II
A la mañana siguiente, Buchan llegó a su oficina de muy mal humor. Freda, su esposa, había quedado agradablemente sorprendida al tenerle en casa la noche anterior, y había sugerido que podían ir al teatro; pero él estaba demasiado preocupado por el asunto de los Otros y no quiso salir. La velada resultó muy aburrida, y Buchan bebió más de la cuenta, tratando de animarse. Freda le había dejado en su sillón favorito, sumido en una especie de sopor. Se despertó a las tres de la mañana, entumecido, y subió a acostarse para dormir un sueño lleno de pesadillas.
Estaba enojado consigo mismo por permitir que la tarea que le habían encomendado le obsesionara hasta tal punto, y mientras se dirigía a la oficina pensaba seriamente en lo que iba a hacer. Cuando llegó Sykes, le dijo:
—Vamos a ir los dos a la nave. Si esta vez no rompemos el hielo, dejaré que intervengan los chiflados.
—¿Los chiflados? —repitió Sykes.
—Médiums, fakires, un zahorí de Arizona, un individuo que pretende poseer un idioma universal que puede aprenderse en media hora... En fin, un montón de gente que no ha cesado de importunarme. Si fracasamos, les permitiré actuar. Vamos.
La oficina provisional de Buchan había sido instalada en un edificio del Gobierno que miraba al parque. Los dos hombres cruzaron el césped en dirección a la nave. Yacía allí como un resplandeciente balón, pero su tamaño era el de la mitad de un campo de fútbol. Los centinelas echaron una breve ojeada a sus pases antes de que subieran la rampa. Encontraron a los Otros en la gran cámara central. Estaban sentados en sus sillas de tres patas, semejantes a un grupo de bailarines de ballet descansando entre dos ensayos. Cuando Buchan y Sykes entraron, los Otros se pusieron en pie como un solo hombre, se inclinaron ligeramente y volvieron a sentarse.
Buchan se entregó directamente a la rutina familiar. Les mostró un juego de naipes. Uno de los Otros miró las cartas, sonrió cortésmente y se las devolvió. Sus compañeros ni siquiera las tomaron en sus manos. Parecían sumidos en un ensueño Comunitario.
Buchan insistió. Los libros, los cuadros, las tentativas de situar el mundo natal de los Otros... Era casi la hora de almorzar, y cada nuevo intento encontraba la misma respuesta: una cortés falta de interés.
Sykes empezó a impacientarse.
—Su abulia es casi esquizoide —dijo.
—Bueno, yo...
Buchan se interrumpió mientras alguien entraba en la cámara. Era Miss Cass. Los Otros se pusieron en pie con su habitual cortesía, pero esta vez no volvieron a sentarse. Buchan observó con enojo que incluso en materia de etiqueta sus modales eran semejantes a los que imperaban en la Tierra.
—¡Oh, Mr. Buchan! —dijo Miss Cass—. El general Myers desea verle a las dos. Insistió en que se trataba de algo muy urgente, de modo que pensé que sería preferible que le diera el mensaje yo misma.
—Gracias —dijo Buchan—. ¡Diablo! ¿Otra conferencia? De acuerdo, Miss Cass.
Miss Cass estaba ahora mirando a los Otros con inusitada atención. No pareció haberle oído. Buchan no repitió las palabras de despedida, dándose cuenta de que era la primera vez que Miss Cass, después de haber manejado todos los detalles de los Otros, se encontraba cara a cara con ellos. Los Otros parecían tan interesados como ella. La miraban con la misma expresión cortés con que habían recibido las cartas, los libros, los cuadros y todo lo demás... pero con una diferencia. Continuaban mirando. Lo raro del caso era que Miss Cass, una joven habitualmente tímida, no daba la menor muestra de turbación.
Súbitamente, Buchan comprendió lo que ocurría. ¡Desde luego! ¡Qué estúpido había sido! Los Otros eran hombres, hombres que por añadidura habían estado cruzando el espacio durante un incalculable período de tiempo... ¡Y él había estado tratando de despertar su interés con naipes y cuadros! Eran hombres, y Miss Cass era una mujer: la primera mujer que subía a bordo desde que la nave había aterrizado. Esta podía ser la respuesta, la fisura que había estado buscando inútilmente.
—¡Miss Cass!
La secretaria tardó unos segundos en reaccionar. Se volvió lentamente, como en sueños.
—Eso es todo, Miss Cass. Gracias —dijo Buchan—. Muchas gracias.
—¡Oh! Sí, Mr. Buchan.
Miss Cass abandonó la nave, andando más lentamente que de costumbre. Buchan sonrió. Su secretaria era una muchacha agradable, pero no la Venus de Milo. Para ella, el hecho de que veinte pares de ojos masculinos la contemplaran con tanto interés debía de haber constituido una nueva experiencia.
—Vamos —dijo Buchan, cogiendo del brazo a Sykes. Mientras bajaban la rampa, añadió en tono excitado—: ¿Se ha dado cuenta?
—Desde luego —dijo Sykes—. Lo teníamos delante de las narices, y no se nos había ocurrido... Ahora, lo único que tenemos que hacer...
—...es encontrar a veinte muchachas guapas, que estudien semántica. ¿Cree usted que encontraremos veinte?
Sykes palmeó su hombro alegremente.
—Conozco a dos en Cambridge. Si vale el promedio, sólo tendremos que acudir a diez Universidades.
Fueron a almorzar, animados por una nueva esperanza.
Después de almorzar, Buchan fue a ver al general Myers. Dejó que el militar se explicara.
—Buchan, tengo malas noticias para usted. A menos que nos proporcione usted algo tangible en las próximas veinticuatro horas, vamos a arrestar a los Otros y a interrogarles severamente. Si no les gusta, pueden recurrir a su cónsul.
La mirada que dirigió a Buchan era prácticamente una orden militar para que riera su chiste. Buchan se rió, en efecto, aunque por motivos distintos.
—No creo que tengamos que llegar tan lejos, general. Me parece que he encontrado la clave.
—¿De veras? ¿Cuál? ¿Cómo?
—Lo siento, general. No puedo adelantarle nada. Me ha concedido usted veinticuatro horas. Mañana, a esta misma hora, le daré un informe.
Sonrió en su fuero interno al ver la expresión de Myers sabiendo que su respuesta era inatacable. Durante un par de segundos, gozó del placer de la venganza por todo lo que hasta entonces había tenido que soportar de los militares.
—Muy bien —dijo Myers, con el ceño fruncido—. Espero que habrá dado usted en el clavo.
Lo mismo espero yo, pensó Buchan, mientras regresaba a la oficina para recoger a Sykes.
Mientras abría la puerta silbaba una melodía. Miss Cass alzó la cabeza ante el insólito sonido.
—¿Dónde está el Profesor? —inquirió Buchan.
—Le he hecho entrar en su despacho —dijo Miss Cass, con una extraña tensión en la voz. Necesito hablar con usted a solas, Mr. Buchan.
—También yo quiero decirle algo, Miss Cass —declaró Buchan alegremente—. Creo que es usted una maravilla. Procuraré que el país, agradecido, le conceda una medalla. Nos ha puesto en el buen camino.
—¿Yo? —inquirió Miss Cass, desconcertada.
—¿No se dio cuenta? Todos los informes han pasado por sus manos: ¿menciona alguno de ellos la clase de interés que usted despertó?
Miss Cass pareció recobrar el uso de la palabra.
—¿Cómo ha podido enterarse?
—¿Cómo? Lo vi, sencillamente.
—Perdone, Mr. Buchan, pero es imposible que lo viera.
Ahora, el desconcertado era Mr. Buchan.
—¿De qué está hablando?
—De mi contacto con los Otros.
—Bueno, a eso me refería yo.
—Mi contacto telepático, quiero decir.
- ¿Qué?
—Supongo que fue eso...
—¿Quiere decir que usted...? —Buchan se dejó caer sobre una silla—. Pero, ¿por qué no me lo dijo inmediatamente?
—Estaba muy confusa, Mr. Buchan. No me di perfecta cuenta de lo que había sucedido hasta que salí de la nave.
De modo que su aspecto soñador, su andar de sonámbula, no habían sido provocados por el hecho de que la mirasen. ¡La habían pensado!
—¿Vivió usted anteriormente alguna experiencia telepática?
Miss Cass sacudió la cabeza.
—En absoluto.
—¡Qué raro! —Buchan vaciló, dándose cuenta de lo delicado de la pregunta que iba a formular—. Ejem... Miss Cass... ¿qué fue lo que le dijeron, exactamente?
Por un instante, a los ojos de Miss Cass asomó de nuevo la expresión soñadora.
—Si no le importa, claro está —se apresuró a añadir Buchan—. Para nosotros es muy importante.
—¿Importarme? —dijo Miss Cass, dirigiéndole una extraña mirada—. No, no me importa. ¿Por qué habría de importarme? Pero resulta difícil traducirlo en palabras. En primer lugar...
—¡Oh! Un momento, Miss Cass —Buchan acababa de recordar que Sykes estaba esperando en su despacho—. Vaya a buscar al Profesor Sykes, ¿quiere? No, no se moleste, iré yo mismo.
Decididamente, Miss Cass era la persona más importante de la oficina en aquel momento. Buchan se dirigió a su despacho y llamó a Sykes, resumiéndole lo que Miss Cass acababa de contarle.
—¡Santo cielo! —exclamó Sykes.
—Miss Cass va a decirnos ahora lo que ocurrió entre ellos, exactamente.
—Bueno —dijo Miss Cass—, su primera reacción fue de sorpresa. Verá, al descubrir que no éramos una raza telepática, los Otros consideraron que no valía la pena establecer contacto con los habitantes de este planeta. Creo que detecté, aunque no puedo estar segura, algo así como un temor a la palabra hablada. No puedo explicarlo claramente, Mr. Buchan. No estoy preparada para ciertas cosas...
—Lo hace usted muy bien —se apresuró a decir Buchan—. Continúe...
—Bueno, hubo una especie de bienvenida. Y capté una vaga impresión de espacio, de distancias estelares...
Miss Cass se interrumpió. Buchan vio aletear una sonrisa en sus labios.
—Y... ¿qué más, Miss Cass? —apremió amablemente.
—¿Qué más? Nada. Sólo estuve allí unos segundos —Miss Cass vaciló—. Bueno, hubo una especie de sensación.
—¿Una sensación? ¡Ah! ¿Qué clase de sensación?
—Una... bueno, ellos no la tradujeron en palabras, de modo que yo sería incapaz de hacerlo. Pero fue una sensación como... Bueno, ¿recuerda usted la primera vez que leyó a Keats, Mr. Buchan?
—¿Eh? —inquirió Buchan, cogido por sorpresa—. ¡Oh! Temo no haber leído nunca a Keats, Miss Cass.
Sykes se apresuró a intervenir.
—Mi autor preferido, Miss Cass. ¡Oh, el poema de Santa Inés! El frío amargo en los helados campos... ¡Unos versos maravillosos!
Miss Cass no pareció muy convencida por su entusiasmo pero continuó:
—Bueno, la primera vez que se lee a un poeta así, se experimenta la sensación de que se ha penetrado en un universo nuevo, de que se han adquirido súbitamente unas facultades de percepción ignoradas hasta entonces...
—Desde luego, desde luego —se apresuró a asentir Sykes, sin el menor convencimiento.
—Y, ¿no hubo nada más, Miss Cass? —inquirió Buchan, dispuesto a llegar hasta el fondo del asunto—. Después de todo, ellos son hombres y usted es una mujer...
Miss Cass le miró despectivamente. Irguió la barbilla, con aire belicoso.
—Mr. Buchan, puedo asegurarle que nuestros visitantes son la esencia de la cortesía y del buen gusto.
Buchan parpadeó.
—Lo siento, Miss Cass, pero tenía que preguntárselo.
—No tiene importancia, Mr. Buchan —dijo la secretaria, evidentemente ofendida.
—Bueno —dijo Buchan, en un tono que quería ser jovial—. Esto cambia mucho las cosas, ¿no es cierto? —Se volvió hacia Sykes—. Vamos, Profesor, pasemos a mi despacho y hablaremos del asunto.
Cerró cuidadosamente la puerta detrás de ellos.
—¡Uf! —exclamó.
—Bueno, eso parece confirmar que no andábamos desencaminados con nuestra idea de las veinte seductoras semánticas, ¿verdad? —dijo Sykes.
—Creo que ya no vamos a necesitarlas. Pero, ¿por qué tenía que ocurrirle precisamente a Miss Cass? Si poseyera una facultad telepática, la hubiera manifestado antes, ¿no? El teléfono que utilicé no captó absolutamente nada. Y estaba considerado como muy bueno en su especialidad. Él dijo, que había...
Sykes se puso en pie de un salto.
—¡Desde luego! Él. Esa es la respuesta.
—¿Él? —dijo Buchan, desconcertado.
—¿No se da cuenta? Fuimos testigos del efecto que les causaba Miss Cass, la primera mujer que veían.
—¡Cáspita! ¿Quiere usted decir que cualquier mujer les hubiera causado el mismo efecto? ¿Que no se trata de un don especial de Miss Cass, sino de algo inherente a la mentalidad femenina?
—Exactamente —dijo Sykes.
—Vamos. En seguida lo sabremos.
Antes de dirigirse a la nave se detuvieron en la cantina y Buchan habló con una camarera de mediana edad. La petición de Buchan no pareció entusiasmarla.
—Va a prestar usted un gran servicio a su patria, Misstress Robinson.
—Mrs. Robson.
—¡Oh, sí, Mrs. Robson!
La mujer le miró con aire dubitativo.
—No veo cómo puedo ayudarles. Si se tratara de servir a una mesa...
—Lo único que queremos es que los conozca. No tiene que hacer absolutamente nada. Sólo permanecer allí unos minutos. ¿De acuerdo?
La mujer no pareció muy convencida, pero asintió:
—Bueno... si usted lo dice...
La llevaron a presencia de los Otros. Al cabo de un par de segundos, Mrs. Robson tuvo una especie de sobresalto, miró a Buchan, luego se volvió hacia los Otros y pareció relajarse.
Buchan le concedió un minuto entero y luego dijo:
—Bien, Mrs. Robson, es suficiente. Muchas gracias.
Su reacción fue la misma de Miss Cass. Buchan tuvo que repetir sus palabras antes de que ella se volviera. Y cuando lo hizo, tenía la misma expresión soñadora.
Mientras Buchan y Sykes la acompañaban a la cantina, parecía sumida en una especie de trance.
—¿Bien? —le preguntó Buchan.
Mrs. Robson parpadeó.
—¡O-o-oh! —exclamó, sin salir de su éxtasis.
—Pero, ¿qué impresión ha obtenido usted?
—¡Oh Ha sido algo maravilloso. Ma-ra-vi-llo-so.
El rostro de Mrs. Robson, más bien hombruno, parecía haberse suavizado.
Buchan y Sykes se miraron el uno al otro.
—Pero, ¿qué ha pasado? —insistió Buchan—. ¿Qué han dicho?
—¡Oh! No han dicho nada.
—Sí, lo sabemos. Pero, ¿qué han pensado de usted?
Mrs. Robson suspiró.
—Ha sido como un sueño. Un sueño maravilloso... —Se interrumpió, lo mismo que Miss Cass, en su esfuerzo por describir con palabras su experiencia—. Bueno, caballeros, si han terminado conmigo, voy a dejarles. En cualquier momento que me necesiten, estaré a su disposición.
—Gracias, Mrs. Robson. Nos ha sido usted muy útil.
De nuevo en la oficina, Buchan se encaró con Sykes.
—¿Bien?
—Es cierto —dijo Sykes—. Si puede sucederle a una persona tan estólida y tan antipsíquica como Mrs. Robson, le sucederá a cualquier mujer.
—Es posible que las mujeres posean una facultad de la cual carecemos los hombres.
—Desde luego.
—¿Recuerda usted aquella sueca, Ellen Key? Mi esposa la ve a menudo. Y hay otra que escribe sobre las mujeres, afirmando que todavía no han llegado a su plenitud, y que cuando sus facultades latentes se hayan desarrollado por completo florecerán en direcciones insospechadas.
—Sí —dijo Sykes—. Y... y ésta es una de las insospechadas direcciones.
—Eso parece. Lo que ahora necesitamos es una mujer realmente inteligente.
—Bueno, a fin de cuentas tendremos que recurrir a las veinte seductoras semánticas.
Buchan sonrió.
—Para empezar, bastará con una. Y no es necesario que sea seductora.