X

Al principio, las figuras eran borrosas y Zen no pudo distinguirlas claramente. Se lo indicó a West.

—Dentro de un instante serán más visibles —respondió West.

Su voz se había convertido en un susurro que parecía llegar desde muy lejos. Zen le miró para convencerse de que continuaba allí. El coronel tuvo la vaga impresión de que la butaca estaba vacía, pero antes de que aquella impresión se confirmara West ocupaba de nuevo su asiento.

—Mire la pantalla ahora, Kurt —dijo.

Las figuras se habían aclarado. Parecían encontrarse en una cueva subterránea, trabajando en un objeto que semejaba... Zen entrecerró los ojos, para asegurarse.

—¡Una nave espacial! —exclamó.

Al igual que tantos jóvenes nacidos en el siglo de la ciencia, Zen había soñado en el día en que los hombres conquistarían el espacio exterior. La ciencia había prometido que aquel sueño se haría realidad, pero la guerra lo había impedido. Ninguno de los dos bandos disponía de materiales ni de técnicos capacitados para construir una nave espacial.

—No —¿¡jo West—. Lamento tener que contradecirle, coronel, pero eso no es una nave espacial, aunque está diseñado para volar fuera de la atmósfera durante cierto tiempo. Mírelo bien.

—¡Diablo! ¡Es una superbomba! —exclamó Zen, tras contemplar atentamente la pantalla.

—Exactamente, coronel.

—Una bomba lo bastante grande como para asolar un continente...

Un estremecimiento recorrió la espina dorsal de Zen.

—Exactamente, coronel —repitió West. Su voz era tan seca como el viento de Nevada.

—No sabía que estábamos construyendo una bomba semejante —dijo Zen.

—Observe a esos hombres, coronel. Mírelos bien.

—¡Son asiáticos! —exclamó Zen, dando un respingo—. No había visto los rostros amarillos y los ojos almendrados... West, eso es un enorme proyectil dirigido. ¡Y está siendo construido para dejarlo caer sobre nosotros desde el cielo, a una velocidad terrorífica!

—Sí —dijo West, sin mover un solo músculo de su cuerpo.

Al otro lado de Kurt Zen, Nedra permanecía sentada, igualmente inmóvil y silenciosa.

—Tengo que salir de aquí —dijo Zen—. ¡Esta información debe llegar inmediatamente al estado mayor central!

—La nueva gente no lucha —objetó West—. Creí que era usted uno de nosotros.

—No importa quién pueda ser yo —se apresuró a decir Zen—. La construcción de esa bomba representa una amenaza demasiado grave. Debemos alertar a todos nuestros cazas a reacción para que se mantengan constantemente en el aire, con la esperanza de que puedan localizar y destruir esa bomba antes de que aterrice. No podemos perder de vista esos trabajos, a fin de saber el momento exacto en que la bomba será disparada. Y eso significa que tendremos que traer aquí a los mejores especialistas del servicio de información, para que puedan seguir paso a paso la construcción de esa bomba. También podemos llevar este superradar al cuartel general y utilizarlo allí. Esta sería la solución más práctica.

Zen se había puesto en pie y paseaba nerviosamente de un lado a otro de la habitación, planeando las medidas que debían adoptarse.

—¡West! ¿Se da usted cuenta de que ese superradar suyo ganará la guerra? —inquirió Zen, en tono excitado—. El enemigo no podrá hacer un solo movimiento que no conozcamos de antemano.

Su excitación iba en aumento a medida que su íntimo anhelo de que terminara la guerra trataba de salir a la superficie.

—Tiene usted lágrimas en los ojos, coronel —dijo West.

—Está usted soñando —replicó Zen. Pero sabía que West decía la verdad—. Tenemos a los asiáticos cogidos por el cuello. Sabremos de antemano todo lo que se propongan hacer.

—Siempre he sabido de antemano lo que se proponían hacer —dijo tranquilamente West.

—¿Cómo? ¿Qué ha dicho usted? —inquirió el coronel, como si no pudiera dar crédito a sus oídos.

West repitió sus palabras.

—Entonces, ¿por qué no nos advirtió usted? —estalló Zen—. ¿Por qué no nos advirtió? ¿Por qué permitió que tantos de nosotros murieran innecesariamente?

West no respondió.

El silencio en la habitación se hizo más profundo. En la pantalla, las silenciosas figuras continuaban atareadas en la construcción de su bomba.

—¿No se da cuenta de que al negarse a informar acerca de lo que sabía incurrió usted en alta traición? —insistió Zen.

El silencio pareció aumentar en intensidad. West permanecía sentado, tan macizo y tan inmóvil como una montaña. Nedra, encogida en su asiento, recordaba más que nunca a una chiquilla que había conseguido introducirse en un mundo de adultos y estaba tremendamente confusa y dolida por lo que sucedía allí.

—¿No me ha oído? —continuó Zen.

—Sí, le he oído —respondió finalmente West—. Su lealtad a su patria le honra a usted, coronel. Es lo que cabe esperar de una persona en su fase de desarrollo. Sin embargo, parece haber olvidado que yo no soy un ciudadano de su país. ¿O quizás ignoraba este detalle?

—¿Cómo? —inquirió Zen, asombrado—. Esta montaña es América... No sé si se encuentra en territorio canadiense o en los Estados Unidos, aunque para el caso es lo mismo. En virtud de su tratado de doble ciudadanía, los dos países se han convertido en una sola nación. Un ciudadano del Canadá es automáticamente ciudadano de los Estados Unidos.

—Es cierto, coronel —asintió West.

—Entonces, ¿a qué país pertenece usted? Habla como un americano...

—Nací en los Estados Unidos.

—Entonces, es usted ciudadano de los Estados Unidos.

—No. Renuncié a mi ciudadanía. En cuanto a mi verdadera patria, es un país muy lejano. Estoy convencido de que no tiene usted noticia de él. Debo mi lealtad, coronel, no a una nación determinada, sino al... crecimiento, a la nueva gente que surgirá a la vida algún día.

Mientras West hablaba, el frío estremecimiento que helaba la espina dorsal de Zen se desvaneció súbitamente y fue reemplazado por una repentina sensación de calor. Las palabras de West parecían pulsar un resorte oculto en su interior.

—Debo mi lealtad al futuro, a lo que la raza humana será, no a lo que es actualmente. Sólo el futuro tiene significado, coronel, y yo he dedicado mi vida a la construcción de ese futuro.

A pesar de la impresión que le producían aquellas palabras, Zen sabía que estaba obligado a refutarlas.

—Eso es un sofisma —replicó—. Creo que cualquier tribunal lo consideraría como una evasión de sus verdaderas obligaciones. No puede usted continuar viviendo en un país disfrutando de sus ben...

Se interrumpió brujamente.

—¿Iba usted a decir Bendiciones, coronel? —inquirió West, casi maliciosamente.

—Sí.

—¿Podría citar esas bendiciones?

—Hubo una época en que las teníamos —dijo Zen—. Y volveremos a tenerlas.

—¿De veras lo cree?

West señaló la pantalla donde los técnica, enemigos continuaban atareados con su superbomba.

—Ahora que sabemos que existe, esa bomba no llegará a aterrizar —dijo Zen—. Yo me ocuparé de ello.

—¿Cómo piensa hacer frente a esa responsabilidad? —inquirió West.

—Ya encontraré algún medio —respondió Zen.

—Admiro su temple, coronel, aunque no necesariamente su propia estimación de la situación en que se encuentra. Mire, hay otra cosa que deseo enseñarle.

La pantalla se oscureció. Luego, lentamente, empezó a formarse en ella otra escena, muy parecida a la anterior.

—¡Esa es otra! —exclamó Zen—. ¡Están construyendo dos superbombas! No creí que dispusieran de los materiales y de los técnicos necesarios para construir ni siquiera una... Eso hace el problema mucho más difícil...

—Mire otra vez, coronel —sugirió West.

Una segunda mirada le permitió a Zen ver algo que antes le había pasado inadvertido.

—¡Son americanos! ¡También nosotros estamos construyendo esa bomba!

Sus palabras resonaron como pequeñas explosiones en la silenciosa habitación.

—Exacto —dijo West.

—Entonces, ¿se trata de una carrera para ver quién construye primero la bomba? —preguntó Zen.

No sabía si le gustaba o no lo que sus ojos estaban viendo y la interpretación que su mente estaba dándole.

—Temo que sí —asintió West, a regañadientes—. Pero, ¿no cambia eso el cuadro, coronel?

—¿Por qué? Tenemos que ganar una guerra. Y vamos a ganarla.

Las palabras fueron pronunciadas en tono firme, pero en ellas parecía flotar una leve duda, como si quedara algún punto por examinar.

—El otro bando también cree que va a ganar —observó West.

—¡Al diablo con lo que ellos crean! Nosotros no empezamos la guerra. Fueron ellos. No irá usted a decirme que va a quedarse sentado aquí, contemplando cómo dos naciones tratan frenéticamente de destruirse una a otra —y tal vez a la Tierra con ellas—, teniendo en sus manos el medio de evitarlo...

Las palabras de Zen estaban impregnadas de horror.

—Eso es precisamente lo que voy a hacer —afirmó West.

Su voz era tan firme y tan sólida como el núcleo de granito de una montaña.

—¡No puede usted hacer eso! —exclamó Zen.

—¿Por qué no? —inquirió West—. No soy ciudadano de ningún país, y no le debo nada a ninguna nación.

—Aunque no sea ciudadano de ningún país, continúa siendo usted un ser humano. Tiene usted que ser fiel a su propia raza —dijo Zen.

West mostró leves señales de malestar. Pero, cuando habló, su voz seguía siendo imperturbable.

—De acuerdo con su afirmación, ¿qué es lo que propone usted que haga?

—Detenga a los asiáticos —se apresuró a responder Zen—. Facilítenos una información completa acerca del lugar donde se encuentra su superbomba. Nosotros procuraremos terminar la nuestra antes, y la utilizaremos para volar su instalación.

—Eso crearía el peligro que está usted tratando de evitar, ¿no es cierto —observó West—. Las dos superbombas estallarían simultáneamente. ¿Cree usted que la Tierra permanecería en su órbita si ocurriera eso?

—No lo sé —respondió Zen—. Eso tendrían que decidirlo los físicos y los astrónomos. En cualquier caso, si el peligro fuera demasiado grande, utilizaríamos otras armas para neutralizar su superbomba.

—Los asiáticos trabajan en una cueva subterránea, que se encuentra por lo menos a trescientos pies de profundidad —dijo West—. ¿Poseen ustedes un arma que pueda penetrar a esa profundidad?

—¡Construiremos una!

—Habla usted con mucha volubilidad, coronel.

—¡Porque puedo hacerlo! —dijo Zen orgullosamente—. Si los asiáticos construyen su bomba en una cueva subterránea, es indudable que proyectan darle salida por alguna parte... Localizaremos esa salida y dejaremos caer una bomba-H sobre ella.

—¿Destruyendo así su bomba y sus mejores científicos e ingenieros?

—Estamos en guerra. Y en la guerra no caben los sentimentalismos. ¿Qué quiere usted? ¿Quedarse sentado aquí sin hacer nada?

—Lo que yo deseo es que los dos bandos se destruyan mutuamente en la medida que deseen y puedan hacerlo. Luego, cuando hayan demostrado la inutilidad de sus esfuerzos, cuando los escasos supervivientes hayan comprendido que la guerra no sirve para nada, la nueva gente hará acto de presencia para mostrar el camino verdadero a los que hayan sobrevivido.

La voz de West era tranquila. Parecía estar examinando una situación analizada a menudo y llegar a una conclusión previamente establecida.

—Pero eso implica una matanza insensata —protestó Zen—. Este fue el motivo de que se lanzara la primera bomba atómica: dar término a una matanza insensata..

—Toda matanza es insensata, coronel, aunque desde el punto de vista del individuo o de la nación que la lleva a cabo, la matanza suele ser considerada como justa en el momento en que se produce.

Zen empezó a comentar lo que West acababa de decir, pero inmediatamente cambió de idea. ¿Estaba tratando con un loco? Tal vez. Las palabras de West, desde luego, no encajaban con ninguna norma conocida de Zen. El acto de permanecer sentado mientras dos naciones se suicidaban iba más allá de los límites del pensamiento racional.

—Le ruego que me permita informar de esto al alto mando —dijo Zen, en una ultima súplica.

—Permítame, a mi vez, formularle una pregunta —dijo West—. ¿Qué les sucedería a las personas que se encuentran aquí, y a mi mismo, si revelara la existencia de este instrumento?

—Se convertiría usted en un héroe —respondió Zen, a sabiendas de que estaba mintiendo—. Y esas personas serían protegidas.

—Me disgusta tener que llamarle embustero, pero no tengo más remedio que hacerlo —dijo West—. Nuestra actitud sería considerada como traición. El gobierno confiscaría mi equipo, y sólo con mucha suerte me libraría de enfrentarme con un pelotón de ejecución. Sinceramente, coronel, ¿no sería eso lo que sucedería?

Por primera vez, en las palabras de West había una nota de contenido furor.

—Sam... —dijo Nedra—. Algo...

La voz de la muchacha era un susurro procedente de muy lejos.

—¿Qué pasa, Nedra? —preguntó West, olvidándose por completo de Kurt Zen.

La enfermera estaba sentada, rígida e inmóvil. Todo el color había huido de su rostro.

—Algo...

—Nedra, ¿qué pasa? —volvió a preguntar West, francamente alarmado.

En vez de contestar, la enfermera se deslizó desde la silla al suelo, desmayada.

Apagado y distante en el silencio que siguió, llegó un sonido repiqueteante.

Rat-tat-tat-tat-tat-tat...

Zen había oído demasiado a menudo aquel repiqueteo mortal para equivocarse acerca de su identidad.

—¡Una metralleta!

Los cortinajes que cubrían el arco que conducía a la habitación donde se encontraban se apartaron a un lado. Un hombre cayó a través de ellos. Zen se dio cuenta inmediatamente de que era otro de los jóvenes que vivían ocultos en la cueva de la montaña. De un orificio abierto en su espalda brotaba la sangre, y hacía desesperados esfuerzos por respirar.

—Vienen... con armas —jadeó.

West se dejó caer de rodillas y apoyó la cabeza del joven en su regazo. Su rostro se ensombreció al ver la herida de la espalda. Meciendo la cabeza del joven en su regazo como se mece a un chiquillo asustado, inquirió:

—¿Qué ha sucedido, Carl?

—No lo sé. Surgieron de improviso. Y entraron disparando.

Mientras hablaba, un hilillo de sangre empezó a deslizarse por la comisura de su boca.

—¿Cuántos eran? —preguntó Zen.

—Docenas —murmuró Cari.

La sangre que brotaba de su boca se deslizaba ahora a través de las piernas de West y formaba un charco en el suelo.

Tendiendo el oído, Zen pudo distinguir ahora el tableteo de tres metralletas. Unos hombres aullaban. Se oían los gritos de una muchacha. Los labios del coronel se fruncieron en una línea tan afilada como el borde de un cuchillo.

—¿Cómo han conseguido eludir sus emanadores de miedo? —le preguntó a West.

—Lo ignoro —respondió West—. Tal vez han encontrado un túnel sin vigilancia.

Zen comprendió que el medio de que se habían valido los intrusos para entrar carecía de importancia. El hecho era que estaban allí.

—¿Dónde están sus armas? —inquirió.

Estaba convencido de que la nueva gente disponía de arreas adecuadas para defender su ciudadela.

—¿Armas? —West no parecía haber comprendido la pregunta—. No tenemos ninguna.

—¿Qué? —dijo Zen. Seguramente, West no le había entendido. Todo granjero, todo ranchero, todo propietario de una casa disponía de algún arma—. ¿No tienen ningún rifle?

—No.

—¿Ni siquiera gases lacrimógenos?

—No, coronel.

—Entonces, cómo diablos pensaban conservar la vida? —estalló Zen—. No podía usted ignorar que algún día le localizarían.

—Conservar la vida no es tan importante como usted cree. Sí, hijo mío...

West se había inclinado de nuevo para escuchar las palabras del joven Cari.

—Bien... bien...

El susurro era muy débil.

West comprendió.

—Adiós —dijo—. Volveremos a encontrarnos. Pero, de momento, adiós.

El joven suspiró. El dolor y el miedo desaparecieron de su rostro. La paz descendió sobre él.

Pero cuando West se puso en pie, su rostro estaba muy pálido.

—Era nuevo aquí —dijo, como si explicara algo que en su opinión necesitaba ser explicado.

En alguna parte, una mujer estaba gritando. West tendió el oído tratando de localizar el lugar de donde procedía el sonido y luego echó a andar hacia él. Zen le cogió del brazo.

—Los invasores tienen armas. —Su tono llevaba implícita una acusación contra West por el hecho de que no hubiera ningún arma en el interior de la mina—. ¿O es que quiere usted ir a reunirse con él?

Señaló con un gesto el cadáver tendido en el suelo. La sangre había dejado ahora de brotar de aquel cuerpo. La esencia de la vida le había abandonado.

—Sí —respondió West bruscamente—. Quiero ir con él.

Su rostro había palidecido todavía más. Pero en sus ojos brillaba una cálida luz.

Zen reprimió el impulso de gritarle a West lo que opinaba de su modo de reaccionar.

—De acuerdo —dijo—: Adiós.

West le miró con una expresión de desconcierto en los ojos.

—Eche a correr —añadió Zen.

—¿Eh?

—Yo me quedaré aquí para hacer frente a la lucha de la que usted deserta —dijo Zen.

Como si tratara de despejar una niebla de un oculto rincón de su cerebro, West sacudió la cabeza.

—Lo siento —se disculpó—. Sin embargo, la llamada es muy fuerte. Únicamente el sentido de una tarea sin terminar me ha impedido marcharme por... un largo tiempo. —Volvió a sacudir la cabeza—. No, no voy a seguirle, aunque estoy convencido de que él es mucho más afortunado que nosotros.

—De acuerdo —convino Zen.

Inclinándose, West recogió a Nedra del suelo. La muchacha permaneció en sus brazos como una niña cansada y soñolienta. ¿Habría seguido al joven? Kurt Zen notó una rara opresión en el pecho mientras la idea cruzaba por su mente, pero se tranquilizó al comprobar que la muchacha respiraba de un modo regular.

—Sígame —dijo West.

La cálida luz continuaba brillante en sus ojos mientras cruzaba la habitación. La sólida pared se deslizó a un lado dejando al descubierto otra puerta.

—Nadie conoce la existencia de esta puerta —explicó West—. La cerradura sólo funciona en presencia de mi cuerpo.

Al cruzar la puerta, Kurt Zen pudo oír a la muchacha que continuaba gritando en alguna parte.

El pasadizo era muy angosto. A un lado, otro pasadizo conducía a una habitación en la cual había una serie de aparatos eléctricos en funcionamiento. Zen supuso que se trataba a de la maquinaria del superradar.

Delante de él. West gruñó un sonido que surgió de las profundidades de su garganta. Se había detenido y estaba contemplando fijamente una abertura disimulada en la pared.

Zen vio que aquella abertura, por medio de alguna invisible disposición de espejos. revelaba el interior de la amplia galería donde había pasado la noche.

Y en aquella galería se había desencadenado ahora el infierno.