II
En los días que siguieron, se hizo evidente que Joe no era apto para tratar con máquinas. Lo intentaba, pero sólo conseguía embarullar las cosas. No pudo aprender los principios más sencillos de reparación y mantenimiento. Cuando conducía un camión o un tractor, su tensión era tal que parecía que iba a estallar, y la máquina gruñía quejándose de su manejo.
En cambio, con los animales y las plantas era otra cosa. Podía hacer que las jacas —todavía medio salvajes— realizaran cosas que nadie había soñado. Tirar de una carreta sin conductor, por ejemplo, y acudir cuando él silbaba, y permanecer quietas mientras él rascaba sus lustrosos flancos color gris-verdoso. Iba a los bosques y regresaba con una cesta llena de pasto que los animales devoraban golosamente. Cuando tío Gunnar le preguntó a Joe cómo sabía todo aquello, se encogió de hombros.
—En Astan IV vivimos más cerca de la naturaleza que ustedes —dijo—. Y conocemos instintivamente lo que puede ser nutritivo para los animales.
Estudió el jardín, la huerta y los campos, y un buen día se presentó con una pequeña flor azul.
—Plante unas cuantas con su cereal nativo —dijo—. Tendrá usted una cosecha mejor.
—¿Cómo es posible? —inquirió tío Gunnar—. No es más que un hierbajo.
—Sí, pero siempre se encuentra creciendo juntamente con los prototipos silvestres del cereal. Supongo que existe alguna clase de simbiosis entre ellos. Pruébelo, de todos modos.
Tío Gunnar se encogió de hombros, pero dejó que Joe plantara alguna de las flores en un campo. No pasó mucho tiempo sin que se diera cuenta de que el cereal era allí más sano que en ninguna otra parte.
—Joe debe pertenecer a una extraña raza —dijo tío Gunnar—. Son muy torpes en lo que respecta a las cosas mecánicas, pero poseen una sensibilidad para los sistemas vivientes que los humanos no tendremos nunca.
—Tal vez nuestra raza pudiera aprovecharse de ella —dijo tía Edith.
Se había encariñado mucho con Joe... especialmente cuando descubrió una mezcla de hierba y arcilla que podía ser utilizada para fabricar cacharros de alfarería. A tía Edith no le gustaban los objetos de plástico confeccionados en Stallemont, e importarlos de la Tierra resultaba demasiado caro.
—Todas las especies tienen su propia fuerza —respondió tío Gunnar—. He visto razas como la suya en diversos puntos de la Galaxia, viviendo en una simbiosis tan estrecha con la naturaleza que nunca tuvieron que desarrollar ninguna tecnología mecánica. Pero no por ello eran las menos inteligentes. Sin embargo, las razas preocupadas por las máquinas, como la nuestra, tienen también su papel a desempeñar.
Pete había salido en busca del ayudante de tío Gunnar. Le encontró plantando unas matas licopersiconoides en el jardín. Tenían unas bayas excelentes, pero los humanos no habían sido nunca capaces de hacerlas arraigar. Joe había traído algunas de los bosques, y crecían normalmente.
—Tiene un pulgar verde —decía tía Edith, sonriendo.
—Es posible —sugirió tío Gunnar— que una de nuestras hormonas, segregada en cantidades microscópicas a través de la piel, mate la simiente... y que el metabolismo de Joe no incluya esa hormona.
El extranjero alzó la mirada y su boca se contrajo en lo que quería ser una sonrisa.
—Hola, Pete —dijo.
—Hola —respondió Pete, agazapándose a su lado—. ¿No estás cansado?
—No —dijo Joe, continuando su tarea; sus manos eran ágiles y suaves entre los delicados tallos—. No, esto me gusta. Sol y aire, el dulce olor de la vida... ¿Cómo pueden cansarle a uno? —Sacudió su redonda cabeza—. ¿Cómo es posible que los humanos os apartéis deliberadamente de la vida?
Joe no entraba mucho en la casa, excepto a la hora de las comidas. Dormía fuera, debajo de un árbol... incluso cuando llovía.
—¡Oh! Una nave espacial es estupenda —dijo Pete.
Joe se estremeció ligeramente. Alzó de nuevo sus ojos, barriendo el amplio horizonte y el susurrante bosque bañado por el sol.
—¿De veras queréis acabar con este mundo? —preguntó—. ¿De veras vais a cortar los árboles, y herir a la tierra con minas, y ocultar el cielo con ciudades?
—Supongo que no —dijo Pete—. En la Tierra hay ahora también muchos bosques. Pero, desde luego, vendrá mucha más gente y tendrán que construir y edificar.
—Conozco un poco vuestro espíritu —dijo Joe—. Es un espíritu mecánico, Pete, un espíritu matemático. ¿Os habéis preguntado nunca si pueden existir otros espíritus, si los antiguos espíritus de un territorio pueden tener algo que decir?
—No lo sé —murmuró Pete. A veces, Joe hablaba de un modo muy raro.
—En la fría oscuridad del espacio, entre los llameantes soles —dijo Joe— puede conocerse el Cosmos. Espanto, y maravilla, y magnificencia impersonal... sí. Pero mis espíritus viven en los bosques, y en los ríos, y en los suaves vientos: espíritus de vida, Pete, no de llama y vacío. Pequeños espíritus, tal vez, relacionados con un árbol, o una flor, o un cerebro que sueña... no con la inmensidad sin sentido; no con un universo que en su mayor parte es gas incandescente. Pero continúo pensando que en el último día mis espíritus serán los que hablarán en voz más alta.
Pete no supo qué contestar. Pensó que tal vez Joe temía que los hombres se establecieran en Astan IV, de modo que se apresuró a decir:
—Tendréis vuestro propio planeta; nadie va a quitároslo. El hombre no lo hará, y no permitirá que otros lo hagan.
—Quizás no —admitió Joe—. Pero, aún con las mejores intenciones del universo, podéis conquistar a otras razas: no físicamente, sino por medio de otra clase de dominación, obligándoles a imitar vuestros sistemas o a hacerse insignificantes. Si nosotros empezáramos a tener minas y fábricas en nuestro propio mundo —aunque las minas fueran nuestras—, nunca volvería a ser el mismo planeta, y nosotros no volveríamos a ser la misma raza. Habríamos escogido un destino extraño a nosotros.
—¿Qué aspecto tiene Astan IV? —preguntó Pete.
—¡Oh! Es como Nerthus... Selvático, y abierto, y casi vacío. No somos muchos allí, pero nos gusta el espacio. No puedo explicarlo muy bien.
—¿Has estado alguna vez en la Tierra?
—No, ni en ninguno de los grandes mundos de la Galaxia. Me he limitado a trabajar a lo largo de ignorados y lejanos planetas. Temo que tendría muy pocas cosas interesantes que contarte.
—¡Oh!
Pete estaba decepcionado. Tío Gunnar contaba muchas historias acerca de sus viajes, y lo mismo había hecho Tobur. Joe era simpático, pero no tan divertido como Tobur.
—En realidad, yo seré el único que haga preguntas —dijo Joe—. He venido a aprender, puesto que tengo tan poco que enseñar... o, mejor dicho, los hombres no escucharían nunca cualquier cosa que yo tratara de enseñar. ¿Cuántos humanos existen, en total?
—¡Uf! No lo sé. Ni creo que nadie lo sepa. Están extendidos por tantos mundos... Pero, vamos a ver...
Pete pensó en lo que había aprendido en la astrografía, en las películas y escuchando las conversaciones de los mayores. Al cabo de unos instantes le estaba diciendo a Joe todo lo que sabía, mientras el extranjero asentía y formulaba preguntas. Era la primera vez que Pete le explicaba cosas a alguien que no fuera un chiquillo más pequeño que él, y casi estallaba de satisfacción, sintiéndose como un personaje importante.
—Comprendo —dijo Joe—. Los humanos están muy esparcidos, y Nerthus tiene poco contacto directo con la Tierra. Pero, dime, Pete: si la civilización de la Tierra es tan satisfactoria como dices, ¿por qué han venido aquí los hombres? ¿Qué pueden ganar con ello?
—¡Oh! Cosas distintas, supongo. Muchos de los colonos no han estado nunca en la Tierra; nacieron en otros planetas, y no han sido nunca acondicionados para establecerse en su verdadero mundo. No serían felices viviendo allí, hay que crecer en una civilización integrada para que a uno le guste.
—Esas son palabras muy elevadas para un chiquillo de tu edad —sonrió Joe.
—No las comprendo —confesó Joe—. Pero dicen que algún día las entenderé. Bueno, de todos modos, hay personas a las cuales les gusta disponer de mucho espacio, y personas que continuamente desean hacer algo distinto... y... bueno, toda clase de personas.
—Pero, ¿qué motivo económico puede haber aquí? Me has dicho que hay muy poco comercio exterior: las cosechas de avertigonita apenas compensan las importaciones que tenéis que efectuar. ¿Qué valor económico tiene para vuestra civilización una colonia como ésta?
—Principalmente, proporciona espacio vital a muchas personas. Tienen que ir a alguna parte, ¿comprendes? Y desean un hogar, unas tierras de su propiedad, un lugar al cual pertenecer. Dicen que... ejem... el valor social de una empresa tiene pri... prioridad sobre el valor económico. Eso significa que si la gente es feliz no importa que no hagan muchos créditos.
—Comprendo. Una actitud recomendable, supongo... aunque parece que a vuestra raza le ha costado un tiempo enormemente largo descubrir un hecho tan evidente. Pero, ¿quieres decir que los colonos —aquí en Nerthus, por ejemplo— están dispuestos a quedarse a toda costa?
—Desde luego. ¿Qué clase de pioneros serían los que abandonaran el campo a las primeras dificultades? Joe sacudió la cabeza.
—Los humanos llegaréis lejos —murmuró—. Sois todavía animales de lucha. Lucháis incluso por vuestra felicidad.
—Se incorporó—. Bueno, por hoy basta de plantas. Vamos a echar un vistazo a los novillos, ¿quieres?