VI
La cena consistía en unos trozos de carne, que Jake guisó en una gran cacerola. Comieron en la mesa de la cocina.
—Por aquí abunda el ganado salvaje —explicó Cal—. Esta era una buena región ganadera. Y quedan los restos de algunos rebaños. Las reses han aprendido a defenderse de los pumas.
Zen estaba ocupado vigilando a Ed. El patizambo seguía ávidamente todos y cada uno de los movimientos de Nedra, y procuraba estar lo más cerca posible de ella. Insistió en sentarse a su lado en la mesa.
Zen se mantenía silencioso. En su interior, se sentía profundamente preocupado. La noche empezaba ya a arrojar sombras sobre las montañas. ¿Qué sucedería cuando cayera la oscuridad? Tratando de alejar aquellas ideas de su mente, se encontró a sí mismo preguntándose si sería capaz de romperle el cuello al patizambo con las manos desnudas. Decidió que podía hacerlo, y que le gustaría hacerlo, pero que también le gustaría continuar con vida después de hacerlo.
—Las muchachas que andan por las montañas tienen que aceptar lo que les suceda —dijo.
Nedra le ignoró. Ed le miró con una expresión de ira. Cal dejó oír una risita, pero continuó comiendo, sin decir nada. Jake comía como si no supiera lo que estaba haciendo ni dónde se encontraba. De cuando en cuando, miraba hacia el noroeste y blandía el puño en aquella dirección. Zen sabía que, en lo profundo de su mente enferma, Jake estaba soñando en lo que les haría a los asiáticos. Recordando a Marcia, Zen no se lo reprochó.
Ed trató de arrastrar a la enfermera hacia el destartalado sofá que había en la habitación, pero ella se zafó del patizambo y se sentó en una lata de pólvora vacía, ante la mirada de disgusto de su pretendiente. Dos personas no pueden sentarse en la misma lata. Jake lavaba los platos en la cocina y luchaba contra unos imaginarios asiáticos. Cal encontró un asiento en un rincón, una posición que le permitía observar a todos los que se encontraban en la habitación. En el exterior, una lechuza siseó.
Ed dio un respingo al oír aquel sonido, cogió la mano de Nedra y trató de arrastrar a la muchacha hacia una escalera que conducía a algún desván. Cal se puso en pie y avanzó hacia la puerta.
—¡Déjeme en paz! —dijo Nedra.
—Pero, querida, tengo que sacarte de aquí... —apremió Ed. El patizambo estaba al borde del pánico.
—¿Por qué?
—Porque el siseo de la lechuza es una señal. Los tipos que van a venir te separarán de mí —explicó Ed.
—Estupendo —dijo Nedra, aliviada—. Después de todo, en el mundo existe la justicia.
El tono de su voz revelaba que había empezado a dudar de aquello.
—Pero usted no sabe quiénes son esos tipos —protestó Ed.
—No me importa quiénes puedan ser. En estos momentos, acogería con gusto al propio Satanás.
Las palabras iban dirigidas a Ed, pero Nedra miró a Kurt Zen mientras hablaba. Zen no trató de defenderse de la implícita acusación.
—¡Maldita sea! ¡No voy a permitir que la separen de mí? —gritó Ed.
Cogió de nuevo la mano de la enfermera, para arrastrarla hacia la escalerilla. Nedra le golpeó en la boca.
Enfurecido, con los puños cerrados, el patizambo se lanzó contra ella. Nedra se escondió detrás de Zen.
—Déjala en paz, Ed —ordenó Cal.
—¡Es mía, me pertenece! —gritó Ed—. Sabes perfectamente que fui el primero en verla. ¡Tú mismo lo dijiste!
El patizambo estaba fuera de sus casillas.
—Si el teniente decide que la quiere para él, probablemente serás el primero en morir —comentó el hombre andrajoso. Luego se encogió de hombros—. Sin embargo, se trata de tu entierro, no del mío. Aunque lo más probable es que ni siquiera te entierren.
La lechuza volvió a sisear, esta vez junto a la casa. Cal abrió la puerta. Entraron un teniente y cuatro soldados. Zen vio los sucios uniformes y los ojos almendrados en unos rostros amarillos y supo que se trataba de unos hombres de Cuso. Al entrar en la habitación, el teniente asumió el mando.
—¿Quién es ése? —inquirió, señalando a Zen. No había visto aún a Nedra, que continuaba detrás de Kurt.
—Un coronel que ha abierto los ojos a tiempo y se ha puesto de nuestro lado —respondió rápidamente el hombre andrajoso.
—Bien. Cuso se alegrará de hablar con él.
La mueca del teniente no dejaba lugar a dudas acerca del significado que se ocultaba detrás de sus palabras. Los métodos de Cuso para extraer información de cualquier persona lo bastante descuidada como para caer en sus manos eran muy conocidos.
—Será un privilegio hablar con el gran caudillo de las fuerzas asiáticas —dijo Zen.
Notó que el sudor empezaba a empapar su cuerpo. En cuanto había aparecido el teniente, supo que Cal era un espía que suministraba información a Cuso.
—Estoy convencido de que Cuso opinará lo mismo en lo que a usted respecta —dijo el teniente. Su rostro se contrajo al ver a Nedra detrás del coronel. Alzó el rifle que empuñaba—. ¿Quién es esa mujer? —preguntó.
—Una enfermera que también se ha unido a nosotros —se apresuró a explicar Cal.
—¿Qué está haciendo detrás de ese hombre?
—Ed quería que subiera al piso con él, y ella se ocultó detrás del coronel —explicó Cal.
Un tic había hecho su aparición en la mejilla derecha del hombre andrajoso.
—¡Oh! —exclamó el teniente—. Acérquese, por favor.
Cuando Nedra se colocó al lado de Zen, los labios del teniente se distendieron en una sonrisa.
—Ssssí. ¡Oh, sssí! Cuso querrá hablar con ella, estoy absolutamente convencido.
Ed, pálido como un muerto, empezó a protestar. Pero echó otra mirada al rifle que empuñaba el asiático y cambió de idea. El castañeteo de sus dientes se hizo audible en toda la habitación.
—¿Por qué haces ese ruido? —inquirió el teniente, mirándole.
—Hace... hace mucho frío aquí —tartamudeó Ed.
Mientras el patizambo hablaba, Zen se dio cuenta de que la temperatura de la habitación había descendido más de lo que parecía razonable. El haber abierto la puerta, con la consiguiente entrada del aire fresco de la noche, no justificaba el repentino descenso de temperatura de la habitación.
Aquel frío era distinto a cualquiera de los que Zen había experimentado hasta entonces. Parecía iniciarse en la medula de los huesos y abrirse camino hacia afuera, alcanzando la superficie de la piel en último lugar.
—Quiero comer —dijo el teniente.
—Desde luego —asintió inmediatamente Cal—. ¡Jake! ¡Comida para el caballero!
Jake, con ojos enturbiados, estaba de pie ante la puerta que conducía a la cocina. La expresión de su rostro indicaba que estaba a punto de echarse encima de los asiáticos.
—¡Métete en la cocina! —gritó Cal.
—Bueno, bueno, de acuerdo —dijo Jake, desapareciendo de la vista.
—Ese tipo no está bien de la cabeza —comentó el teniente.
—Sólo está un poco atontado —dijo Cal, a la defensiva.
El teniente frunció los labios.
—Me olvidé de mencionar que he dejado a algunos de mis hombres fuera.
—Hágales entrar —se apresuró a decir Cal—. Probablemente estarán hambrientos. Y tendrán frío.
—Creo que voy a dejarlos donde están —dijo el teniente—. Han instalado una ametralladora en el extremo de la calle.
—Comprendo —dijo Cal.
—La ametralladora cubre esta casa —continuó el oficial.
—¡Oh! —murmuró Cal.
Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Comprendía perfectamente lo que el teniente había querido sugerir.
A Kurt Zen le pareció que la temperatura de la habitación había descendido otros diez grados. También él estaba temblando bajo los efectos de aquel extraño frío que nacía en la medula de los huesos y se extendía hacia afuera.
De todos los presentes en la habitación, Nedra era la única que no parecía sentir los efectos del frío. Sus ojos brillaban y en su rostro había un cálido fulgor. Zen la observó por el rabillo del ojo. ¿Acaso ignoraba que había escapado de Ed sólo para caer en manos de los hombres de Cuso?
—¿Qué le ha sucedido? —susurró al oído de Nedra.
Vueltos hacia él, los ojos de la muchacha tenían un brillo que parecía proceder de alguna luz que había empezado a arder súbitamente dentro de ellos. El brillo se trocó de púrpura en violeta, y luego en ultravioleta. Después de aquello, Zen no pudo ver ya el brillo, pero sospechó que había alcanzado unas cotas aún más elevadas. Lo más sorprendente era el hecho de que Nedra no estaba ya asustada. Como si la confianza hubiese descendido repentinamente sobre ella.
—¿Qué cree usted que me ha sucedido?
Su voz también había cambiado. Toda la tensión había desaparecido de ella. Semejaba ser la dueña de la situación, y saberlo.
Jake salió de la cocina.
—He captado unas vibraciones —anunció, con un estremecimiento en la voz.
—Vuelve a la cocina —ordenó Cal, mientras el teniente alzaba su arma.
—Sólo estoy tratando de decirte algo...
—Quien va a decirte algo soy yo, si no te metes pronto en la cocina —amenazó Cal.
La mirada de Jake recorrió la habitación, aunque era evidente que prestaba más atención a alguna visión o sonido internos que a las personas presentes.
—¡Ahueca! —gritó Cal.
Jake volvió a meterse en la cocina.
El teniente inclinó el cañón del rifle. Ladró una orden a los hombres que le acompañaban, los cuales se alinearon de espaldas a la pared. El oficial avanzó hacia el hogar y se instaló en una silla.
—¡Tú! —dijo—. ¡Quítame las botas!
Se dirigía a Zen. Kurt midió la distancia hasta la mandíbula del teniente. Por el rabillo del ojo, observó la posición de los soldados asiáticos.
"Demasiado arriesgado —pensó—. Tengo que vivir. Tal vez se me presente una oportunidad."
Cuando empezaba a arrodillarse, tropezó con Nedra, que estaba ya en el suelo deshebillando las botas del oficial.
—Si prefieres hacerlo tú, por mí, encantado —dijo el teniente, sonriendo.
—Es un privilegio, señor —respondió la muchacha.
Tiró de la pesada bota y luego del recio calcetín.
La probabilidad de que le hubiera salvado la vida a Zen era muy grande. Kurt se sintió invadido por una oleada de rabia ante su propia indefensión.
La sensación de frío en la medula de sus huesos estaba apareciendo de nuevo. Más fuerte ahora. Se dio cuenta de que las manos de Cal estaban temblando. Los dientes de uno de los soldados apoyados contra la pared castañeteaban audiblemente. Un segundo soldado parecía a punto de dormirse.
Zen descubrió, mientras bostezaba, que también a él le estaba entrando sueño. El teniente, sentado directamente enfrente de él, estaba asintiendo.
¡Todo el mundo tenía sueño! ¿Por qué? ¿Acaso había sido introducido en la habitación algún gas sutil e inodoro? ¿Qué clase de gas? ¿Quién lo había introducido?
¡Crash!
El rifle que uno de los soldados sostenía entre sus manos había caído al suelo, disparándose. El proyectil abrió un agujero en la pared, a un palmo de distancia de la cabeza del teniente.
El oficial asiático se puso en pie de un salto, en tanto que el soldado que había dejado caer el rifle se deslizaba hasta el suelo y se quedaba tendido allí, roncando.
Al ver lo que había sucedido, el rostro del teniente se contrajo. Apretó el gatillo del arma automática que empuñaba. El soldado dormido se estremeció a medida que las balas se incrustaban en su cuerpo. Un hilillo de sangre brotó de su nariz y formó un pequeño charco en el suelo.
- ¡Yen thotem ke vos! -aulló el teniente.
Dos de los soldados se adelantaron a levantar el cadáver de su camarada muerto. El tercero permaneció inmóvil contra la pared mientras sacaban al muerto de la casa.
Zen observó al tercer soldado. Era evidente que luchaba contra el deseo de dormir. Pero, en vista de lo que acababa de presenciar, procuraba no dejar caer el arma. Lentamente, dejó que la culata de su rifle resbalara hasta el suelo. Luego apoyó el arma contra la pared y se sentó al lado de ella.
Estaba realizando inauditos esfuerzos para resistir al sueño, pero el final de aquella lucha sólo podía ser uno: lentamente, pulgada a pulgada, su cabeza se deslizó hacia adelante. Finalmente, cayó sobre sus brazos plegados a través de las rodillas. Empezó a roncar.
El rostro del teniente era el de un tigre asustado de las profundidades de las selvas de Assam. El cañón de su arma cubrió al soldado dormido. Transcurrió una fracción de segundo durante la cual el asiático estuvo a punto de ir a reunirse con sus antepasados.
Dándose cuenta finalmente de que aquel hombre no podía ser hecho responsable de su incapacidad para permanecer despierto, el teniente se contuvo. Dirigió una mirada circular a la habitación. Su rostro era el de un tigre que sospecha que ha sido cogido en una trampa, pero que no está seguro de la naturaleza de aquella trampa. Sus ojos se posaron en Cal.
—Yo... yo juro... —La voz del hombre andrajoso era una especie de murmullo incoherente.
¡También Cal se estaba quedando dormido!
—¿Qué es lo que has hecho aquí?
—Na... nada. No he hecho nada... y no sé nada... Estoy tan sorprendido como usted.
—¡Eres un embustero!
—No. Digo la verdad... —La cabeza de Cal se inclinaba de un modo irresistible hacia su pecho, y su voz se hacía cada vez más espesa y soñolienta. Con un esfuerzo de voluntad, irguió la cabeza—. No... no sé nada. Algo... ¡Sí! Nunca había visto nada parecido... ¡Diablo! También yo estoy...
Cal volvió a dar cabezadas.
—...soñoliento... tan cansado... Voy a echar un sueñecito.
Sus rodillas se doblaron y Cal se deslizó hasta el suelo, con la cabeza apoyada sobre un brazo doblado.
El teniente empezó a decir algo, pero sus palabras apenas eran audibles. También él se estaba quedando dormido.
Kurt y Nedra eran las dos únicas personas que parecían capaces de continuar despiertas. La enfermera estaba realizando desesperados esfuerzos para resistir a aquella extraña somnolencia. Se volvió hacia Zen, el cual la acogió en sus brazos.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Nedra.
—No lo sé —respondió Zen.
—¿Por qué todo el mundo se está quedando dormido? ¿Es acaso la hora de acostarse?
—Posiblemente.
—¿También usted tiene sueño?
Su voz era un fatigado susurro.
—Nunca tuve tanto sueño como ahora —respondió Kurt.
—Entonces, ¿por qué no... descabezamos un sueño? —murmuró Nedra.
Era la sugerencia más razonable que podía hacer. Suavemente, Zen la depositó en el suelo. El pecho de la muchacha empezó a subir y bajar a un ritmo regular.
Si había algo que Kurt deseaba hacer por encima de todo era tenderse en el suelo y dormir. Cada órgano de su cuerpo, cada célula, cada molécula, parecían gritar que necesitaban dormir. Notó que sus rodillas empezaban a doblarse. Tenía la impresión de que toda la fuerza escapaba de su cuerpo, de que sus músculos no podían sostenerle ya en pie.
—¡No te duermas! —le gritó alguien.
Zen quedó sorprendido al darse cuenta de que las palabras habían sido pronunciadas por su propia voz. Y quedó más sorprendido aún por lo furioso del tono.
Sus rodillas continuaban doblándose. A pesar de todos sus esfuerzos, su cuerpo seguía descendiendo hacia el suelo. Los músculos de sus largas piernas parecían haberse convertido en goma. Cayó de rodillas, pero se mantuvo incorporado apoyando las manos en el suelo.
El impulso para continuar el resto del camino hasta el suelo era como el flujo de una marea. Todos los pensamientos de su cerebro le hablaban de la deseabilidad del sueño. Sería maravilloso dormir, descansar, soñar, no despertar más.
Con una fuerza nacida de la desesperación, luchó contra aquel impulso. Una batalla empezó en el interior de su cuerpo, un conflicto que parecía envolver a cada célula cerebral y a cada terminación nerviosa, y finalmente a cada grupo muscular. El dolor se hizo más intenso a medida que un músculo luchaba contra otro músculo, una célula nerviosa contra otra célula nerviosa, una parte del cerebro contra otra parte. Trató de obligar a su cuerpo a ponerse nuevamente en pie.
—¡Arriba! —se ordenó a sí mismo.
Su cuerpo se estremeció, pero no hizo el menor movimiento. Se repitió la orden. El efecto fue el de aumentar el conflicto. Y el dolor. Nunca había conocido una agonía semejante. Le envolvía de los pies a la cabeza.
¡Click!
Lo que sucedió tuvo lugar tan repentinamente, que pareció producirse al margen del tiempo.