XI
Jake, Ed y Cal formaban parte de aquel infierno. Cada uno de ellos llevaba un arma humeante en las manos. Un cadáver yacía en el suelo. En una de las pequeñas habitaciones, una mujer estaba gritando. En el centro de la galería se erguía el hombre que estaba evidentemente al mando de la situación. Al ver a aquel hombre, Kurt Zen no pudo evitar un estremecimiento.
¡El teniente de Cuso!
Le acompañaban los asiáticos que estaban con él la noche anterior.
—Debí degollarles mientras estaban dormidos y en mi poder anoche —murmuró Zen, rabiosamente.
El único sonido que se oía en el pasadizo era el de la pesada respiración de West, como un hombre que ha corrido una maratón y ha perdido. Zen le sacudió por el hombro.
—¡West! No deben apoderarse de ese superradar. Si lo perdemos, habremos perdido la guerra.
West no hizo el menor movimiento.
La voz de Zen se hizo más angustiada.
—Si perdemos ésta, será la primera guerra que habremos perdido. Y la última. Detrás de nosotros no quedará nada, excepto la muerte y la desolación.
—Lo sé —dijo West—. El alma de la raza tendrá que empezar de nuevo, en las marismas y en las llanuras fangosas, tratando de reconstruir la raza con herramientas gastadas desde hace mucho tiempo y completamente inadecuadas para la época.
De nuevo había sonido de campanas en su voz, pero ahora las campanas doblaban por la muerte de un pueblo, doliéndose porque el mundo que algunos hombres valerosos habían tratado de edificar iba a convertirse en cenizas.
—¿Cree usted también en el alma de la raza? —murmuró Zen.
- Creer es una palabra demasiado débil. Sé que existe.
Nedra suspiró en los brazos de West y abrió los ojos.
—¿Qué ha pasado? —susurré—. Yo... creo que me he quedado dormida.
West la dejó de pie en el suelo y señaló la abertura. Al ver lo que estaba sucediendo en la galería, Nedra se agarró a la pared.
—West, ¿cuántos muchachos tiene usted aquí? —preguntó Zen.
—Unos cincuenta —respondió West—. No sé cuántos quedarán ahora, ni puedo conjeturar cuántos preferirán conservar la vida si son vencidos antes de que su adiestramiento haya terminado.
—¿Y ninguna arma?
—Ninguna.
—¿Dónde está el rifle que se llevaron de mi habitación mientras dormía?
—¿Qué beneficio nos reportaría ahora un rifle?
—Ninguno, supongo —dijo Zen, desalentado—. Pero, de todos modos, me gustaría tenerlo. Al menos me llevaría a unos cuantos asiáticos por delante antes de que acabasen conmigo.
—Nosotros sobreviviremos —murmuró West.
Zen señaló a través de la abertura los cadáveres tendidos en el suelo debajo de ellos.
—Esos no han sobrevivido —dijo.
West se encogió de hombros.
—Si dispusiera de tiempo, trataría de explicarle que la supervivencia no reside en el cuerpo y no puede ser alcanzada nunca aquí.
—No tengo tiempo para la metafísica —replicó Zen—. Con vistas a la defensa, voy a asumir el mando.
Mientras hablaba, se daba cuenta de lo insensato de sus palabras. ¡Asumir el mando! ¿Qué recursos tenía a su disposición, qué tropas, qué armas? Si por lo menos dispusiera de los restos de la columna desperdigada por las montañas después de su desastroso encuentro con el cohete de Cuso... Se le ocurrió una idea. Tal vez podría disponer de aquellas tropas.
—¿Dónde está mi mochila? —preguntó.
Su emisora de radio estaba en la mochila.
—Fue a parar, juntamente con su rifle, a un pozo natural que tiene una profundidad de centenares de pies —respondió West.
—¡Maldición! —exclamó Kurt Zen. La depresión era en él tan profunda como aquel pozo natural—. ¿No hay ningún lugar donde podamos ocultarnos?
—Muchos lugares —dijo West—. Toda la montaña es una colmena de túneles y pozos. Nosotros hemos explorado hasta quince niveles independientes, y sabemos que existen otros.
West no había protestado cuando Zen dijo que iba a asumir el mando; por el contrario, parecía dispuesto a someterse a la autoridad del coronel, y también interesado en ver cómo se desenvolvía Zen.
—Entonces, busque un lugar donde podamos ocultarnos y decidir lo que podemos hacer para eliminar a los hombres de Cuso. Lo más urgente será disponer de un equipo de radio. En cuanto disponga de una emisora de onda corta, haré venir a un regimiento de paracaidistas.
—Habla usted como si tuviera autoridad —comentó Nedra.
—La tengo.
—Sin embargo, me dio usted la impresión de que era un desertor.
—En el cuartel general no han descubierto todavía eso. De modo que, en lo que a ellos respecta, me encuentro en misión secreta. Y yo no he desertado de la raza humana.
Subrayó las últimas palabras, como dando a entender que Nedra y West eran realmente desertores.
—Bueno, coronel, veremos lo que puede hacerse.
West había recobrado casi todo su aplomo. De nuevo parecía estar observando desde una gran distancia los caprichos de aquella extraña especie llamada humana. Pero su rostro continuaba estando pálido, y sus ojos despedían la misma cálida luz. Se apartó de la abertura.
Y se detuvo mientras resonaba un ruido metálico delante de ellos.
Se abrió una puerta. A través de ella apareció un soldado asiático que empuñaba un rifle. Luego entró otro soldado. Los dos rifles cubrieron a West.
Zen levantó los brazos hacia el techo. Ni West ni Nedra movieron un solo músculo.
Lentamente, West y Nedra levantaron sus manos. Bajo la amenaza de sus rifles, los soldados les condujeron a la galería principal. Al verles, el teniente se apresuró a llamar a Cal.
—¿Es ése? —preguntó, señalando a West.
—Sí —respondió Cal—. Es el jefe, el hombre que usted busca.
Una expresión jubilosa cruzó por el amarillo rostro del teniente asiático. Ordenó a dos de sus hombres que apartaran a West a un lado, tratándole con un respeto que bordeaba la deferencia, pero al mismo tiempo con gran firmeza.
—Ustedes dos colóquense contra la pared con los otros —ordenó el teniente, dirigiéndose a Nedra y a Kurt Zen.
En su voz no había la menor deferencia—. ¡Si se mueven, disparad contra ellos! —advirtió a los guardianes.
Mientras Nedra y Kurt obedecían, el teniente empezó a conversar con West. Sus hombre? estaban todavía ocupados registrando los túneles de la antigua mina. De cuando en cuando, traían más cautivos a la galería principal.
Cal, Jake y Ed permanecían en el centro de la amplia estancia. Cal trataba de hacerse el importante, pero la expresión de su rostro indicaba que no las tenía toda? consigo. En cuanto vio a Nedra, los ojo? de Ed se clavaron en ella, aunque no la miró a la cara. Jake. por su parte, miraba a su alrededor con aire ausente. No parecía darse cuenta de lo que estaba viendo, como si se encontrara en algún otro mundo todavía más confuso y más nublado.
La muchacha morena salió cojeando a la galería procedente de una de las pequeñas habitaciones. Tenía una expresión desconcertada en el rostro y miraba a su alrededor como si no comprendiera lo que estaba sucediendo. Al verla, el teniente interrumpió su diaria con West, con los ojos brillantes. Pero su conversación con West era más importante que la muchacha. Le hizo un gesto para que se colocara contra la pared. Ella le miró como si no le comprendiera. E! teniente repitió el gesto, acompañándolo con una amenazadora oscilación del arma que empuñaba.
La muchacha avanzó tambaleándose hacia la pared, pero antes de llegar a ella cayó al suelo, boca abajo.
Nedra, con un pequeño grito de piedad en los labios, se acercó rápidamente a la muchacha morena. Zen empezó a moverse, y luego se detuvo, aunque no a causa del rifle que uno de los guardianes blandía para amenazarle. Nedra se arrodilló junto a la muchacha, pero volvió a ponerse en pie casi inmediatamente.
—¿Está muerta? —inquinó Zen.
—Sí. ¿Cómo lo sabía?
—Un simple presentimiento. ¿Ha muerto de la impresión?
—Supongo que sí.
Unas lágrimas fluyeron de los ojos color violeta de Nedra y se deslizaron por sus mejillas. Pero no sollozó, aunque los músculos de su garganta se agitaron convulsivamente.
West miró a la muchacha morena. Parecía saber, sin que nadie se lo hubiera dicho, lo que había sucedido. Su rostro palideció intensamente. El teniente contempló también el cadáver de la muchacha con una expresión decepcionada en los ojos. Cuando un soldado penetro en la estancia, el teniente le ordenó que sacara el cadáver de allí.
Zen tuvo la impresión de que el teniente, a pesar de su ávida conversación con West, estaba esperando. Cuarenta miembros de la nueva gente se encontraban ahora en la galería, alineados contra la pared. Ninguno de ellos había cumplido los treinta años, y algunos no llegaban siquiera a los veinte. Tenían un aire aturdido, pero se mantenían silenciosos.
Zen oyó que el teniente le preguntaba a West:
—¿Están todos aquí?
West debía conocer ya la respuesta a aquella pregunta, pero se entretuvo contando a los presentes.
—Sí, todos —dijo, en tono convencido.
El teniente pareció creerle, pero Zen hubiese apostado cualquier cosa a que el hombre estaba mintiendo.
El teniente continuó esperando.
Un soldado, entrando apresuradamente, saludó. Cuando Zen vio a la persona que entraba detrás del soldado, supo a quién había estado esperando el teniente.
Cuso entró en la galería.
El caudillo asiático era un gigante de casi siete pies de estatura, robusto y musculoso. Parecía capaz de matar a un hombre sin más armas que sus manos, y probablemente lo era. Al mirarle, Zen comprendió por qué había sido escogido para el desembarco aéreo en América. Irradiando poder y fortaleza, era el tipo indicado para aquella clase de misión.
Además de poder, irradiaba algo más. Zen lo captó como una molesta sensación en la boca del estómago, un endurecimiento de músculos en el diafragma.
Cuando Cuso apareció, el teniente adoptó posición de firmes y casi se rompió el brazo saludando. Él y Cuso hablaron en un dialecto cantarín absolutamente desconocido para Zen. Mientras hablaban, el teniente no dejó de señalar a West. Una leve sonrisa se dibujó en el rostro de Cuso. Hizo una seña a West para que se acercara a él.
West se acercó, pero no saludó. A los prisioneros no les estaba permitido saludar. Tampoco se inclinó sobre sus manos y rodillas, lo cual no sólo estaba permitido sino que era obligatorio entre los asiáticos. West permaneció erguido como una flecha.
A pesar de sus desacuerdos con él, en aquel momento Zen se sintió orgulloso de Sam West. Cuso sonreía benévolamente, pero a pesar de la sonrisa West no podía ignorar que estaba mirando a la muerte, que el más leve síntoma de resistencia por su parte tendría un solo resultado, aunque Cuso querría extraerle primero toda la información posible. Zen no tenía la menor duda de que el asiático deseaba información por encima de todo. Y recordó la tradición de torturar a los prisioneros indefensos.
—He oído hablar mucho de usted —dijo Cuso. Tratándose de un asiático, hablaba un inglés excelente.
—Me siento muy honrado —respondió West—. Sin embargo, me gustaría saber cómo ha llegado a oír hablar de mí.
En el rostro de Cuso se dibujó una astuta sonrisa.
—Tenemos nuestras fuentes de información —dijo.
—¿Espías? —inquirió West.
—Tenemos espías, desde luego, pero ellos no han podido descubrir muchas cosas acerca de usted. Existen otros medios... ¿cómo los llaman ustedes?
—¿Videntes? —sugirió West.
—Sí, eso es.
Cuso pareció complacido por el hecho de que le hubieran indicado la palabra exacta. Pero, al mismo tiempo, mostraba cierto desconcierto ante la prontitud con que West había acertado con el medio utilizado por los asiáticos. Zen, que estaba escuchando, quedó también sorprendido. Sabía que a menudo se había sugerido la utilización de videntes para enterarse de lo que estaba haciendo el enemigo. En su calidad de agente del servicio de información, había realizado investigaciones acerca de varios videntes que se habían ofrecido voluntarios para aquel propósito. Ignoraba los resultados de aquellas tentativas. Pero el enterarse de que el enemigo no sólo había tenido la misma idea, sino que había utilizado a los videntes con éxito, al menos parcial, no dejó de asombrarle.
—Sospechaba de los videntes —dijo West.
—¿De veras? —inquirió Cuso—. ¿Sospechaba también que el único objetivo de nuestro desembarco aéreo era el de capturarle a usted?
A pesar del perfecto dominio que West ejercía sobre sus facciones, no pudo ocultar cierta crispación al oír aquellas palabras.
—No soy un personaje tan importante —dijo.
Cuso hizo un gesto con las manos, como para indicar que no compartía aquel punto de vista.
—Me han encargado que le ofrezca el bastón de mariscal de los ejércitos del Asia Unida —dijo, sonriendo.
West parpadeó, y luego devolvió la sonrisa a Cuso.
—Muy interesante. Pero ¿qué le hace creer que puedo estar interesado en ocupar ese cargo —o cualquier cargo— en sus ejércitos?
—Para protegerse a sí mismo, en primer lugar —se apresuró a responder Cuso—. Nuestros informes señalan que no es usted ciudadano de ningún país. Teniendo en cuenta que este hecho le deja a usted sin ningún amigo que le proteja, la situación no resulta demasiado deseable. Por otra parte, puesto que no pertenece usted a ningún país, todos los países le consideran un enemigo. Y su vida está constantemente en peligro. Aceptando nuestro ofrecimiento, se convertirá automáticamente en un ciudadano del Asia Unida y estará bajo nuestra protección.
Cuso hablaba como si el ser ciudadano del Asia Unida fuese una cosa muy importante, y como si ostentar un cargo en sus ejércitos lo fuese todavía más.
—¿Cree usted que no tengo amigos? —preguntó West.
—Bueno, no es usted ciudadano de...
—¿Por qué cree que necesito protección? —continuo West.
La sonrisa se borró del rostro de Cuso. Por un instante, quedó sustituida por una expresión bestial, reveladora de la verdadera naturaleza del gigante, asiático.
—Tal vez no necesite usted una protección personal. Pero, en las condiciones que acabo de sugerirle, nuestro manto se extendería automáticamente a las personas que trabajaran con usted
Sus ojos recorrieron la galería, posándose en los jóvenes alineados contra la pared, y deteniéndose significativamente en los cadáveres tendidos en el suelo.
West palideció. Comprendía perfectamente lo que se ocultaba detrás de las palabras de Cuso.
—¿Qué quiere usted de mí? —murmuró.
Su voz tenía una nota de infinito desaliento, como si se viera obligado a rendirse ante unas circunstancias desesperadas.
Cuso volvió a sonreír, esta vez de oreja a oreja. Aquello significaba la victoria, la sumisión del enemigo. Aquello era lo que sus jefes deseaban. Aquello podía significar un bastón de mariscal también para él.
—Muy poca cosa, en realidad —dijo—. Simplemente, que nos muestre todo lo que tiene usted aquí. Y, desde luego, que explique su funcionamiento a nuestros científicos y técnicos.
La galería quedó muy silenciosa cuando Cuso terminó de hablar. West parecía reflexionar.
—¿Qué cree usted que tenemos aquí? —preguntó finalmente.
—Si conociera la respuesta a esa pregunta, no sería tan estúpido como para formularla —dijo Cuso.
—Es cierto —convino West. Se encogió de hombros—. Sueno, ¿cuándo y por dónde quiere usted que empiece?
La expresión de su rostro revelaba una mezcla de miedo y resignación
—Señor; habla con cordura —dijo Cuso enfáticamente—. Empezará ahora mismo y me enseñará, personalmente, todo lo que haya de importancia en esta montaña.
—Muy bien. Sígame.
West dio media vuelta y avanzó hacia la abertura que conducía a la habitación donde estaba oculto el superradar.
—Espere aquí —ordenó Cuso, dirigiéndose al teniente—. Y dispare sobre cualquiera que haga un movimiento sospechoso.
—Sí, jefe —respondió el teniente, saludando.
Aquélla era la clase de orden que le gustaba obedecer.
Cuso y West desaparecieron de la vista.
Jake, Cal y Ed continuaban en el centro de la galería. Ed se acercó al teniente, señaló a Nedra y murmuró unas palabras. El teniente sacudió vigorosamente la cabeza, con un gesto que parecía indicar une Ed se estaba mostrando muy estúpido. El patizambo gruñó algo en voz baja y se apartó, sin dejar de vigilar a Nedra con el rabillo del ojo.
Nedra le ignoró, ignoraba también a Kurt Zen. Silenciosos como estatuas, los miembros de la nueva gente permanecían alineados contra la pared. Su aspecto era de aturdimiento. Les había sucedido lo imposible, y les resultaba difícil asimilarlo. John no estaba en la galería. O había conseguido ocultarse, o le habían asesinado.
El joven estaba al otro lado de la galería, directamente enfrente de Zen. A su lado había una encantadora rubia. Cuando no miraba a Nedra, Ed dedicaba su atención a aquella muchacha. Sus movimientos parecieron enfurecer al teniente. Alzando su rifle, disparó contra el patizambo.
Ed so desplomó, con la cabeza atravesada por una bala. Dos soldados asiáticos se llevaron el cadáver.
—A ese teniente no le gustan los Donjuanes —susurró Zen.
Nedra no le contestó. Estaba muy pálida y tenía la frente empapada en sudor. Al mirarla, Zen tuvo la impresión de que la enfermera estaba escuchando.
¿Qué esperaba oír?, se preguntó. Lo único que quedaba para cualquiera de ellos era el rencor de las trompetas del juicio final. Zen no se hacía ilusiones en lo que respecta a las promesas de Cuso. Cuando hubiera extraído de West toda la información que deseaba, el pozo sin fondo recibiría un montón de cadáveres.
En cuanto a la promesa de Cuso en el sentido de convertir a West en mariscal de la Federación Asiática, el coronel sabía que en las listas de los desaparecidos asiáticos figuraba más de un mariscal. Un mariscal que caía en desgracia se desvanecía.
Al otro lado de la galería, el joven gordo se había desvanecido también.
Un segundo antes estaba allí, y un segundo después había desaparecido.