I
Las leyendas acerca de la nueva gente empezaron antes de la guerra, cuando el hombre que encabezaba el grupo, el anciano Jal Jonnor, estaba vivo, pero tuvieron una mayor difusión durante el conflicto.
Si la guerra es larga y la lucha encarnizada, sin que ninguno de los bandos sea capaz de alcanzar la victoria o, cuando menos, una ventaja sustancial, los soldados empiezan a contar extrañas historias de cosas vistas cuando la muerte está cerca, de milagrosos salvamentos de la destrucción e incluso de aliados no-humanos luchando a su lado. Los psicólogos, inclinados a creer únicamente lo que pueden ver, tocar, oír o medir, suelen atribuir esas historias a alucinaciones provocadas por la prolongada tensión, o, en el caso de los aliados no-humanos, a un deseo subconsciente surgido de una profunda sensación de inseguridad. ¿Qué psicólogo está dispuesto a creer que un ángel tomó repentinamente los mandos de un avión que capotaba, haciendo aterrizar normalmente el aparato y curando luego la herida que el piloto había recibido?
Reg-Dog Jimmie Thurman juraba que eso le había sucedido a él. Había entablado combate con un grupo de aviones asiáticos que escoltaban un bombardero sobre el polo norte. Eran los primeros días de la guerra, cuando los bombarderos se deslizaban ocasionalmente a través de las defensas. Red-Dog Jimmie Thurman había alcanzado a uno de los aviones enemigos con sus ametralladoras y se disponía a embestir al bombardero por debajo, cuando un proyectil, procedente de un aparato asiático que no había visto, se llevó la mitad de su ala derecha. Un fragmento del proyectil le hirió en el hombro derecho, destrozando la carne y el hueso.
Girando como una hoja en el centro de un remolino de aire, el aparato inició la larga caída hacia el casquete de hielo polar que se extendía debajo. Jimmie no podía manejar el mecanismo de lanzamiento a causa de su brazo roto.
Poco antes de que el avión se estrellara, Jimmie se dio cuenta de que en el aparato había otra persona, que en aquel momento luchaba para hacerse con los mandos. Dado que Jimmie continuaba en el asiento del piloto, la cosa no resultaba fácil, pero aquella persona había conseguido, no sólo hacerse con los mandos, sino efectuar un aterrizaje perfecto. Luego, descubriendo el hombro destrozado de Jimmie, le había curado.
Al menos, ésa era la historia que Red-Dog Jimmie Thurman había contado después de que un helicóptero le recogió y le trasladó a su base. Se mostró sumamente obstinado en su relato, insistiendo retadoramente en que alguien había hecho aterrizar el avión. La única conclusión a que Jimmie había llegado acerca de la persona que estuvo en el avión con él —no sabía si era varón o hembra— era que pertenecía a la nueva gente.
Cuando los "psicos" le preguntaron cómo era posible que otro ser humano hubiese entrado en un avión que capotaba a millares de pies de altitud, Jimmie no supo qué contestar. Se limitó a decir que, puesto que la nueva gente parecía capaz de realizar hazañas que estaban más allá del poder de un mortal ordinario, probablemente no eran humanos.
Aquel comentario había determinado su baja permanente para el servicio. Jimmie cayó en un estado de abatimiento, ya que realmente le gustaba volar. Luego empezó a preguntarse por qué la nueva gente —suponiendo que existiera—, habría salvado su vida a costa de su cordura. Un año más tarde murió.
El caso de Spike Larson fue distinto. Larson era el comandante de un submarino atómico que operaba en el golfo Pérsico. Estaba posado en el fondo, esperando el paso de un convoy enemigo, cuando tres destructores detectaron su presencia. Al estallar las primeras cargas de profundidad, Larson se dirigió rápidamente hacia el canal de salida del puerto. El aparato de radar detectó unas rocas delante del submarino. Revisando apresuradamente sus cartas de navegación, Larson descubrió que no existían tales rocas.
Profiriendo una maldición, lanzó las cartas a través del camarote. O estaban equivocadas, o el fondo había sido cambiado. Una explosión delante del submarino le indicó que la cosa no tenía importancia: uno de los destructores, apostado en el canal, le había cortado la retirada.
—Ascenderemos y lucharemos en la superficie —le dijo al teniente que estaba a su lado.
El oficiar palideció al oír la orden. Pero era un hombre de mar.
—Sí, señor —dijo.
—Yo recomendaría otra cosa, comandante —dijo otra voz.
Larson y el teniente se quedaron helados. En el camarote no había nadie más. Cuando Larson consiguió finalmente volver la cabeza, descubrió que estaba equivocado al creer que se encontraban solos.
Contando la historia más tarde ante un comité de encuesta, dijo:
—Estaba de pie a mi lado, vestida de blanco, la mujer más hermosa que he visto en mi vida. Quedé demasiado sorprendido para actuar, demasiado maravillado para pensar. ¡Una mujer en mi submarino! ¡Y qué mujer! Mientras yo permanecía rígido como una estatua, ella avanzó hacia los mandos. "Con su permiso, comandante, cerca de aquí hay un nuevo canal que no figura en las cartas. Estos fondos han cambiado mucho últimamente. Los destructores no se atreverán a seguirnos por el nuevo canal, aun en el caso de que conozcan su existencia, debido al peligro que representan las rocas en uno de sus lados, y los bancos de arena en el otro. Si me da usted permiso para conducir el submarino..."
"Lo único que pude hacer fue asentir —continuó Larson—. Tal como han ido las cosas, aquélla fue la última orden que he dado para lo que me queda de vida. La mujer enderezó la proa del submarino setenta grados, cerró el señalizador de profundidad y el sonar, y nos envió hacia arriba, hasta casi alcanzar la superficie. Mientras hacía todo eso, sorteó dos cargas de profundidad que nos hubieran alcanzado. Luego avanzó tan pegada a unas rocas que se llevaron la mitad de la pintura del casco, y poco después nos había sacado de aquel agujero. Entonces le devolvió los mandos al teniente Thompson, y dijo: "Gracias, comandante. Estoy segura de que a partir de ahora podrá usted manejar competentemente la situación".
Los miembros del comité de encuesta se habían inclinado hacia adelante para no perderse una sola palabra del informe de Larson. Cuando éste hubo terminado, el miembro más veterano, un almirante, preguntó ávidamente.
—¿Y qué ocurrió después con la mujer, comandante?
—Se desvaneció —dijo Larson.
El almirante se hundió en su asiento como un globo deshinchado.
—El teniente Thompson corroborará todas mis palabras —continuó Larson. Sacudió la cabeza para indicar que todavía no podía comprenderlo, a pesar de no haber pensado en otra cosa desde el día que ocurrió...
—¿Quién cree usted que era esa mujer, comandante? —preguntó un miembro del comité.
—En mi opinión, pertenecía a la nueva gente —respondió Larson.
Su voz era firme, pero continuaba sacudiendo la cabeza cuando salió de la habitación donde se había reunido el comité.
Le asignaron un puesto en tierra. Los "psicos" hicieron todo lo que pudieron por él, pero algo parecía haberse descompuesto en el interior de su cerebro. Ocho meses más tarde desertó.
Luego hubo la historia del coronel Edward Grant, USAF. Grant era el único hombre a bordo de la nueva estación satélite terrestre. Era el único hombre a bordo, porque en aquella época no había sido descubierto el modo de construir y lanzar un satélite que pudiera llevar más de un pasajero. En realidad, sólo se había descubierto el modo de lanzar una de aquellas estaciones y ponerla en órbita. No podía regresar, debido a que no podía transportar el combustible suficiente para el viaje de retorno. Se estaba construyendo una nave espacial que transportaría provisiones y combustible al satélite, pero aquella nave no estaba terminada aún cuando el satélite fue puesto en órbita.
Grant, que había volado en toda clase de aparatos, se ofreció voluntario para tripular la estación, a sabiendas de que cuando el combustible se agotara podía quedar abandonado en el espacio para siempre.
Sin embargo, nadie había previsto que pudiera quedar abandonado. Esta eventualidad sólo surgió cuando las exigencias de producción de la nueva guerra obligaron a un alto en la construcción de su nave de rescate.
El coronel Grant se convirtió en el hombre más solitario en la historia de la Tierra. Las estrellas eran sus compañeras. Permanecería como un solitario Holandés Volador en el cielo, hasta que el final de la guerra permitiera terminar la nave que llegaría hasta él. O tal vez para siempre...
Resultaba inevitable que los asiáticos creyeran que Grant les estaba espiando cuando pasaba en su órbita regular muy por encima de sus cabezas. En realidad, era una necedad creerlo: la estación se encontraba a una altura que no le permitía captar ningún detalle de importancia militar. Al mismo tiempo se aprovechaban de la información científica facilitada por la estación, sintonizando las longitudes de onda en que era emitida.
En un esfuerzo para eliminar aquella imaginaria amenaza del cielo encima de ellos, los asiáticos dispararon un cohete-torpedo contra el satélite.
El coronel Grant, informando más tarde de lo que había sucedido, dijo:
"Aquel torpedo debía estar en camino cuando el hombrecillo apareció en mi satélite. Me habló del cohete que se acercaba. Yo le dije que era muy interesante, pero que no veía qué diablos podía hacer. La estación no disponía de energía y no podía moverse de su órbita. Ni siquiera tenía un paracaídas, y en caso de tenerlo no hubiera podido utilizarlo. Un salto desde aquella altura hubiese significado la muerte mucho antes de alcanzar el aire suficiente para conservar la vida. ¿Que describa al hombrecillo? Desde luego, general. Parecía un Moisés en miniatura, barba blanca, ojos penetrantes y todo eso... No, general, no he visto nunca a Moisés. ¿Cómo iba vestido? Llevaba un taparrabo, general. No, señor, no trato de burlarme de la dignidad de este tribunal, me limito a contar lo que vi con mis propios ojos."
La voz del coronel se había hecho un poco dura. El general se calló. Un hombre que había hecho lo que Grant acababa de realizar, podía permitirse el lujo de alzar el gallo a un general sin que le ocurriera nada.
"¿Qué sucedió a continuación? El Moisés en miniatura me dijo que iba a hacer aterrizar el satélite. Dijo que aunque errasen el blanco con aquel torpedo lo intentarían de nuevo, por el simple motivo de elevar la moral de su propia gente."
"¿Hacer aterrizar el satélite, coronel? —preguntó de nuevo el general—. Si no estoy mal informado, la estación carecía de energía..."
"Está usted correctamente informado, general. Pero eso fue lo que el hombrecillo dijo, y eso fue lo que hizo. Un aterrizaje perfecto. Y, si no cree mis palabras, puede usted comprobarlo por sí mismo."
El satélite espacial posado en medio de un trigal de Kansas era una evidencia que no podía ser ignorada. Una evidencia sólida, metálica, real. El coronel Grant podía haberse desquiciado mentalmente tras una estancia demasiado prolongada en el espacio, pero la estación estaba intacta. Habían tenido que utilizar energía para moverla. Pero, ¿qué clase de energía?
El coronel Grant no pudo contestar a la pregunta acerca de lo que había sido del Moisés en miniatura después de que el satélite tomó tierra.
"Moisés se marchó por el mismo camino que siguió al llegar, sin que yo le viera —dijo Grant, haciendo un expresivo gesto con las manos."
Basándose en el informe de Grant, se abrió una encuesta. Se reunió una enorme cantidad de datos, algunos de los cuales se remontaban a la época de Jal Jonnor, pero al no obtenerse resultados prácticos inmediatos el proyecto, fue archivado, al menos temporalmente. Los hombres eran desesperadamente necesarios para otras tareas. Cuando se lucha por subsistir, no queda tiempo para pensar en el futuro.
Aquella polvorienta y olvidada masa de documentos fue exhumada por un hombre alto y delgado llamado Kurt Zen, coronel de los servicios de información, que tenía fama de osado incluso entre aquella élite de hombres que miraban diariamente a la muerte cara a cara.
Zen fue destinado a aquella investigación, no sólo a causa de su reputación sino porque las historias acerca de la nueva gente habían aumentado en número hasta ti punto de que debía concedérseles algún crédito. Al mismo tiempo, su contenido se hacía más fantástico. El piloto de un bombardero, por ejemplo, insistía en que una mujer había viajado sobre el ala de su aparato todo el trayecto hasta Asia, dejándose caer del avión en las mesetas de la China occidental. Zen consideró la historia como una evidente alucinación. Muchos de los datos acerca de la nueva gente pertenecían a la misma categoría. Zen se preguntó, malhumorado» si era posible saber dónde terminaba la realidad y empezaba la alucinación. El coronel no tardó en descubrir que su tarea no iba a ser tan fácil como había imaginado.
Aparte de las historias contadas por los soldados —y los combatientes asiáticos también tenían sus historias que contar—, sólo había una cosa cierta: si la nueva gente existía, era muy esquiva. Únicamente la tumba del hombre que había fundado el grupo, el anciano Jal Jonnor, podía ser encontrada aún en las altas Sierras de California. Zen no fue a examinar la tumba, pero vio fotografías de ella. También estudió las biografías que habían sido compiladas sobre aquella colosal pero enigmática figura. ¿Eran acaso la tumba y los atestados archivos las únicas pruebas existentes de que al menos un humano se había atrevido a soñar en una nueva época? Zen no lo creía así. Y lo que más deseaba en el mundo era capturar a un miembro de la nueva gente para interrogarle.
Luego, en un golpe de audacia destinado a establecer una cabeza de puente en el mismo corazón de América, Cuso, el más famoso de los generales asiáticos, descendió con millares de paracaidistas sobre las montañas que se alzan entre la Columbia Británica y los Estados Unidos.
Cuso y sus hombres, ocultos en las montañas, resistieron todos los esfuerzos realizados para desalojarles de allí. Se convirtieron en una espina clavada en el costado de América, una amenaza que no era lo bastante grande como para ser tomada en serio, ni lo bastante leve como para ser desestimada. Las profundas cavernas de las montañas ofrecían un excelente refugio, contra el cual hubieran sido inútiles los bombardeos, y el terreno era tan abrupto que los paracaidistas podían rechazar el asalto de todo un ejército.
Cuando los hombres de Cuso empezaron a efectuar incursiones en busca de provisiones y de mujeres, los habitantes de la región huyeron, aterrorizados.
Esta era la situación cuando Kurt Zen acompañó a un cuerpo de tropas que se proponía localizar el escondite de Cuso. Ni las tropas ni Cuso le interesaban realmente. Lo que a Zen le interesaba era una enfermera del destacamento médico. Sospechaba que aquella enfermera pertenecía a la nueva gente.
A través de meses de paciente trabajo, ella era el único hilo capaz de conducirle hasta aquel grupo que Zen había descubierto.
Ascendía por una ladera montañosa, con tropas delante y detrás, cuando algo que sonaba como un león herido empezó a toser en el cielo por encima de su cabeza.