IV

Aquella noche, Buchan regresó a su casa invadido por una nueva confianza. Al día siguiente se iniciaría el ataque. Había informado a Myers de su plan y recibido la aprobación del general. No estaba seguro del resultado. Pero sabía que sus tropas y su armamento estaban a punto. El aprender a desplegarlas vendría con la práctica. Después de todo, aquella era una nueva clase de campaña, con tácticas todavía a desarrollar.

Mientras se acercaba a su casa se preguntó qué sucedía. Por un instante creyó que se trataba de un incendio o de un accidente, ya que alrededor de la vivienda se había reunido una gran cantidad de gente. Al apearse del automóvil comprendió: eran los chicos de la prensa. Le estallaron unos flashes en pleno rostro, y un rosario de preguntas en los oídos. Dos corpulentas figuras luchaban por abrirle paso entre aquella multitud. Eran los dos policías de paisano que montaban guardia en la casa desde el principio.

—Están aquí desde que la radio dio la noticia —explicó uno de los agentes.

—¿Puede hacer unas declaraciones para nuestras lectoras, Mr. Buchan? —preguntó una atractiva rubia, lápiz en ristre.

Buchan se dio cuenta de que una gran mayoría de los cazadores de noticias eran mujeres.

Sonrió cortésmente.

—Lo siento. Ya sabe usted que el asunto afecta a la seguridad nacional.

—Pero yo represento a una revista con tres millones de lectores —dijo otra mujer—. Este es un asunto de vital interés para todas las mujeres del país.

Buchan se encogió de hombros y sacudió la cabeza. Protegido por los agentes, se abrió paso entre la irritada multitud y entró en su casa.

—Han estado asediando el lugar —le informó su esposa—, ¿De veras has encontrado una solución?

—Bueno, disponemos de un medio.

—¿No es maravilloso que las mujeres posean ese poder? Cuánta razón tenía Mrs. Hartley al afirmar que algún día las mujeres andarían a la par con los hombres, no como simples imitadoras de cosas que los hombres pueden hacer mejor, sino como verdaderas asociadas.

En sus ojos había un brillo que alarmó vagamente a Buchan. Y luego comprendió el motivo de su alarma. Era el mismo brillo que se había reflejado en los ojos de Miss Cass, de Mrs. Robson y de la doctora Vickers después de haber estado en contacto con los Otros.

—La cosa no es tan sencilla como parece —dijo Buchan bruscamente—. ¿Dónde están los periódicos de la tarde? No los he visto aún.

Su esposa le miró breve pero deliberadamente.

—Debes de estar cansado, querido —dijo, en tono tranquilizador—. Iré a buscar tus zapatillas.

Le obligó a sentarse en su sillón favorito, le calzó las zapatillas y le besó cariñosamente.

—Me alegro mucho de que estés en casa esta noche, querido. Te he preparado tu plato preferido: wiener schnitzel.

Y Mrs. Buchan se encaminó a la cocina.

Su marido la contempló mientras se alejaba, preguntándose qué diablos ocurría. Freda era una buena esposa, pero normalmente no se comportaba con tanta solicitud. Tenía sus propios puntos de vista sobre las relaciones domésticas. Unos puntos de vista ecuánimes, que no incluían la ayuda en el lavado de la vajilla. Pero tampoco incluían el hacerse calzar las zapatillas.

Buchan suspiró y se relajó, diciéndose a sí mismo que la ansiedad y el exceso de trabajo le estaban convirtiendo en un estúpido suspicaz. Cogió los periódicos de la tarde. Su fotografía figuraba en primera plana, y se dio cuenta de que todos los periódicos habían escogido la más alegre: una que le habían tomado durante unas vacaciones. Últimamente, se habían acostumbrado a publicar otras en las que aparecía con un aspecto preocupado.

Después de cenar, mientras tomaban el café, Freda alzó súbitamente la mirada y dijo:

—Jeff, ¿crees que yo podría subir a bordo de la nave?

- ¿Tú? -La pregunta le había cogido desprevenido—. ¿Por qué?

Freda sonrió y se encogió de hombros.

—¡Oh! Por nada. Simple curiosidad.

—Lo siento, Freda, pero ya sabes que el asunto afecta a la seguridad nacional.

—Desde luego. Pero a ti te sería fácil conseguirme un pase.

Por algún motivo ignorado, Buchan empezó a sentirse enojado.

—Lo siento. La nave no está abierta al público.

—Pero yo no soy el público. Soy tu esposa. Las esposas de otros hombres de tu categoría tienen pequeños privilegios. Yo no tengo ninguno.

—¿Acaso no pasaste quince días en Nuevo Méjico, cuando me ocupaba del caso González?

—¡Oh, aquello! Fue la mar de aburrido. —El tono petulante se trocó en súplica—. ¡Oh, Jeff! No creo que pudiera ser un estorbo. Al contrario, es posible que pudiera prestarte alguna ayuda...

—¡No se hable más del asunto! —cortó Buchan, bruscamente.

Un helado silencio se estableció entre los dos esposos.