19

Seguí andando lentamente, sin ir a ningún sitio en particular, aunque sabía dónde terminaría. En el mismo lugar de siempre. En la Casa del Poniente. Volví a subir al coche en Grand y, tras recorrer unas cuantas manzanas sin rumbo fijo, me encontré aparcado cerca de la entrada del bar. Al apearme miré el coche aparcado junto al mío. Era el pequeño y destartalado utilitario de Goble. Tan pegajoso como un trozo de esparadrapo.

En cualquier otro momento me habría devanado los sesos para intentar descubrir lo que se proponía, pero ahora tenía un problema más grave. Debía ir a la policía y notificar el descubrimiento del hombre ahorcado. Pero no tenía ni idea de lo que podía decirles. ¿Por qué fui a aquella casa? Porque, si el tipo no mentía, había visto a Mitchell. Quería hablar con él. ¿Sobre qué? A partir de ahí, no se me ocurría ninguna contestación que no llevara a Betty Mayfield, quién era, qué había sucedido en Washington, o Virginia o dondequiera que fuese y qué la había empujado a huir.

Yo tenía cinco mil dólares suyos en cheques de viaje dentro del bolsillo, y ni siquiera podía decir que fuese mi cliente. Me encontraba en un callejón sin salida.

Me acerqué al borde del acantilado y escuché el sonido de las olas. Sólo vi el brillo ocasional de alguna ola al romper más allá de la cala. En una cala las olas no rompen, sino que se deslizan suavemente. Más tarde habría una luna preciosa, pero aún no había salido.

Vi a otra persona no lejos de allí, una persona que hacía lo mismo que yo. Una mujer. Esperé que se moviera. Cuando lo hiciese, sabría si la conocía o no. No hay dos personas que se muevan igual como tampoco hay dos huellas digitales exactamente iguales.

Encendí un cigarrillo y dejé que la llama del encendedor iluminase mi cara. Ella no tardó en acercarse.

—¿No le parece que ya es hora de que deje de seguirme?

—Es usted mi cliente, y yo intento protegerla. Es posible que cuando cumpla setenta años alguien me diga por qué.

—No le he pedido que me proteja. Además, no soy su cliente. ¿Por qué no se va a su casa, si es que la tiene, y deja de molestar a la gente?

—Claro que es mi cliente… me ha dado cinco mil dólares. Tengo que hacer algo para ganármelos, aunque no sea más que esperar a que me salga barba.

—Es usted insoportable. Le he dado el dinero para que me deje en paz. Es realmente insoportable; el hombre más insoportable que he conocido en mi vida, y le aseguro que he conocido verdaderas joyas.

—¿Qué ha sido de aquel lujoso edificio de apartamentos en Río? ¿Acaso no debía pasearme en pijama de seda y jugar con su cabellera larga y lasciva, mientras el mayordomo ordenaba la porcelana de Wedgwood y la plata georgiana, con una sonrisa ligera y afectada y gestos delicados, igual que un peluquero afeminado revoloteando en torno a una estrella cinematográfica?

—Oh, ¡cállese!

—No era una oferta firme, ¿eh? Sólo un capricho pasajero, o ni siquiera eso. Sólo un truco para robarme horas de sueño y obligarme a seguirla en busca de un cadáver que no existía.

—¿Le han dado alguna vez un puñetazo en la nariz?

—Con frecuencia, pero muchas veces consigo esquivarlo.

La agarré por ambos brazos. Ella trató de soltarse, pero sin clavarme las uñas. Le di un beso en la coronilla. De pronto me abrazó y levantó la cara.

—Está bien; béseme, si eso le satisface. Aunque supongo que preferiría hacerlo junto a una cama, ¿qué le parece?

—Soy humano.

—No se engañe a sí mismo; es un detective sucio y vil. Béseme.

La besé. Con la boca muy cerca de la suya, le dije:

—Se ha ahorcado esta noche.

Ella se separó violentamente.

—¿Quién? —preguntó, con una voz casi inaudible.

—El vigilante nocturno del garaje. Es posible que no le haya visto nunca. Se atiborraba de pulque, de té y de marihuana; pero esta noche se ha inyectado una buena dosis de morfina y se ha ahorcado en el retrete que hay detrás de su cabaña de Polton’s Lane. Es un callejón que está cerca de la calle Grand.

Temblaba. Se agarró a mí como si fuera a caerse. Trató de decir algo, pero su voz fue un gemido.

—Es el fulano que ha visto marcharse a Mitchell con las nueve maletas a primera hora de esta mañana. Yo no sabía si creerle o no. Me dijo dónde vivía y he ido a charlar un poco más con él. Ahora tengo que ir a la policía y contárselo. Y, ¿qué les digo sin hablar de Mitchell y, por lo tanto, de usted?

—Por favor…, por favor…, por favor, no me mezcle en esto —susurró—. Le daré mas dinero, le daré todo el dinero que quiera.

—¡Por el amor de Dios! Ya me ha dado más dinero del que pienso aceptar. Lo que quiero no es dinero; es algún tipo de explicación sobre lo que estoy haciendo y por qué. No sé si sabe lo que es la ética profesional; a mí aún me queda un poco. ¿Es usted mi cliente?

—Sí. Me rindo. Con usted todos acaban rindiéndose, ¿verdad?

—Ni mucho menos. Muchas veces me rechazan.

Me saqué el talonario de cheques de viaje del bolsillo y, después de enfocarlo con una linterna, arranqué cinco. Volví a cerrarlo y se lo di.

—Me quedo con quinientos dólares. Así, todo es legal. Ahora dígame de qué se trata.

—No. No tiene por qué hablar a nadie de ese hombre.

—Sí, tengo que hacerlo. Tengo que ir ahora mismo a la comisaría. Es necesario. Y no tengo ninguna historia sólida que contarles sin que lo averigüen todo en dos minutos. Tenga estos malditos cheques, y como intente dármelos otra vez le doy un buen azote en el trasero.

Cogió el talonario y se internó en la oscuridad, dirigiéndose hacia el hotel. Yo me quedé allí con la sensación de ser un verdadero imbécil. No sé cuánto tiempo estuve en aquel lugar, pero finalmente me guardé los cinco cheques en el bolsillo, volví al coche y me dirigí hacia donde yo sabía que debía ir.

Todo Marlowe
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