VIII

—¿Aquí está el centro? —preguntó Zen.

—Desde luego —respondió Nedra.

—Pero, ¿cómo es posible que Cal y sus compinches no lo hayan descubierto?

—Ni siquiera están enterados de nuestra existencia —explicó Nedra—. Y, si la conocieran, no creo que se atrevieran a meterse en los túneles.

—En efecto, el túnel está protegido por una red de cables —dijo West.

—¿Quiere usted decir que recibirían una descarga eléctrica de alta tensión si se aventurasen a entrar?

—No se trata de eso, precisamente —respondió West—. En dos lugares, hay instalados en las paredes unos generadores de alta frecuencia, de modo que una persona que entre en el túnel quede saturada de sus radiaciones, las cuales introducen adrenalina en su cuerpo. El resultado es que repentinamente experimenta un intenso temor.

—¿Eh? —exclamó Zen, asombrado—. ¿Un generador de miedo?

—Exactamente.

—Pero... ésa sería un arma muy poderosa.

—Sí, lo sería —asintió secamente West.

—Si pudieran generar ustedes semejantes radiaciones con la suficiente intensidad y cubrir con ellas una zona lo bastante amplia, podrían aterrorizar a una división, quizás incluso a un ejército.

Zen estaba visiblemente excitado. Sabía que los científicos estaban investigando desesperadamente, tratando de encontrar una nueva arma capaz de terminar con la guerra. Tal vez aquí había un arma semejante.

—Es muy posible —admitió West.

—¿Está enterado el Gobierno de eso?

—Creo que no.

—¿Quién ha inventado esa arma?

—Su invención se atribuye a Jal Jonner —dijo West.

—¡Oh! —exclamó Zen.

El nombre de Jonner se había convertido en una leyenda de los tiempos en que había gigantes en la tierra, hombres poderosos cuyo pensamiento había ido más allá del concepto de naciones para prever una raza que se integrase en un solo ideal, superadora de los dogmas económicos, para afirmar que mientras existiera un hombre hambriento sobre la faz de la tierra, ningún ser humano con una comida completa ante él era libre para alimentarse en paz y seguridad. El pensamiento de Jonner había ido también más allá de un planeta para ver un sistema solar... y más allá de él un universo.

—Aquí está el primer generador —dijo West. Proyectó el rayo de su linterna contra la pared—. Desde luego, no hay nada que ver. Pero podrá usted sentir algo.

Cuando el coronel avanzaba, se sintió súbitamente asaltado por una sensación de miedo. Le pareció que le rodeaba un gran peligro, posiblemente mortal. Recordó la primera vez que entró en combate, el zumbido de los proyectiles de la artillería, el fragor de las explosiones, el estremecimiento del suelo.

Al propio tiempo, su cuerpo empezó a temblar.

"¡Corre! —gritó una voz en su interior—. ¡Huye de aquí! ¡Salva tu vida!"

Reprimió el impulso de echar a correr.

—Es un efecto muy interesante —comentó—. ¿Tiene la misma eficacia sobre todas las personas?

West continuó andando sin contestar a la pregunta. Nedra oprimió su brazo en silencio.

West no dijo dónde se encontraba el segundo generador, pero Zen notó que sus radiaciones le alcanzaban, mucho más intensas que antes. Esta vez estaba mentalmente preparado, pero a su cuerpo no le ocurría lo mismo. Notó que sus músculos se agarrotaban. Los gritos incitándole a echar a correr eran ahora como el desesperado ulular de un lobo enloquecido.

Zen continuó andando. Salió de la zona de radiación tan bruscamente como había entrado en ella. Delante de él, West caminaba en silencio. Al parecer, ni West ni Nedra habían sido afectados por las radiaciones. ¿Qué clases de personas eran, para poder caminar a través del infierno sin verse afectados por su influencia?, se preguntó Zen, mientras secaba el sudor que empapaba su frente.

Poco después, West gruñó algo y paseó la luz de su linterna sobre una de las paredes. Volvió a gruñir. La pared empezó a retroceder y apareció una puerta. Desde el túnel, la pared parecía una piedra maciza, pero a medida que se abría la puerta Zen pudo comprobar que la parte trasera era de metal. Un túnel iluminado conducía a una amplia galería.

—Entre —dijo West.

—¿Quién ha hecho todo esto? —inquirió Zen.

—Esta antigua mina pertenecía a Jal Jonner. Él y sus hombres cegaron los túneles más profundos, los ensancharon, instalaron un sistema de ventilación, construyeron laboratorios y viviendas y convirtieron esto en un mundo oculto y confortable.

Zen se dio cuenta de la inutilidad de sus preguntas. La respuesta era siempre la misma: Jal Jonner lo había hecho todo, a excepción quizás de poner los cimientos del mundo.

—Comprendo —dijo—. Hizo todo esto antes de morir.

Ninguno de los informes que había leído mencionaba esta actividad, ni siquiera aludía a ella, pero a Zen no le pareció oportuno decirlo.

—No —denegó West.

—Pero, acaba usted de decir...

—Lo hizo después de morir —explicó West.

—¿Cómo? —se extrañó Zen—. Perdone, pero creo que hay una pequeña confusión. Me ha parecido oírle decir a usted que Jonner hizo todo esto después de morir.

—Eso es lo que he dicho. Eso es lo que he dicho —repitió tranquilamente West.

—Yo... —Zen cambió apresuradamente de idea acerca de las palabras que estaba a punto de pronunciar. En su interior, se preguntó si West estaba incurablemente loco. ¿Cómo podía construir nada un hombre muerto?— Me doy cuenta de que no estoy demasiado familiarizado con lo que realmente ocurrió. Lo siento mucho, pero no he tenido tiempo de aprender.

—Comprendo —dijo West—. No necesita disculparse. Aquí aprenderá.

—Bien —dijo Zen.

Dudaba si se sentía mejor debido a que su explicación había sido aceptada. Las últimas palabras de West habían tenido un ominoso retintín.

—Su falta de familiaridad con la historia de Jonner es evidente —continuó West.

—Pero, si estaba muerto...

—Jonner no murió —explicó pacientemente West—. Fue enterrado. Sobre su tumba se erigió un bello monumento. Pero él no estaba en la tumba.

—¡Cada vez lo entiendo menos! —exclamó Zen—. ¿Por qué todo ese lío?

—Para despistar a los agentes del servicio de información demasiado curiosos —respondió West, en tono muy serio.

Zen ignoró la encubierta amenaza. Estaba dentro, y esto era lo que importaba. También le intrigaba la idea de uno de los más precoces hombres de ciencia del mundo —Jal Jonner—, escondiéndose en un lugar en el cual podía trabajar sin ser molestado en compañía de otros hombres que compartían su sueño. ¿Sería posible que aquella caverna subterránea fuera en realidad una moderna Arca de Noé, excavada en el corazón de una montaña a fin de que al menos unos cuantos humanos pudieran escapar al diluvio de fuego?

La idea impresionó a Zen. Había leído la predicción de que la Tierra sería destruida por el fuego. Y aquí existía la prueba de que al menos un ser humano había tomado la predicción lo suficientemente en serio como para construir un refugio a prueba de bombas y de radiaciones.

—Parece usted pensar seriamente —observó West.

—Quizás por primera vez en mi vida, estoy haciendo exactamente eso. Mi cerebro trabaja a toda presión.

—¿Le sorprende lo que ha encontrado aquí?

—No. Es decir, no demasiado. Más bien puede decirse que me siento complacido.

—Bien —West parecía estar satisfecho—. Ahí está John que viene a recibirnos.

Su rostro se iluminó mientras un joven alto salía de un túnel contiguo y se adelantaba a su encuentro. Saludó respetuosamente a West, miró brevemente a Zen, pero la enfermera atrajo y retuvo su interés.

—¡Nedra! ¡Has regresado!

—Desde luego que he regresado, John.

Como si fuera la cosa más natural del mundo, Nedra permitió que John la cogiera en sus brazos. West sonrió con benevolencia. En cuanto a Zen, apartó cuidadosamente la mirada.

—Éste es el coronel Kurt Zen —dijo West.

El joven alto alargó una mano y dijo que estaba encantado de conocer a Kurt. Tenía un rostro moreno, las mejillas flacas y ligeramente hundidas, pero sus ojos eran claros y su apretón de manos tenía una firmeza que no llegaba a resultar ofensiva.

—Imagino que Kurt estará cansado —dijo West—. Si quisieras buscarle un lugar donde alojarse, John...

—Con mucho gusto —dijo el joven alto—. Venga conmigo, Kurt.

Zen dio las buenas noches a Nedra y a West y siguió a John. Estaba terriblemente cansado. La fatiga agarrotaba sus músculos y sus nervios. Sabía que se sostenía en pie gracias a un sobrehumano esfuerzo de su voluntad.

—Le cederé mi habitación —dijo John.

—No quisiera privarle a usted de su alojamiento, amigo mío —protestó Zen.

—No se preocupe —dijo John—. Pasaré la noche con Nedra.

—Hum... —gruñó Zen.

Los celos que experimentó casi le hicieron olvidar lo cansado que estaba.

La habitación era tan sencilla como la celda de un monje. La cama, de madera de pino sin desbastar y con unas cuerdas en vez de somier, no tenía colchón. En una pequeña repisa, a la cabecera, había unos cuantos libros.

—Espero que esté usted cómodo aquí —dijo John—. ¿Hay algo más que pueda hacer por usted?

—Nada. Gracias.

John escogió un libro de la estantería colocada a la cabecera de la cama y preguntó ansiosamente si había algo más que pudiera hacer a fin de que el coronel pasara una noche cómoda. Zen respondió negativamente y el joven se marchó con su libro. Bueno, pensó Zen, si el joven iba a pasar la noche con Nedra, al menos habría un libro entre ellos.

Colocó el rifle automático del teniente en un lugar que le permitiera alcanzarlo fácilmente. Su contador le dijo que no había la menor radiactividad en el ambiente.

Al tenderse en la cama, su mirada recorrió la hilera de libros del estante. Uno de ellos —mejor dicho, el nombre de su autor— retuvo su atención: Jal Jonnor.

Se sabía que Jonnor había escrito varios libros, pero muy pocos habían sobrevivido. Xi siquiera la Biblioteca del Congreso los poseía.

Mientras leía la introducción, Zen se olvidó de su cansancio y del lugar donde se encontraba. Inmediatamente supo que había entrado en contacto con las susurrantes aguas de la propia vida.

INTRODUCCIÓN

Para empezar, voy a hacer una afirmación inexacta. Voy a decir que la lectura de este libro puede abrir una nuevo, vida pura ti. Ahora, permíteme explicar por qué esa afirmación es inexacta.

En primer lugar, es inexacta parque éste no es el principio de tu vida. Ese principio tuvo lugar hace millones de años: más millones de años de los que yo pueda mencionar aquí.

De modo que tu vida no empezará con la lectura de estas palabras. En cuanto a la utilización de la palabra "nueva", también es una inexactitud. Para ti, las ideas expresadas en este libro pueden resultar nuevas. Pero no son nuevas en el sentido de que no acaban de ser creadas, de que ni siquiera las he creado yo. Estaban implícitas en la formación de la primera molécula de protoplasma que existió sobre este planeta. Por lo tanto, son tan antiguas como la vida.

La norma que tú puedes, o no puedes, seguir, se encontraba en la primera molécula de protoplasma que apareció sobre este planeta, como la Ley del Crecimiento.

Sin embargo, no existe ninguna ley que exija que una especie de este planeta, ni siquiera todas las especies combinadas, deban sobrevivir al crecimiento hasta alcanzar su completa estatura. La posibilidad de crecimiento se encuentra implícita en toda forma de vida; es latente, y capaz de desarrollo en todas las especies. Sin embargo, la especie que no aprovecha la oportunidad que se le ofrece, que no consigue desarrollar su potencial, debe dejar paso inevitablemente a la especie que se está desarrollando. En su época, los dinosaurios gobernaron el planeta. Tuvieron su oportunidad, pero no consiguieron desarrollarse.

¿Dónde están ahora los dinosaurios?

La Ley es Crecer o Morir. Y ESTA LEY TAMBIÉN TIENE VIGENCIA PARA EL HOMBRE.

Este libro puede ser considerado como un punto de partida de tu aventura en el próximo desarrollo del hombre. Es el primer libro de texto que recibirás. Es el comienzo del camino.

Los progresos que realices en ese camino, el dominio que adquieras de la Ley del Crecimiento, dependen, en gran parte, de ti. Recibirás ayuda, a veces sin que lo sepas, pero no será la clase de ayuda que retrase o debilite tu crecimiento. La nueva gente no será ayudada... demasiado. Necesitarán fortaleza, y la fortaleza sólo se adquiere a base de superar obstáculos.

El próximo paso que dará la raza -si sobrevive a sus propios impulsos autodestructores— será de tal naturaleza que exigirá la máxima fortaleza y el máximo valor de aquellos que participen en él.

Aquel paso, justo es decirlo, será en dirección a un desarrollo mas elevado de la conciencia.

Buena suerte... y que Dios sea contigo.

Jal Jonnor.

El Gran Sur.

Julio de 1971.

Escrito en 1971, el libro tenía ahora una antigüedad de 49 años, decidió Zen después de un rápido cálculo. La guerra había empezado en 2009. Y ahora corría el año 2020.

Ávidamente, se adentró en la lectura del capítulo primero. Le pareció que su vida estaba empezando, que todo lo que le había sucedido y lo que había hecho hasta entonces era una preparación para aquel momento, cuando la vida empezara realmente.

Después de leer dos páginas, llegó a la conclusión de que, si aquél era un primer texto, el siguiente sería verdaderamente difícil. El libro empezaba con unas matemáticas dos veces más complicadas que el cálculo integral. Mientras trataba de concentrarse, notó que las cifras se hacían borrosas a sus ojos. Luego, a medida que le vencía la fatiga, toda la página se hizo borrosa y desapareció. Zen estaba dormido.

Pero no estaba realmente dormido. El cuerpo dormía. Pero él no era el cuerpo. Él era la conciencia que animaba al cuerpo. Y la conciencia no dormía nunca.

Despertó al contacto de una mano en su hombro.