I
Luis alcanzó jadeando la cima de la colina de Doña Rafaela. No era demasiado alta, pero para él, que sólo tenía nueve años, casi le resultaba tanto como subir al Himalaya. Por otra parte, a la agitación producida por el ascenso se unía el acelerado palpitar de su corazón bajo la inquietud de haber faltado por vez primera a la escuela. Se dejó caer exhausto sobre la hierba pajiza, boca arriba, con los ojos cerrados y los brazos en cruz. Y así estuvo hasta que la respiración se le normalizó y el corazón volvió a su voz de reloj. La brisa le rozó el rostro igual que una mano si acaricia. Entonces abrió los ojos. Las negras ramas sarmentosas de dos árboles resecos le sobresaltaron en el primer momento, pero, al segundo, los barcos, los caballos, los cohetes blancos, hechos con las nubes que corrían sobre el cielo, le incitaron a sonreír tranquilo y feliz.
Desde la colina se podía distinguir el valle ceniciento y volcánico, plantado de viñas rastreras entre las que sobresalían las blancas casitas como terrones de azúcar caídos entre el césped de un jardín. La escuela, más insignificante que un grano de sal, le hizo sentirse fuerte y palmoteo burlándose de aquella menudencia.
La montaña de Doña Rafaela era el cono formado por una erupción; una caldera de retorcidas rocas pardas, ocres y grises que formaban caprichosas olas paralizadas; borbotones, inimaginables formas nacidas durante vómitos candentes enfriados de golpe. Sus laderas estaban cubiertas hasta el fondo de cactus y plantas espinosas. Luis se puso en pie y, atraído por el misterio de aquellas rocas, bajó de piedra en piedra rehuyendo las púas. Desde el nuevo punto de vista las paredes de la caldera parecían más altas y próximas al cielo. Cualquier insecto caído en el fondo de un caldero quizá tenga la misma perspectiva que experimentó Luis. Cohibido, se tendió con una rara sensación de aplastamiento en el alma.