VII
Inmediatamente, mientras sonaba el click, Zen se encontró en el exterior de su cuerpo, contemplándolo. El dolor había desaparecido. El conflicto muscular había quedado resuelto. O, por lo menos, Zen no tenía ya conciencia de él. Comprendió que esta última era la verdadera explicación.
—¡En pie! —le ordenó a su cuerpo.
Su cuerpo obedeció la orden. Incorporándose sobre manos y rodillas, se puso en pie.
El hecho no sorprendió a Kurt Zen. Sabía que iba a suceder.
—Deja de temblar —ordenó silenciosamente a su cuerpo.
Inmediatamente, los temblores desaparecieron. El cuerpo conocía a su dueño.
Kurt Zen sabía también que ahora tenía una elección. Podía regresar a aquel cuerpo. O podía ir a... alguna otra parte. Pero sabía dónde era más necesario.
¡Click!
Fue como el chasquido de un interruptor. Un instante después Zen se encontraba de nuevo en el interior de su cuerpo, mirando a través de sus ojos, oyendo a través de sus oídos.
Se movió rápidamente, arrancando el rifle automático de las manos del teniente. Luego desarmó a los soldados. Tiró todos los rifles a un rincón y cogió la metralleta que Cal había dejado caer al suelo, junto a él.
En aquel momento vio que Nedra estaba sentada, contemplándole, la expresión de su rostro era la de una chiquilla soñolienta al despertar por la mañana. Mejor dicho, quería serlo, sin demasiado éxito. Sus ojos estaban demasiado abiertos y su expresión era demasiado vivaz.
—Hola —dijo Zen—. De modo que decidió usted hacer un poco de comedia, ¿eh?
La idea penetró en su mente y las palabras surgieron de sus labios sin que apenas se diera cuenta.
—¿Se ha dado cuenta? —inquirió Nedra.
—Desde luego —respondió Zen—. Cuando se quedó usted dormida, supe que era un truco destinado a sugerirme que también yo tenía sueño.
—Entonces, ¿por qué me permitió hacerlo?
—Quería comprobar hasta dónde se proponía llegar. Vamos. Tenemos que salir de aquí.
—¿Y esos hombres? ¿Están fingiendo también? —dijo Nedra, señalando los cuerpos tendidos en el suelo.
—Están allí, vigilando —dijo Zen, señalando hacia el techo.
Se echó a reír.
Nedra le miró con una rara expresión.
—Creo que no está usted bien de la cabeza, coronel.
—Tanto mejor —replicó Zen—. Vamos. Tenemos que darnos prisa.
—Olvida usted una cosa, coronel.
—¿Qué?
Nedra señaló al dormido teniente.
—Ese hombre dijo que había dejado algunos soldados de guardia con una ametralladora.
—¡Maldición! Lo había olvidado. Sin embargo, ése es un problema que puede ser resuelto.
—¿Cómo?
—Así...
Avanzó hacia la ametralladora montada en la ventana de modo que su cañón cubriera la calle. Había apoyado ya el dedo en el gatillo cuando se dio cuenta de que Nedra le tiraba del brazo.
—¿Qué pasa? —inquirió Zen.
—No —dijo Nedra.
Su voz tenía un tono firme.
—¿Está usted loca? —preguntó Kurt.
—No tenemos que disparar contra ellos —replicó la muchacha.
—¿Por qué no?
—Porque están ya fuera de combate.
—¿Eh? ¿Cómo lo sabe?
—Lo sé.
—Entonces, ¿sabe también cómo han sido dormidos esos hombres?
Su voz tenía un tono acerado.
Nedra se encaró con él sin temor.
—Sí.
—¿Lo hizo usted?
—No.
—Entonces, ¿quién lo hizo?
—Venga y se lo mostraré.
—¡Hum! —gruñó Zen. Echó a andar hacia la puerta, pero Nedra se le anticipó—. ¡Cuidado! —advirtió—. Lo más probable es que la puerta esté cubierta...
Nedra abrió la puerta sin hacer caso de las protestas de Zen. Después de cruzarla, el coronel pensó que la noche era más fría de lo que normalmente cabía esperar. Nedra avanzó sin vacilar. A cincuenta metros de la casa había una ametralladora montada sobre un trípode en medio de la calle. Al lado de ella, Zen vio a dos hombres tendidos en el suelo. En el silencio nocturno, oyó que roncaban.
—De acuerdo —dijo—. He de admitir que estaba usted en lo cierto. Pero, si no ha hecho usted eso, ¿quién lo ha hecho?
—Dentro de unos instantes tendrá usted una respuesta a su. pregunta —dijo Nedra.
Una manzana más allá del lugar donde se encontraba la ametralladora, una alta figura se recortaba en el umbral de un edificio en ruinas.
—¡Eh, muchachos! —dijo.
Al oír el sonido de aquella profunda voz de bajo, Zen supo que era West, el cual no pareció sorprenderse lo más mínimo al ver al coronel.
—¿Qué diablos está usted haciendo aquí? —preguntó Zen.
—Tengo asuntos que resolver —respondió West, en un tono que hizo que Zen se sintiera como un escolar reprendido por un maestro amable, pero firme.
—¿Hizo usted que esa gente se durmiera? —continuó Zen.
—¿Se ha dormido alguien? —inquirió West—. Hum...
—Sí —dijo Zen.
—¿Se ha visto en alguna dificultad? —le preguntó West a Nedra, ignorando a Zen.
—Yo diría que sí —respondió la muchacha—. La verdad es que he estado a punto de ser raptada. Temí no poder reunir me con usted.
—Estaba ocupado y no pude recogerla en seguida —dijo West. Su voz era un murmullo en la oscuridad. No pareció sorprendido cuando la muchacha mencionó lo que había estado a punto de ocurrir—. El coronel la siguió, ¿eh?
—Sí. Ya le dije que lo haría.
—¿Cómo podía saber que iba a seguirla? —inquirió Zen.
Con el rifle automático del teniente en las manos, se sentía muy seguro.
—Cualquier mujer lo hubiese sabido —respondió Nedra. Su risa tintineó en la oscuridad. Encontrando el brazo de Zen, lo oprimió suavemente—. Es un miembro de la nueva gente —añadió, dirigiéndose a West.
Zen deseó que se lo tragara la tierra. West no mostró la menor sorpresa.
—Hum... —murmuró—. Eso es muy agradable.
Pero en su voz había aparecido una nota de reserva.
—Vamos a entrar —dijo Nedra—. Ha sido un día muy agitado y estoy tan cansada que tengo la impresión de que ando sobre los huesos de mis piernas, en vez de hacerlo sobre mis pies.
—Lo siento —dijo West, sin moverse.
—¿Qué pasa? —preguntó Nedra, en tono alarmado—. ¿No cree usted que el coronel es uno de los nuestros? Le he dicho que lo era.
—No he dicho que no la creyera a usted. Pero, ¿y si se equivoca?
—No puedo equivocarme. Me ha seguido, ¿no? Eso demuestra que estoy en lo cierto.
—Los hombres han estado siguiendo a las mujeres desde que Bhumi empezó a girar —replicó West—. ¿Y si se equivocara usted?
—¡Oh! —murmuró Nedra, desalentada.
—En ese caso, ¿quién acabaría con él?
—¡Oh! —volvió a murmurar Nedra, cada vez más desalentada.
—Ya conoce usted las normas. No podemos tener entre nosotros más que a verdaderos mudables.
—Sí.
—En el caso de que alguien nos traiga una persona que no es un verdadero mudable, tiene la obligación de eliminarle.
—Lo sé —dijo Nedra.
—Por lo tanto, tendría que ser usted quien eliminara al coronel —continuó West—. ¿Podría hacerlo?
—Bueno, no quisiera... —vaciló Nedra—. Pero lo haría.
—Espero que no me veré obligado a recordarle su promesa —dijo West—. Bien, pueden entrar los dos. Es decir, si el coronel lo desea.
—Desde luego —asintió Zen—. Ninguno de ustedes es capaz de eliminar a nadie.
Hablaba con aparente seguridad, pero en su fuero interno experimentaba serias dudas. Ninguno de los miembros de la nueva gente había traicionado nunca a su grupo. Eso quería decir algo.
Nedra encontró el brazo de Zen.
—¿Lloraría usted después de haberme eliminado? —preguntó Kurt.
—S-sí.
—Pero, el saber que iba a llorar, no le impediría liquidarme, ¿verdad?
—No.
—Bueno, sería una idea agradable, después de todo, aunque no me favoreciera en nada.
—Lo dice usted como si no le importara demasiado —dijo la muchacha.
—Hay veces en que estoy convencido de que la muerte sería una bendición —afirmó Zen en tono grave—. La vida allí —extendió la mano señalando las lejanas llanuras— llega a hacerse fastidiosa. No soy aficionado a hacer frases, pero lo que le digo es la pura verdad.
La enfermera permaneció silenciosa.
—Sí, lo comprendo —dijo finalmente—. Hubo una época en que también yo opinaba así.
—¿Tendremos que andar mucho antes de llegar a...? ¡Diablo! ¿Adonde vamos ahora, si es que vamos a alguna parte? —preguntó Zen.
—Vamos a nuestro centro —respondió Nedra.
—Hum... —murmuró Zen.
Deseaba decir algo más, pero decidió que le convenía andarse con cuidado.
West les precedió por un antiguo túnel excavado en la ladera de la montaña.