II
Kurt Zen oyó toser al león en el cielo, por encima de su cabeza. Sabía que chocaría contra el suelo pasados cuatro minutos y que abriría un túnel hasta el mismo infierno, que las montañas se estremecerían y temblarían, que el aire vibraría como si una docena de rayos hubiesen estallado al mismo tiempo, y que un buen número de las tropas que rodeaban laboriosamente la ladera morirían.
Sabía que muchos de ellos sufrirían una muerte lenta y espantosa a consecuencia de la radiactividad engendrada por la explosión.
—Discúlpeme, Nedra —le dijo a la enfermera, que estaba inmediatamente delante de él.
La muchacha se había detenido para mirar hacia arriba.
—¡Cuerpo a tierra! —aulló Zen a los soldados.
Algunos habían oído ya la tos del león en el cielo y habían empezado a buscar refugio, como expertos combatientes que nunca necesitaban una orden para sumergirse de cabeza en el agujero más próximo. Mientras gritaba, Zen Vio que el número de los que habían empezado a besar el suelo era lastimosamente bajo, y conocía el motivo. La mayoría de aquellos hombres eran reclutas que aún no habían entrado en fuego, reclutas que morirían mirando al cielo con la boca abierta.
—¿Qué pasa? —preguntó la muchacha.
—¿No ha oído usted ese zumbido en el cielo, por encima de nuestras cabezas?
—No. Es decir, he oído algo que hacía un ruido raro. Pero... —En su rostro se reflejaban emociones contradictorias, aunque entre ellas no figuraba el miedo. Parecía sentir curiosidad—. ¿Qué significa ese zumbido?
Para una enfermera, o para cualquier americano viviente, era una pregunta increíble. Zen la miró, asombrado.
—¿He hecho alguna pregunta absurda?
—Desde luego —respondió Zen—. Vamos.
—¿Adonde?
—¡Allí!
Zen señaló con la cabeza una especie de túnel, uno de los muchos que habían sido excavados en aquellas montañas por los mineros. En cuanto oyó el zumbido que indicaba que el cohete había cambiado de dirección en el cielo, Zen buscó instintivamente un lugar a propósito para ocultarse. Aquel túnel parecía responder a sus deseos.
—¿Va a pasar algo? —preguntó la enfermera.
—Dentro de dos minutos lo sabrá usted —dijo Zen.
Sus largas piernas habían empezado ya a llevarle hacia el túnel. Tras una breve vacilación, la enfermera le siguió apresuradamente.
El túnel se adentraba menos de diez pies en la ladera de la montaña y no estaba enmaderado. Afortunadamente. Aquello significaba que ningún pesado tronco se desprendería sobre sus cabezas cuando las colinas empezaran a estremecerse. Un rápido examen reveló que la piedra del techo parecía sólida. Zen se detuvo a unos tres pies de la entrada.
—¿Por qué no nos metemos más adentro? —preguntó la enfermera.
—Para no quedar irremediablemente enterrados si el techo no resiste como espero —respondió Zen.
En alguna parte del exterior un hombre gritó, aterrorizado.
El objeto volvió a toser en el cielo, ahora más cerca.
BRRROOOMMM... BrrroooMMMM... BrOOOm.
El proyectil estalló.
El sonido fue el de numerosos cañones disparando simultáneamente. Las paredes del túnel parecieron encogerse. Unas piedras sueltas cayeron del techo y las paredes desprendieron un fino polvillo. Un peñasco del tamaño de una casa pasó por delante de la entrada, partiendo pinos como A fueran mondadientes. Le siguió una avalancha de rocas. A lo lejos se oyó el ruido de otra avalancha.
Los dedos de la enfermera se tensaron sobre el brazo de Zen, y luego se relajaron. Tixios los nervios del cuerpo del coronel estaban tirantes como alambres de acero mientras esperaba la reacción de la muchacha. No hubo ninguna, aparte de la tensión y relajamiento de sus dedos. Sus manos permanecieron sobre el brazo de Zen y se quedó en el túnel con él. Para Kurt Zen, aquello resultaba decepcionante.
—¿Qué clase de nervios posee usted? La mayoría de las mujeres se habrían echado en mis brazos y habrían enterrado sus narices en mi pecho.
—Lo siento, coronel. Temo que mi educación en lo que respecta a mostrarme asustada no es muy completa.
Tosió, a causa del polvillo.
—¿De veras no tiene usted miedo, Nedra? —preguntó Zen.
—No.
—Entonces, no es usted un ser humano normal...
Inmediatamente, lamentó haber pronunciado aquellas palabras. Podían hacer entrar en sospechas a la muchacha.
—En tal caso, ¿qué es lo que soy?
La voz de Nedra era tranquila.
Zen eludió su pregunta.
—¿Ni siquiera tiene usted miedo a morir?
—Cuando tantos han muerto ya, ¿por qué tendría que vacilar en unirme a ellos? —respondió la enfermera.
Soltó el brazo de Zen y sacudió el polvo de las hombreras de su propio uniforme. Mientras lo hacía levantó los ojos hacia su compañero y pareció que una especie de radiación fluía de sus pupilas. En el exterior, otro peñasco más pequeño rodó por delante de la entrada del túnel. Hurgando en sus bolsillos en busca de cigarrillos, Zen encontró un paquete arrugado. Ofreció uno a la enfermera, pero ella le dio las gracias y lo rechazó. Zen no insistió. Los cigarrillos eran demasiado valiosos para desperdiciarlos con personas que no los deseaban. En el exterior, otro hombre empezó a gritar. La enfermera se movió automáticamente en aquella dirección. Zen la cogió del brazo y la retuvo.
—Espere hasta que las rocas dejen de rodar, Nedra.
Ella no protestó. Alzando la mirada hacia él dijo:
—Usted cree que soy un miembro de la nueva gente, ¿verdad?
Zen tosió y maldijo el cigarrillo, insistiendo en que el tabaco estaba húmedo. Era una mentira y ambos lo sabían. Pero... ¿qué podía decir? La pregunta de Nedra le había cogido por sorpresa.
—¿Qué es lo que le hace creer eso? —preguntó finalmente Zen.
—Lo creo, sencillamente. Es cierto, ¿no?
En su calidad de oficial del servicio de información, Zen estaba acostumbrado a formular las preguntas, pero aquella enfermera había invertido los papeles. Dio una larga chupada a su cigarrillo.
—No lo sé. ¿Lo es usted?
Procuró que su voz sonara lo más casual posible.
Los ojos de Nedra le estudiaron. Una leve sonrisa frunció las comisuras de sus labios.
—¿Le importaría que le hiciera una pregunta?
—Adelante —asintió Zen.
El hombre había dejado de gritar en el exterior, pero otro peñasco rodaba por delante de la entrada. A lo lejos, la avalancha resonaba como si millones de toneladas de roca se estuvieran desplazando hacia un lugar más seguro.
—¿Es usted un miembro de la nueva gente? —preguntó la enfermera.
Esta vez, la tos no fue fingida. Zen no pudo reprimir su sorpresa.
—¿Qué diablos la ha inducido a formular una pregunta como ésa?
—Tenía ganas de formularla, sencillamente —replicó la enfermera—. ¿Estoy equivocada?
—¿Quiénes son la nueva gente?
—Bueno, todo el mundo ha oído hablar de ellos. Son la nueva raza que proporcionará el núcleo para la nueva vida cuando todos los hombres y mujeres» corrientes hayan sido destruidos en esta guerra. —Los ojos color violeta de Nedra reflejaban un sincero asombro—. ¿Quiere usted decir que nunca ha oído hablar de ellos?
—He oído los rumores que circulan —admitió Zen, encogiéndose de hombros—. Pero he sacado la impresión de que todas esas historias eran un montón de mentiras. En realidad, creo que la mayoría de ellas han sido inventadas por el enemigo, para conseguir que relajemos nuestro esfuerzo bélico.
—¿Cree usted eso? —La voz de Nedra tenía un acento intrigado—. ¿Lo cree sincera y honradamente?
—Creo lo que la evidencia me induce a creer, nada más. Y en este caso, no he visto ninguna de las llamadas evidencias.
Encogiéndose de hombros, Zen avanzó hacia la boca del túnel, para retroceder al tiempo que una masa de rocas se estrellaba contra el suelo, en el exterior.
—Están lloviendo peñascos —dijo—. ¿Qué sabe usted acerca de la llamada nueva gente?
—No mucho —respondió la enfermera.
—Es usted una encantadora mentirosa, pero el hecho de que sea encantadora no la hace menos mentirosa —dijo Zen.
Nedra era muy guapa, con sus ojos color violeta y sus cabellos cobrizos, pero un oficial de servicio de información no podía dejarse impresionar por esas cosas.
—Gracias, coronel —dijo la muchacha—. Pero no esperaba que me trataran de mentirosa. —Su rostro reflejaba la debida indignación, pero al mismo tiempo sus ojos sonreían—. Sin embargo, no creo que pueda hacer nada para remediarlo, ¿verdad?
En aquel momento, parecía una chiquilla injustamente acusada de algo que no ha cometido.
A lo lejos, el ruido de la avalancha había cesado. No bajaban ya más peñascos rebotando por la ladera de la colina. Un vasto silencio llenaba las montañas. En medio de aquel silencio, Zen imaginó que podía oír los pensamientos de los hombres asustados que habían permanecido vivos hasta entonces, y ahora se estaban preguntando cómo prolongar su precaria existencia. También se preguntaban si el continuar vivos merecía el esfuerzo requerido. Por qué no terminar de una vez con todas las tragedias, con todas las lágrimas, con todas las tentativas de encontrar el camino hacia el futuro?
Fuera, un hombre empezó a gritar.
Como una paloma mensajera que finalmente ha encontrado la dirección correcta, la enfermera avanzó hacia el sonido. Zen volvió a cogerla del brazo. Con aspecto intrigado, Nedra se detuvo.
—Por favor, coronel. Me necesitan allí.
Hizo un gesto con la cabeza en dirección al lugar donde había sonado el grito.
—Hay otros muchos que la necesitan a usted, probablemente —comentó Zen.
Ella no pareció comprenderle.
—Soy una enfermera. Mi obligación es la de auxiliar a loa heridos.
—Lo sé —Zen quedó un poco desconcertado al descubrir que simpatizaba con aquel impulso—. Pero, todavía no.
—¿Por qué no?
—Porque la ladera no ofrece todavía condiciones de seguridad.
Zen alzó la muñeca izquierda. En vez de reloj, llevaba un diminuto contador Geiger. La aguja oscilaba fuertemente hacia la línea roja.
—La radiación tiene una intensidad de casi cuarenta en la boca de este túnel —observó.
—Muy interesante —dijo la enfermera. Pero el tono de su voz desmentía sus palabras.
—A media ladera, alcanzará a cien. Y arriba, donde tuvo lugar la explosión, puede llegar a mil.
En opinión de Zen, había dicho lo suficiente.
En opinión de Nedra, no había dicho absolutamente nada.
—Eso no tiene importancia. Allí hay unos hombres heridos. Yo soy una enfermera. Mi obligación es la de auxiliarles.
—Si trata usted de prestarles auxilio en estas circunstancias, se convertirá a su vez en una persona necesitada de auxilio.
—Pero, esos hombres...
—Esos hombres tendrán que salir de la zona de radiación por sus propios medios, o esperar hasta que el área quede limpia y pueda llegar la ayuda hasta ellos.
—¡Es usted despiadado!
—No lo crea —dijo Zen—. Si pudiera hacerse algo para ayudarles, tenga la seguridad de que no estaría aquí en este momento. ¿Acaso no comprende lo que ha sucedido? Ha estallado una bomba N asiática. En una bomba N, los efectos inmediatos son secundarios. El verdadero objetivo del arma es el de rociar la zona con radiaciones de alta intensidad, para convertirla en inhabitable durante meses. Cualquier ser viviente afectado por la expansión directa de la radiación está condenado, y ni usted, ni yo, ni los médicos, podemos hacer nada para ayudarles...
Se interrumpió en el instante en que otro hombre empezaba a gritar.
La enfermera estaba indecisa.
—Pero ese hombre necesita ayuda —insistió.
—Desde luego que necesita ayuda —convino Zen.
—Bueno...
Zen la observó cuidadosamente. Nedra parecía comprender sus palabras, pero algo la empujaba con más fuerza: los gritos del herido. Cada vez que el soldado gritaba, Nedra se volvía en aquella dirección.
—Bueno, gracias, coronel.
Dando media vuelta, Nedra echó a andar con paso seguro ladera arriba.
Zen maldijo en voz baja y salió andando detrás de ella. Pero se detuvo súbitamente, preguntándose qué motivos tendría la muchacha para dar tan poca importancia a su propia vida. Conocía el significado de las radiaciones en cantidades letales. Indudablemente sabía también lo que le sucedía a un ser humano que se aventuraba por una zona caliente.
Pero, ¿era Nedra un ser humano normal? ¿Estaba presenciando Zen uno de los milagros realizados por la nueva gente? Si Nedra descendía la ladera de la montaña viva, el hecho sería una prueba. Zen maldijo de nuevo. Nedra se dirigía a un lugar al cual él no podía seguirla... Si regresaba ilesa, Zen tendría una prueba suficiente para ordenar que la siguieran hasta el fin del mundo, si era preciso.