MECANISMO DE ESCAPE
El famoso doctor Jessup hojeó impacientemente el informe y luego lo dejó caer sobre su escritorio con un "¡Bah!" de fastidio.
¿Por qué le enviaba siempre casos como éste el imbécil de Nyren? ¿Creía acaso que la Fundación Jessup no tenía nada mejor que hacer? Releyó la nota unida al informe:
Creo que este caso tiene algunos aspectos interesantes que podrá utilizar para su libro. A propósito, ¿cómo marcha el libro?
Impertinente, como de costumbre. La cosa estaba clara. El doctor Jessup comprendía por qué no había podido quitarse de encima a Nyren desde que sus caminos se habían cruzado en aquella recepción en honor de Neurath, el analista Vienés. Estaba tratando de crearse un espacio en la introducción de la gran obra Deeper Analysis, de Jessup. ¿Qué esperaba? "¿Debo agradecer a mi docto colega, el doctor Nyren, su valiosa ayuda?" ¡Absurda esperanza!
¿Qué clase de casos le planteaba? Vulgares, sin la menor complejidad, desprovistos de interés. El de la ninfómana bailarina de cabaret, por ejemplo... El doctor Jessup se estremeció al recuerdo del olor a perfume barato que persistió en el consultorio durante varios días. Y aquel anciano profesor, con su manía persecutoria, que estaba convencido de que él, el doctor Jessup, era el presidente de un comité de investigación. Y...
Sacudió la cabeza para desviar el curso de sus pensamientos. Si continuaba en aquella dirección, él mismo iba a crearse un complejo de persecución.
Pero el caso que tenía delante de él era el colmo. Henry Saunders, 32 años, casado, sin hijos. Historial clínico:
—Bueno, era el caso más simple y evidente de paranoia. Tendría que enviarle a Nyren una nota breve y explícita, escogiendo cuidadosamente las palabras. Breve, explícita... y final.
El doctor Jessup alargo la mano para coger su pluma.
En aquel preciso instante sonó el zumbador de su escritorio.
—Mr. Saunders, doctor —anunció la quebradiza voz de miss Coald, su secretaria.
—Hágale pasar —gruñó el jefe de la Fundación Jessup.
Se abrió la puerta y Henry Saunders entró en el consultorio, con evidente timidez. Era un hombre alto y robusto, y de su persona emanaba un aire de desdicha resignadamente soportada.
—Buenos días, doctor —dijo, casi en tono de disculpa.
—Son las once, treinta y seis minutos y treinta segundos —dijo el doctor Jessup—. Buenos días. Siéntese. No, ahí no. Aquí, junto a mi escritorio. Vamos a ver... Tenía usted hora para las once y media, exactamente. En otras palabras, Mr. Saunders, durante seis minutos y medio todo el complicado mecanismo de la Fundación Jessup ha quedado interrumpido en espera de su llegada... inmovilizado. Durante seis minutos y medio el monstruo del desequilibrio mental del hombre ha andado suelto como un Moloch de destrucción, mientras la Fundación Jessup quedaba inmovilizada, impotente para luchar contra sus estragos.
—Mi esposa, doctor —dijo Henry, parpadeando—. Lo siento mucho, pero...
—¡Su esposa! —exclamó en tono de reproche el gran analista. Pero el rostro de Saunders tenía tal expresión de apenada sinceridad, tal expresión de buena voluntad irremediablemente frustrada, que el doctor Jessup no pudo evitar el trocar la exclamación en una amable pregunta—: ¿Su esposa?
—Sí —respondió Henry ávidamente—. Esa es la raíz de todo. Por eso he llegado tarde, y estoy convencido de que me encuentro aquí por eso. Siempre he tenido que decirle a mi esposa adonde iba, y no podía decirle que venía aquí, porque ella no cree que me ocurra absolutamente nada, y yo sé que me ocurre algo, algo terrible, y...
—De acuerdo, de acuerdo -dijo el doctor Jessup, levantando una mano y tomando una nota con la otra—. Su esposa no comprende. Pero nosotros descubriremos lo que le ocurre a usted, tranquilícese.
—¿Quiere usted decir que vienen aquí otras personas que sufren de lo mismo que sufro yo?
—Centenares, mi querido amigo.
—Nunca he visto a nadie con la misma clase de molestia que me aqueja a mí —dijo Henry, en tono dubitativo.
El doctor miró unos instantes en silencio a su paciente.
—Bueno, Mr. Saunders —dijo finalmente—. Cuénteme su historia, Y sea breve.
—Verá, la primera vez que ocurrió fue hace tres semanas. Mi esposa es una mujer bajita, eso es muy importante...
—Mr. Saunders, quiero oír su caso. Me interesa su mente, no el físico de su esposa.
—Lo siento —se apresuró a decir Henry—, pero la raíz del asunto en ésa. Le llevo la cabeza y los hombros a mi esposa. Si yo fuera uno de esos hombres pequeñitos, con un bigote sin recortar, como los que aparecen en las historietas cómicas, y ella fuera una mujer de gran tamaño, la cosa sería distinta, ¿verdad? Más natural. Pero cuando uno tiene una esposa bajita con una lengua tan afilada como una navaja de afeitar y...
El famoso doctor Jessup se sentía cada vez más molesto por el fracaso de sus renombrados modales profesionales, impotentes en esta ocasión para contener el torrente de lamentaciones de su paciente Pero, por otra parte, considerándolo con la objetividad de que hacía gala, pensó que tal vez estaba siendo un poco injusto. Quizás descargaba el mal humor que le había provocado Nyren sobre el caso que le había enviado.
- Por favor, Mr. Saunders. Seamos breves. Creo que el vocablo que está usted buscando es incordiante. Su esposa le fastidia continuamente. Dejando aparte el hecho de que todas las esposas fastidian a sus maridos en mayor o menor grado, reconozco que en su caso puede tener alguna influencia en sus trastornos. Esposa incordiante. Tomo nota. Ahora, quiero que me cuente lo que le ha ocurrido a usted. Pero, brevemente, brevemente, Mr. Saunders. Más tarde podrá hablarme con toda la extensión que desee... como parte de su tratamiento. Pero ante todo los cimientos, el mapa del país... Continúe.
—Verá; íbamos a comprar un traje. Tal vez debiera decir que mi esposa me llevaba a comprar un traje. Da la casualidad de que a mí me gustan los trajes llamativos, ¿sabe?, y mi esposa cree que me gustan porque con ellos llamo más la atención a las mujeres. No es cierto, se lo aseguro. Amo a mi esposa. Mejor dicho, la amaba. Y continuaría amándola, si no me atosigara con sus sospechas. —Captó súbitamente la expresión del rostro del doctor Jessup—. De acuerdo, de acuerdo, voy al grano.
"Bueno, compramos un traje... si es que puede dársele ese nombre. Gris oscuro, con una gruesa raya negra. Cuando salimos de la tienda vi una corbata en otro escaparate. Una corbata de color anaranjado que en mi opinión haría juego con aquel espantoso traje... suponiendo que algo pudiera hacer juego con él.
"Volví la cabeza para mirar aquella corbata. Y en aquel preciso instante pasó una rubia. Al menos, mi esposa dijo que había pasado una rubia. Yo no vi ninguna. Me limité a volver la cabeza para mirar la corbata. Así empezó la cosa.
"Mi esposa se paró en seco y me acusó de mirar a las otras mujeres. Le dije que estaba equivocada, pero no conseguí convencerla. Estábamos en medio de la acera. Ella empezó a insultarme, con su voz chillona. Y pensar que antes de casarnos siempre cantaba Always, y yo pensaba que tenía una encantadora voz de soprano... ¡Cómo cambian las cosas! De acuerdo, doctor, voy al grano...
"Estábamos allí, en medio de la acera, y todo el mundo se había parado para ver lo que pasaba. ¡Oh! Fue algo terrible, créame. —Se estremeció al recordarlo—. Y, entonces... todo desapareció. La calle, la gente, mi esposa... Incluso el sol desapareció.
—Una descripción poética, Mr. Saunders. ¿Se desmayó usted?
—¡Oh, no, no! Me encontré súbitamente en un lugar distinto. No sólo distinto del lugar donde me encontraba un segundo antes, sino de cualquier lugar conocido por mí. Para empezar, el sol era doble, como si estuviera viendo una película tridimensional sin gafas. Había un sol azul y un sol amarillo, muy juntos, que proyectaban una doble sombra. Yo estaba de pie en el lindero de un bosque de plantas azules, y el suelo era blando y de color parduzco, como una alfombra de rizados helechos.
—Sí, recuerdo que en su historial clínico se menciona ese detalle. También dice que no es usted bebedor... ¿Es cierto eso, Mr. Saunders? Conteste con toda franqueza, se lo ruego. Estoy aquí para ayudarle.
—Lo más que he llegado a beber ha sido un vaso de cerveza un día de mucho calor. Oiga, no estará tratando de insinuar que me había emborrachado, ¿verdad?
—Calma, calma. Nada de eso. Me limito a asegurarme de los hechos.
—Bueno, eso es otra cosa. Supongo que cualquiera pensaría que estaba borracho. Pero no lo estaba, palabra.
—Entonces, ¿puedo atribuirle una viva imaginación?
—Pero, no se trata de imaginación... —gimió Saunders—. Me ha dicho usted que estaba acostumbrado a casos como el mío, y ahora me dice que fue mi imaginación.
—Vamos, vamos, Mr. Saunders. ¿Por qué toma en un sentido peyorativo el hecho de que le atribuya una viva imaginación? El poder de la imaginación ha hecho historia.
—Pero yo estuve allí. Lo sé, porque lo primero que hice fue mirar a mi alrededor y no pude creer a mis propios ojos. De momento, pensé que se trataba de algún anuncio de esos que ahora están de moda. Desde que vi una gran tinaja llena de sirenas bajando por la calle anunciando unos trajes de baño, aprendí a no sorprenderme de nada. Pero yo estaba allí, solo, en el lindero de aquel bosque azul.
"Y luego pensé que si estaba allí, donde quiera que fuese, no podía estar con mi esposa, y que Dios sabe lo que ella estaría pensando, y aquello me asustó. Y súbitamente me encontré de nuevo en la calle.
- ¿De pie?
—¿Eh? ¡Oh, ya vuelve usted a las andadas! No cree en mí. Piensa que me desmayé, o que fue un sueño... Pues sí, estaba de pie. Mi esposa se impresionó. Fue la primera vez en muchos años que la dejé sin habla. En todo el camino de regreso a casa no dijo una sola palabra. Yo la miraba por el rabillo del ojo, y vi que de vez en cuando me contemplaba de un modo muy raro. Pero, en cuanto llegamos a casa, volvió a ser la de siempre. Dijo que en adelante tendría que andar aún con más cuidado, puesto que yo era más astuto de lo que ella había imaginado. Creía que yo me había deslizado por entre la multitud.
—Sí, sí —dijo el famoso doctor Jessup. El hecho se explicaba—. ¿Ha sufrido usted otro de esos ataques desde entonces?
—Dos —respondió Henry—. Tuve otro después de haber hablado con el doctor Nyren.
—¿Y los tres fueron precedidos por algún escándalo de su esposa?
—No. El segundo, sí. Ella me estaba importunando con alguna de sus fantásticas acusaciones, y decidí salir de casa para escapar de su voz. Crucé la puerta... y me pareció que estaba andando por aquel otro lugar.
—¿Y el tercero?
—Estaba en casa, solo. Mi esposa había ido a la compra. Rumiaba las cosas que me habían sucedido... me refiero a esas anomalías, y en aquel momento sucedió.
—¿Y todas las veces vio usted el mismo paisaje?
—Sí. Desde ángulos distintos, pero siempre el mismo. Una de las veces vi una corriente de agua, y en las dos últimas ocasiones una mujer. La primera vez desde cierta distancia, y cuando ella me vio echó a correr y penetró en el bosque. Pero la segunda vez me encontré muy cerca de ella, y no huyó. Incluso sostuvimos una conversación, si puede dársele ese nombre. Yo dije: "Buenos días", y ella se echo a reír con una risa musical y dijo algo en un idioma desconocido. Y luego yo hablé un poco más. La mujer parecía bastante... ejem... amistosa.
—¡Ah! —exclamó el doctor Jessup—. ¿Una mujer guapa?
—Sí, supongo que puede llamársela guapa. Aunque era un poco distinta de las mujeres corrientes. Tenía la piel de color de miel y una cabellera rojiza. Y llevaba una especie de conjunto de tenista, aunque era verde, no blanco.
—¿Y dice usted que tenía una voz musical?
—Sí.
—Dígame, ¿de qué color son los cabellos de su esposa?
—Negros. Mi esposa es morena —dijo Henry, intrigado.
—La cosa está clara como el agua —dijo el famoso doctor cortésmente.
—¿De veras? —inquirió Henry—. Bueno, me quita usted un gran peso de encima.
—Sí, el suyo es un caso evidente de demencia paranoica. No hay motivo de alarma, y estoy convencido de que podremos curarle en un corto espacio de tiempo. Lo que ha ocurrido es esto:
"Bajo la tensión de la desarmonía conyugal, usted ha buscado refugio en otro mundo, un mundo de su propia creación. A usted, por ejemplo, le gustan los colores llamativos. De modo que el mundo que se ha creado es un mundo de colores chillones. Asimismo, la mujer que ha creado es radicalmente distinta de su esposa. Morena: pelirroja. Voz chillona: voz melodiosa. Esa otra mujer habla un idioma que usted no comprende, en contraste con el lenguaje de su esposa, el cual comprende usted demasiado. ¿Me equivoco?
—No... quiero decir sí, sí.
—¡Ah! Teme que he sacado demasiado brutalmente a la superficie la verdad. Se niega a reconocer esas fantasías por lo que son. Pero trate de ver la realidad, Mr. Saunders. Tal como proclama el lema de esta Fundación, la verdad es el principio de la curación.
—No quiero admitirlo. —Henry se removió en su asiento—. No es cierto. Lo que usted dice acerca de la voz chillona y la voz melodiosa, y todo eso, puede ser verdad... pero yo no lo imagino.
—¿No, Mr. Saunders? Nosotros podemos probarlo, ya que su ilusión lleva en sí misma la imagen de su irrealidad. En el cielo de lo que usted imagina sé encuentra el símbolo de su dilema. Un doble sol. Dos soles de colores complementarios, la imagen de la doble naturaleza de su existencia. La imagen de su culpabilidad, podríamos decir. Ya que usted no puede superar un sentimiento de culpabilidad por huir de la realidad, y esa culpabilidad se manifiesta en términos simbólicos visuales, hasta que su amenazadora presencia le obliga a regresar.
En su elocuencia, el famoso doctor Jessup se había puesto en pie, inclinándose sobre su escritorio, de modo que su rostro estaba muy cerca del de Henry. La agitación de Henry había ido en aumento a medida que el analista definía su caso. También él se puso en pie, pero impulsado por el temor y el desconcierto.
—¡No! —gritó.
El doctor Jessup estaba acostumbrado a los efectos de sus exposiciones sobre los pacientes. Dio la vuelta al escritorio para tranquilizar a Henry. Pero Henry retrocedió, asustado.
—No se acerque a mí —gritó.
Y entonces ocurrió la cosa.
Henry desapareció.
Los ojos del famoso doctor Jessup se desorbitaron. Anduvo de espaldas hacia su sillón, agarrándose a la mesa, se dejó caer en el asiento y se sirvió una generosa ración de whisky.
¿Alucinaciones?
Eso hubiera pensado, ordenándose a sí mismo un completo y prolongado descanso... si no hubiera sido testigo de la obstinada defensa que el propio Henry hacía de la realidad de sus traslados. El doctor Jessup se llamó seriamente al orden, recordándose a sí mismo que su vida había sido dedicada a la cordura, a la lógica. Y la lógica, en este caso, apuntaba en una sola dirección. La de que su paciente había desaparecido... corporalmente. Sólo cabía hacer una cosa: esperar su regreso.
Pulsó el botón del interfono:
—Miss Coald, no quiero ser molestado por nadie, ni siquiera por usted.
Luego se retrepó en su sillón y esperó.
Transcurrieron seis... siete minutos. Entonces, de un modo tan inexplicable como había desaparecido, Henry regresó en toda su indudable solidez.
Miró al doctor Jessup con una expresión de triunfo.
—Bueno, ¿me cree usted ahora?
- Asombroso -dijo el doctor Jessup—. Realmente asombroso. En toda mi larga vida profesional no me había encontrado con un caso como el suyo. ¿Podría quedarse unos cuantos días en la Fundación, para ser sometido a observación?
—¡Oh, no! —se apresuró a decir Henry—. No puedo hacer eso. ¿Cómo iba a explicárselo a mi esposa?
—Es una lástima. ¿Cree que si yo le explicaba...?
—Imposible —dijo Henry en tono firme.
Empezaba a notar una desacostumbrada sensación de confianza. Había conseguido refutar las afirmaciones del doctor en el sentido de que estaba loco. Sin embargo, aquella confianza no era lo bastante fuerte como para hacerse a la idea de que su esposa aceptaría la situación.
—Bueno —dijo el doctor Jessup—, tendrá que concederme algún tiempo para meditar su caso. Vuelva pasado mañana. A las... ejem... A la hora que mejor le vaya.
—Pero, ¿no hay nada que pueda usted hacer ahora?
Incluso el famoso doctor Jessup debía recurrir a los procedimientos rutinarios.
—Tómese esto —dijo abstraídamente, entregando a Henry una cajita de pastillas—. Una, tres veces al día.
—Bien, de acuerdo —dijo Henry, en tono dubitativo.
Se encaminó hacia la puerta, pero antes de llegar a ella se volvió.
—¡Oh! Por si se le ocurre pensar que los dos hemos imaginado todo esto...
Dejó sobre el escritorio un rizado helecho de color parduzco.
El doctor Jessup lo cogió y le dio vuelta entre sus manos mientras su paciente se marchaba. No era botánico, pero sabía que aquel helecho no procedía de ningún lugar de la Tierra.
Lo contempló fijamente durante largo rato. Luego, un extraño brillo asomó a sus ojos. Pulsó de nuevo el botón del interfono:
—Miss Coald, venga en seguida. Tengo un pequeño trabajo para usted.
Henry acudió el día fijado, pero no lo hizo hasta la tarde. De todos modos, el doctor Jessup había cancelado todos sus compromisos para aquel día.
—Bien —dijo, en cuanto Henry entró en el consultorio—. ¿Cómo le ha ido?
—Muy bien, gracias —dijo Henry—. No he vuelto a aquel lugar. Aquellas píldoras que usted me dio, seguramente. Pero mi esposa está peor que nunca. No comprendo lo que ha pasado. Dice que unas mujeres han estado llamando por teléfono y preguntando por mí. Estos dos últimos días, mi vida ha sido una espantosa pesadilla.
—Un experimento clínico, sencillamente —dijo el doctor Jessup, en tono de disculpa—. Tenía que hacerlo.
—¿Quiere decir... que usted...?
—Mi secretaria, miss Coald, le ha estado llamando para informarse de su estado. Era esencial para... bueno, para calentar su medio ambiente.
—Pero, no comprendo...
—Mi querido amigo —le interrumpió el analista—, sus preocupaciones han terminado. Su problema está resuelto, esta vez definitivamente. Cuando se marchó de aquí el otro día le di un vulgar sedante, sin saber aún el mal que le aquejaba. Cuando lo supe, y al mismo tiempo me di cuenta de que un vulgar sedante podía ser el remedio, tuve que asegurarme de que sus nervios estarían sometidos a la necesaria tensión, por así decirlo. Lo han estado, evidentemente. Pero el sedante obró efecto e impidió que sufriera usted un espasmo cuatridimensional.
—¿Un qué?
—Sí, es un nombre un poco raro, debo admitirlo. Tendría que repasar el diccionario griego y encontrar algo mejor. Pero expresa lo que en realidad le ha ocurrido a usted. Bajo una poderosa tensión emotiva, usted se distendió, sencillamente. Pero, en vez de una distensión corriente, la suya es cuatridimensional. En otras palabras, en vez de distenderse en este mundo, de tres dimensiones, lo hizo en otro mundo contiguo al nuestro que tiene una dimensión más.
"Hasta cierto punto, el traslado alivia temporalmente la tensión, pero al cabo de unos instantes reaparece la tensión ante las consecuencias... y se produce el fenómeno en sentido inverso. Al parecer, lo único que usted necesita es un sedante tomado de un modo regular. Aquí tiene una receta para un centenar de píldoras. Continúe tomándolas tres veces al día. Cuando las termine, vuelva y le haré otra receta.
—Gracias —dijo Henry, cogiendo el papel—. Muchas gracias.
—De nada, estamos aquí para servirle —dijo el doctor Jessup en tono pomposo—. Bueno, otra cosa: debido a que su caso es único, comprenderá mi ansiedad por informar acerca de él al mundo médico. Por lo tanto, le agradecería que me hiciera un detallado relato de su experiencia y de aquel otro mundo. Y también espero que uno de estos días acceda usted a prescindir del sedante, aquí, en la Fundación, y haga una demostración de su notable facultad ante unos escogidos colegas.
—Desde luego, doctor. Lo que usted quiera. Pero ahora no puedo entretenerme. Debo regresar a casa. Ya sabe usted lo que ocurre...
Henry pensaba profundamente mientras tendía la receta por encima del mostrador de la farmacia. Pensaba en el otro mundo que ahora no volvería a ver. Pensaba en los largos años que se extendían delante de él. Había tenido una aventura, una rara y desconcertante aventura, es cierto, pero en su vida habían escaseado las aventuras dignas de ser recordadas. Y ahora que todo había terminado, se sentía triste y pesaroso. Luego, su mirada se iluminó. Sacó su pluma y efectuó unos rápidos cálculos.
—Oiga, ¿podría venderme otras cincuenta mil píldoras de esas? —inquirió, cuando el dependiente volvió al mostrador con la caja.
- ¿Cincuenta mil? ¿Está usted loco? Es una cantidad suficiente para suicidarse quinientas veces... Además, sólo podemos servirle las que indica la receta.
—Pero, yo... ejem... voy a hacer un largo viaje.
El dependiente le miró con aire suspicaz.
—En cualquier lugar del mundo le venderán estas píldoras, si lleva la receta de un médico.
—Pero... voy a marcharme a la selva —dijo Henry desesperadamente.
—Explorador, ¿eh? —dijo el dependiente, mirando a Henry de arriba abajo, con visible incredulidad—. No tiene usted tipo de explorador. Mire, no me importa lo que quiere hacer con las píldoras. El bromuro produce los mismos efectos y no necesita usted receta. Si lo desea, puede comprar un millón de pastillas de bromuro.
—Con cincuenta mil habrá bastante —dijo Henry, con un suspiro de alivio—. ¿Está seguro de que es lo mismo?
—No es lo mismo. Pero produce el mismo efecto. Es un sedante.
—¿Un sedante? ¡Ah, estupendo! ¿Cuántas puede venderme ahora?
De regreso a casa, Henry entró en un bar y pidió un whisky: algo que nunca había hecho hasta entonces. Estaba a punto de tragárselo, cuando se le ocurrió la idea de que el alcohol podía afectar de algún modo lo que estaba tramando. Era preferible actuar sobre seguro. Se llevó el whisky al lavabo, se llenó la boca con el ardiente licor, reteniéndolo unos instantes, y luego lo escupió. No le gustó el sabor del líquido, pero impregnaría satisfactoriamente su aliento.
La vaharada alcanzó a su esposa en el instante en que Henry entró en casa. Aquel solo hecho fue suficiente para ponerla en guardia. Y cuando olió el aliento de su marido mientras éste se inclinaba a besarla, sus peores sospechas se vieron confirmadas.
La andanada que disparó a continuación fue algo que el propio Henry no había oído nunca.
Henry esperó. No había tomado ninguna pastilla. Continuó esperando. Los reproches subieron de tono. No pasó nada. Estaba demasiado tranquilo, pensó Henry. Reunió todo su valor...
—¡No me hables así, estúpida! —tronó.
Su propia temeridad le asustó. Y llegó la distensión, como la había calificado el doctor Jessup...
Henry estaba de pie sobre unos helechos parduscos, bajo un doble sol azul y amarillo. Abrió el paquete de pastillas de bromuro y tomó una. Luego se sentó en la alfombra de helechos y esperó. Consultó su reloj. Diez minutos. Veinte.
Exactamente. Dos veces más que en la más larga de sus experiencias anteriores. De modo que las pastillas también eran eficaces allí. Por un instante, experimentó una especie de remordimiento al darse cuenta de que no podría prestarle al doctor Jessup la cooperación que le había pedido. Pero apartó fácilmente la idea de su cerebro. Tal vez se presentara otro caso para darle al doctor la confirmación que necesitaba.
Se puso en pie y lanzó un grito.
En el bosque azul resonó un grito de respuesta... proferido por una voz melodiosa. Henry vio un verde resplandor que avanzaba hacia él a través de las hojas.
Henry Saunders suspiró, satisfecho.