando a entender que había comprendido.
—No se lo reprocho. Pero, ¿por qué ha subido ella aquí?
—No lo sé —dijo Zen—. Ni creo que importe demasiado. En cuanto se haga de noche...
—¿Cree usted que puede ser una espía de Cuso que se dirige a su campamento para informar?
Zen se quedó con la boca abierta. Aquélla era una idea que no había pasado por su mente. Y sabía que los asiáticos tenían espías en todos los lugares donde podían introducirlos. La supervivencia de Cuso dependía en gran parte del conocimiento de la cantidad de soldados lanzados contra él, de su armamento y de los pasos montañosos que utilizaban.
—Veo por su cara que ni siquiera se le había ocurrido la idea —dijo Cal—. Entonces, ¿qué vendría a hacer aquí esa mujer?
—Lo ignoro. Me di cuenta de que subía el sendero a cosa de una milla de distancia. En cuanto a lo que está haciendo, tal vez se ha cansado también de cómo van las cosas, y ha decidido ocultarse en las montañas.
—¿Una mujer viviendo en estos parajes?
—Algunas mujeres se hacen la ilusión de que pueden convertirse en un Robinson Crusoe femenino.
—También es posible que ella tenga otra idea —dijo Cal.
Zen se encogió de hombros.
—El saberlo puede ser importante para nosotros —añadió Cal.
—Entonces, lo mejor que podemos hacer es preguntárselo —dijo Zen. Todavía estaba impresionado por la idea de que Nedra pudiera ser una espía.
—¿Quiere usted preguntárselo? —inquirió Cal.
—Desde luego.
—De acuerdo, hará usted las preguntas y yo escucharé. Y no se le ocurra planear ninguna jugarreta. —Su dedo índice se curvó alrededor del gatillo de la metralleta—. Recuerde que si se presentara una patrulla buscando a un desertor, no vacilarían en disparar sobre él. Yo les haría un favor si me anticipara a ellos...
—He borrado todos los rastros —dijo Zen—. Nadie me buscará.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—He cambiado mi chapa de identificación con un muerto, que había sido un GI. Estaba completamente destrozado y nadie podrá reconocerle. Cuando los camilleros le encuentren, recogerán mi chapa de identificación y otro coronel pasará a engrosar la lista de los muertos en campaña. En cuanto al GI, figurará como desaparecido.
—Una buena treta —dijo Cal, en tono de aprobación. Por primera vez, Zen captó un acento de admiración en la voz del hombre andrajoso.
Nedra estaba apoyada contra lo que en otro tiempo había sido el banco de un taller de reparación de automóviles. Iba sin casco, tenía los cabellos alborotados y su túnica aparecía rota. Sus ojos se iluminaron cuando Zen apareció en el umbral. Profiriendo un grito de alegría, echó a correr hacia él.
El hombre patizambo no pareció compartir la alegría de Nedra al ver al coronel.
—¡Quieta! —aulló. Y volviéndose hacia Zen, inquirió—: ¿Quién diablos es usted?
Cal, que había entrado en aquel momento, dijo:
—Ed, éste es Kurt. Va a unirse a nosotros.
La expresión de los ojos de Ed era veneno puro.
—Puede unirse a nosotros, pero no durará mucho. Esta mujer es mía. Yo la vi primero.
Zen lamentó profundamente no tener ya el fusil. Algunos gusanos no merecen vivir. Pero el arma estaba en manos de Jake. Y aunque probablemente podría apoderarse del fusil, Cal seguía empuñando la metralleta con mano firme.
—Esa mujer no es mía, ¿se entera? —le dijo a Ed—. En lo que a mí respecta, puede usted quedarse con ella.
—Bueno, eso es distinto —dijo Ed, tranquilizado.
Si las palabras de Zen tranquilizaron a Ed, ejercieron un efecto completamente opuesto sobre Nedra. Abrió la boca con la intención de decir algo, pero volvió a cerrarla inmediatamente, con un visible esfuerzo para tragarse unas palabras que ninguna dama debía pronunciar.
Cal se echó a reír.
—Ed se muestra muy susceptible en lo que concierne a sus mujeres. Pero eso no debe importarle a usted. Pregúntele qué ha venido a hacer aquí.
—Nada que les importe a ninguno de ustedes —replicó Nedra.
Zen se encogió de hombros y extendió sus manos como diciendo que no había nada que hacer con aquella fierecilla.
Cal asintió.
—Resolveremos este asunto más tarde. —Su tono indicaba que estaba absolutamente convencido de descubrir lo que deseaba saber—. Ahora vamos a cenar. Jake, manos a la obra.
Jake cruzó la calle y entró en otra casa, seguido por el grupo. Cal cerraba la marcha. En medio, Ed llevaba a Nedra cogida del brazo.
Al verlo, Kurt Zen volvió a lamentar el encontrarse desarmado.