V

El primer tiro en la nueva campaña fue disparado a la mañana siguiente en la persona de una tal Mamie LeHoyt. Buchan la había localizado por medio del Departamento de Policía.

Buchan la aleccionó en su despacho, mientras la joven mostraba generosamente la esbeltez de sus piernas.

—Comprendo que esto será algo nuevo para usted, Miss LeHoyt. Ellos... bueno, la soñarán, por así decirlo. Pero no permita que el sueño la envuelva. Quiero que les diga sin rodeos que queremos que nos proporcionen un plano de su nave.

—Pero, mi querido Mr. Buchan —dijo la joven—, ¿cómo voy a decírselo, si no hablan?

—Limítese a pensarlo... con todas sus fuerzas. Dígales que si no nos complacen en eso, no tendrán más compañía. ¿Cree que podrá hacerlo?

—Parece un poco complicado, Mr. Buchan —dijo la rubia—, pero haré todo lo que pueda.

El trío regresó media hora más tarde con aspecto derrotado.

- Lo intenté, Mr. Buchan —gimió Mamie por enésima vez—. Lo intenté. Pero lo único que capté fue la idea de que se estaban riendo de mí.

—Bueno, la risa es algo nuevo de todos modos —dijo Sykes en tono lúgubre.

—No era exactamente una risa. Parecía más bien... como si me compadecieran. Tal vez soy demasiado sentimental, Mr. Buchan. Ya se lo advertí. Tal vez...

—De acuerdo, Miss LeHoyt —dijo Buchan—. Hizo usted todo lo que pudo.

—Tengo una amiga, una tal Miss Treeverne, que no es tan sentimental como yo. Le gustaría mucho ayudarles.

Buchan suspiró.

—De acuerdo. ¿Cuál es su número de teléfono?

Después de Miss Treeverne, Buchan hizo otras quince tentativas. Todas las reacciones fueron cuidadosamente anotadas. Y ninguna de ellas indicó que los Otros picaran en el anzuelo. Buchan y Sykes cambiaron de sistema y volvieron a las letras, a las señas, en una palabra, se encontraron de nuevo como al principio.

Tras el fracaso de la tentativa número diecisiete, Buchan se reunión con Sykes en su despacho.

—Bueno —dijo Sykes, malhumorado—, no parece que estemos llegando a alguna parte.

—Sólo se me ocurre una posibilidad —declaró Buchan—. La de que esos pájaros son unos adultos de inteligencia infantil. Construyeron esa nave por pura casualidad, y la nave despegó por sí misma y aterrizó aquí por sí misma.

—Calma, viejo, calma —murmuró Sykes.

—¿Se le ocurre a usted algo mejor?

—No —confesó Sykes, suspirando—. Es un verdadero problema. Lo malo es que todas las mujeres del país están interesadas en él. Anoche recibí un telegrama de mi esposa, anunciándome que hoy mismo tomaría un avión.

Buchan no pudo evitar una sonrisa.

—¿La suya también? Hace dos días, Freda me pidió que le permitiera entrevistarse con nuestros amigos.

—¿Y usted se negó?

—Desde luego. ¿Le gusta la idea de que su esposa sea soñada por esos pájaros? —Buchan hizo una mueca—. De todos modos, las mujeres se muestran muy enojadas por haber sido excluidas del caso. ¿Se ha fijado en los modales de Miss Cass estos últimos días?

En aquel momento zumbó el interfono. La voz de Miss Cass era decididamente fría.

—Mrs. Buchan desea verle, Mr. Buchan.

—Voy a...-empezó a decir Sykes, poniéndose en pie.

—No, quédese.

Súbitamente, Buchan sintió la necesidad de un apoyo moral.

Pero su esposa entró con una sonrisa.

—Estoy muy ocupado, querida —dijo Buchan—. ¿Qué sucede?

—¡Oh, nada! Se me ha ocurrido entrar a verte un momento, aprovechando que estaba aquí.

- ¿Aquí? -inquirió Buchan, alarmado.

—Sí —Freda sacó un rectángulo de cartulina azul de su bolso—. Voy a entrevistarme con los Otros. Este es mi pase.

- ¿Qué?

Buchan extendió rápidamente la mano, con la intención de cogerlo.

—¡Cuidado! —dijo Freda, en tono de reproche—. Esto no es para ti: es para el centinela.

—¿Dónde lo has conseguido?

—Mrs. Myers pertenece al comité de mi club. Convenció al general de que las organizaciones femeninas debían saludar a nuestros huéspedes. Yo soy una de las delegadas.

Buchan temblaba de indignación.

—¿Y si yo te prohibiera ir? —rugió.

Freda sonrió dulcemente.

—Sería una cosa irrazonable, querido, e impropia de ti —dijo Freda.

Agitó alegremente la mano, giró sobre sus elegantes tacones y se marchó antes de que Buchan pudiera reaccionar.

Sykes estudió con mucha atención las puntas de sus zapatos.

—¡Miserables traidores! —estalló Buchan.

Ciego de cólera, se marchó a ver a Myers. Sin hacerse anunciar por el asombrado secretario, irrumpió en el despacho del general.

Myers alzó la mirada, y al ver a Buchan se puso en pie rápidamente. Fue a decir algo, pero Buchan se le adelantó.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó furiosamente—. Nadie me habló de una delegación que iba a visitar a los Otros, ni de que incluía a mi propia esposa... Me ha colocado usted en una posición humillante.

—Cálmese, Buchan —dijo Myers, con una mueca que quería ser una sonrisa—. No podíamos mantener incomunicados a los Otros por más tiempo. No puede imaginar las presiones que he tenido que soportar; incluso se han producido interpelaciones en el Congreso... El asunto ya no está en nuestras manos. La decisión de que las mujeres responsables debían ser admitidas en la nave ha sido una decisión —miró significativamente a Buchan— de las altas esferas. ¡De las altas esferas!

—Eso es una capitulación —dijo Buchan—. Los de este país se han dado por vencidos ante un puñado de histéricas. Esto dará origen a una verdadera guerra.

—¡Fíjese en esto! —le interrumpió Myers, blandiendo un manojo de recortes de prensa—. ¡Este es el peor, pero los demás no le van a la zaga!

Buchan leyó los llamativos titulares: EL GOBIERNO EXPLOTA A UNAS MUJERES. "UNA INFAMIA", AFIRMA UNA ATRACTIVA PROFESORA. Debajo había una gran fotografía de Gertrude Vickers, luciendo su aspecto más severo. Buchan siguió leyendo: "La rubia y escultural doctora Vickers afirma: Las mujeres de este país tienen el deber de actuar. La pantalla de seguridad que rodea la Nave está rebajando a las mujeres a un nivel que el mundo civilizado dejó atrás hace siglos. Desde la época de la esclavitud, no se..."

Buchan alzó los ojos hacia Myers.

—Pero, eso es absurdo...

—Lo cierto es que las mujeres poseen una facultad que nosotros no tenemos, ¿no es cierto? —dijo Myers—. Y, naturalmente, quieren utilizarla.

—Es lógico —admitió Buchan, y se preguntó si hasta entonces no había obrado a espaldas de la lógica.

—Tiene usted aspecto de cansancio —dijo Myers—. ¿Porqué no se toma unas vacaciones hasta que baje la marea?

El furor de Buchan volvió a estallar ante aquella sugerencia.

—¡Oh, comprendo! ¡Quiere usted librarse de mi! Bueno, permítame decirle que me he tomado muy en serio mi tarea. Hace unos días hubiera renunciado a ella de buena gana. Pero ahora tendrá usted que echarme a cañonazos.

El general palmeó afectuosamente su hombro.

—Vamos, vamos... Nadie trata de librarse de usted. Pero, después de todo, sus tentativas no se han visto coronadas por el éxito, admítalo. Tómese unos días de descanso, y verá cómo se le ocurre alguna idea nueva. ¿Qué me dice?

Buchan se daba cuenta de que estaba realmente cansado. No le vendría mal un reposo de unos cuantos días.

—De acuerdo, general. ¿Quién quedará a cargo del asunto durante mi ausencia?

—Uno de mis hombres, no se preocupe. Además, tendremos a mano al Profesor Sykes.