35
Eran las tres de la tarde y había cinco piezas de equipaje en la parte de dentro de la puerta del apartamento, una junto a otra sobre la moqueta. Estaba mi maleta de cuero amarillo, bien rozada por los dos lados de tanto meterla en los maleteros de los coches. Había dos bonitas maletas, ambas con las iniciales L. M. Había una cosa negra y vieja, en imitación de piel de morsa, con las iniciales M. D. Y había uno de esos neceseres pequeñitos de cuero de imitación que se compran en los drugstores a un dólar cuarenta y nueve.
El doctor Carl Moss acababa de salir por la puerta maldiciéndome porque había hecho esperar a su parroquia vespertina de hipocondriacos. El olor dulzón de su Fátima me envenenaba el aire. Yo estaba dándole vueltas, con lo que quedaba de mi mente, a lo que me había dicho cuando le pregunté cuánto tardaría Merle en ponerse bien.
—Depende de lo que entendamos por bien. Siempre estará alta de nervios y baja en emociones animales. Siempre se tomará las cosas a la tremenda y se ahogará en un vaso de agua. Habría sido una monja perfecta. La ensoñación religiosa, con su estrechez, sus emociones estilizadas y su austera pureza, habrían sido un perfecto alivio para ella. Tal como están las cosas, probablemente acabará siendo una de esas vírgenes de cara avinagrada que están sentadas detrás de un pequeño escritorio en las bibliotecas públicas, estampando fechas en los libros.
—No es para tanto —había dicho yo, pero él se había limitado a sonreírme con su cara de judío sabio y había salido por la puerta—. Y además, ¿cómo sabe que son vírgenes? —añadí, hablándole a la puerta cerrada, pero aquello no me sirvió de mucho.
Encendí un cigarrillo y me acerqué hasta la ventana, y al cabo de un rato ella apareció por la puerta que llevaba hacia el dormitorio y se quedó allí plantada, mirándome con sus ojos ojerosos y una carita pálida y sosegada, sin nada de maquillaje excepto en los labios.
—Ponte un poco de colorete en las mejillas —le dije—. Pareces la dama de las nieves después de una dura noche de trabajo en la flota pesquera.
Volvió sobre sus pasos y se puso colorete en las mejillas. Cuando regresó, miró el equipaje y dijo suavemente:
—Leslie me ha prestado dos de sus maletas.
—Sí —dije yo, mientras la examinaba. Estaba muy mona. Llevaba unos pantalones anchos, de cintura alta y color caldero, sandalias, una blusa estampada marrón y blanca y un pañuelo naranja. No llevaba puestas las gafas. Sus grandes y claros ojos de color cobalto tenían una mirada un poco atontada, pero no más de lo que cabría esperar. Tenía el pelo aplastado y tirante, pero respecto a eso yo no podía hacer gran cosa.
—He sido una terrible molestia —dijo—. Lo siento muchísimo.
—Tonterías. He hablado con tu padre y con tu madre. Están contentísimos. Sólo te han visto dos veces en más de ocho años y casi te daban por perdida.
—Me encantará verlos una temporada —dijo, bajando la mirada a la moqueta—. La señora Murdock es muy amable al dejarme ir. Nunca ha podido prescindir de mí tanto tiempo.
Movió las piernas como si no supiera qué hacer con ellas dentro de los pantalones, aunque los pantalones eran suyos y ya tenía que haber afrontado el problema antes. Por fin juntó mucho las rodillas y cruzó las manos sobre ellas.
—Si hay algo de lo que tengamos que hablar —dije—, o algo que quieras decirme, hagámoslo ahora. Porque no pienso atravesar medio país conduciendo con una crisis nerviosa en el asiento de al lado.
Se mordió un nudillo y me lanzó un par de miradas furtivas por un lado del nudillo.
—Anoche… —dijo, se detuvo y se ruborizó.
—Vamos a dejar una cosa clara —dije—. Anoche me dijiste que habías matado a Vannier y después me dijiste que no. Yo sé que no lo mataste. Eso ya está resuelto.
Dejó caer los nudillos, me miró a los ojos, tranquila, sosegada y ya sin apretarse las manos sobre las rodillas.
—Vannier ya estaba muerto desde mucho antes de que tú llegaras. Fuiste allí para darle dinero de parte de la señora Murdock.
—No…, de parte mía —dijo—. Aunque, claro, el dinero era de la señora Murdock. Le debo más de lo que podré pagarle en mi vida. Claro que no me paga mucho, pero eso no quita para…
La corté bruscamente.
—El que no te pagara mucho sueldo es un toque característico suyo, y lo de que le debes más de lo que jamás podrás pagarle es más verdad que poesía. Haría falta todo el equipo de los Yankees, con dos bates cada uno, para darle todo lo que se merece por tu parte. Pero eso ahora no tiene importancia. Vannier se suicidó porque le habían pillado en un negocio sucio. Eso es así y no hay más que hablar. Tu comportamiento fue más o menos una actuación. Sufriste un fuerte choque nervioso al ver la mueca de su cara muerta en un espejo, y ese choque se mezcló con otro de hace mucho tiempo y tú lo dramatizaste a tu manera, que es bastante retorcida.
Me miró tímidamente y asintió con su cabecita cobriza, como si estuviera de acuerdo.
—Y tú no empujaste a Horace Bright por ninguna ventana —dije. Su cara dio un respingo y se puso increíblemente pálida.
—Yo… Yo… —Se llevó la mano a la boca y allí la dejó, mirándome por encima de ella con ojos escandalizados.
—No haría esto —dije— si el doctor Moss no me hubiera dicho que no iba a pasar nada y que bien podíamos planteártelo ahora. Creo que es muy posible que pienses que tú mataste a Horace Bright. Tenías un motivo, tuviste la oportunidad y creo que durante un segundo pudiste sentir el impulso de aprovechar la oportunidad. Pero eso no va con tu carácter. En el último instante te habrías echado atrás. Pero probablemente, en aquel último instante algo ocurrió de repente y tú te desmayaste. Él cayó, desde luego, pero no fuiste tú quien lo empujó.
Aguardé un momento y vi cómo la mano volvía a descender para unirse a la otra, y cómo las dos se entrelazaban y tiraban con fuerza una de la otra.
—Te hicieron creer que tú lo habías empujado —dije—. Se hizo con cuidado, deliberación y esa clase de crueldad tranquila que sólo se da en cierto tipo de mujeres cuando tratan con otra mujer. Si uno mira ahora a la señora Murdock, no se le ocurriría pensar en celos…, pero si ése fue el motivo, ella lo tenía. Tenía un móvil aún mejor: los cincuenta mil dólares del seguro de vida, lo único que quedaba de una antigua fortuna. Ella sentía por su hijo ese extraño amor posesivo y salvaje que siente esta clase de mujeres. Es fría, amargada, sin escrúpulos, y te utilizó sin piedad ni misericordia, a modo de seguro, por si acaso Vannier se hartaba. Tú no eras más que un chivo expiatorio para ella. Si quieres escapar de esa lúgubre vida sin emociones que has estado viviendo, tienes que entender y creer lo que te estoy diciendo. Ya sé que es duro.
—Es completamente imposible —dijo en voz baja, mirándome el puente de la nariz—. La señora Murdock ha sido siempre maravillosa conmigo. Es verdad que nunca he recordado muy bien… Pero no debería usted decir cosas tan horribles de la gente.
Saqué el sobre blanco que había estado al dorso del cuadro de Vannier. Dos copias y un negativo. Me planté delante de ella y deposité una de las fotos en su regazo.
—Está bien, mírala. La tomó Vannier desde la acera de enfrente. La miró.
—Pero si es el señor Bright —dijo—. No es muy buena foto, ¿verdad? Y ésta es la señora Murdock…, bueno, entonces era la señora Bright…, la que está detrás de él. El señor Bright parece enfadado.
Alzó la mirada hacia mí con una especie de moderada curiosidad.
—Si aquí te parece enfadado —dije—, deberías haberlo visto unos segundos después, cuando rebotó.
—¿Cuando qué?
—Mira —dije, y a estas alturas ya había en mi voz un toque de desesperación—, ésta es una foto de la señora Elizabeth Bright Murdock dándole a su primer marido el adiós definitivo por la ventana de su despacho. Él se está cayendo. Mira la posición de sus manos. Está gritando de miedo. Ella está detrás de él y tiene la cara deformada por la rabia…, o algo así. ¿No entiendes nada? Ésta es la prueba que Vannier ha tenido todos estos años. Los Murdock no la han visto nunca, y en realidad nunca han creído que existiera. Pero existía. La encontré anoche, por un golpe de suerte similar al que permitió que se tomara la foto. Lo cual viene a ser un acto de justicia. ¿Empiezas a comprender?
Miró otra vez la foto y la dejó a un lado.
—La señora Murdock siempre ha estado encantadora conmigo —dijo.
—Te cargó con la culpa —dije con la voz tensa y contenida de un director teatral en un mal ensayo—. Es una mujer lista, dura y paciente. Conoce sus puntos flacos. Sería capaz de gastar un dólar para ganar un dólar, que es una cosa que muy pocas de su clase harían. Eso se lo concedo. Me gustaría concedérselo con un rifle para cazar elefantes, pero mi buena educación me lo impide.
—Bueno —dijo ella—. Pues ya está. —Me di cuenta de que había oído una palabra de cada tres y no había creído nada de lo que había oído—. No debe enseñarle nunca esto a la señora Murdock. Le daría un disgusto terrible.
Me levanté, le quité la foto de la mano, la rasgué en pedacitos y tiré los pedacitos a la papelera.
—A lo mejor llegas a lamentar que haya hecho esto —dije, callándome que tenía otra copia y el negativo—. Puede que una noche…, dentro de tres meses, dentro de tres años, te despiertes en mitad de la noche y te des cuenta de que te he dicho la verdad. Y a lo mejor entonces desearías poder volver a mirar esta fotografía. Y también es posible que me equivoque. A lo mejor te sientes muy decepcionada al descubrir que en realidad no has matado a nadie. Pues muy bien. Pues muy bien, de cualquiera de las dos maneras. Ahora vamos a bajar y a meternos en mi coche y nos vamos a Wichita a ver a tus padres. Y no creo que vayas a volver con la señora Murdock, pero a lo mejor también me equivoco en esto. Pero ya no vamos a volver a hablar del asunto. Nunca más.
—No tengo nada de dinero —dijo ella.
—Tienes quinientos dólares que te ha dado la señora Murdock. Los llevo en el bolsillo.
—Hay que ver qué bien se porta conmigo —dijo.
—Por todos los demonios del infierno —dije yo.
Pasé a la cocina y me aticé un lingotazo rápido antes de ponernos en marcha. No me sentó nada bien. Sólo me entraron ganas de subirme por la pared y abrirme paso a mordiscos por el techo.