34

Murdock me dirigió una mirada de fatiga y después sus ojos volvieron a la boquilla negra que seguía teniendo apretada en la mano. Se la metió en el bolsillo de la camisa, se puso en pie de repente, se frotó las palmas de las manos y volvió a sentarse. Sacó un pañuelo y se secó la cara.

—¿Por qué yo? —preguntó con voz espesa y cansada.

—Usted sabía demasiado. Tal vez supiera de la existencia de Phillips y tal vez no. Depende de lo metido que estuviera en el asunto. Pero sí que sabía lo de Morningstar. El plan había salido mal y Morningstar había sido asesinado. Vannier no podía quedarse sentado y confiar en que usted no se enterara. Tenía que cerrarle la boca bien cerrada. Pero para eso no hacía falta que le matara. De hecho, matarle a usted habría sido una mala jugada. Le habría hecho perder el dominio que tenía sobre su madre. Es una mujer fría, despiadada y avarienta, pero si le hicieran daño a usted se convertiría en una gata salvaje. No le importaría lo que pudiera pasar.

Murdock alzó los ojos. Intentó que parecieran inexpresivos a causa del asombro. Sólo consiguió que parecieran aburridos y escandalizados.

—¿Que mi madre… qué?

—No me tome el pelo más de lo necesario —dije—. Estoy hasta las narices de que la familia Murdock me tome el pelo. Merle vino a mi apartamento esta tarde. Ahora mismo está allí. Había ido a casa de Vannier para llevarle dinero. Dinero de un chantaje. Dinero que le han estado pagando durante ocho años. Y yo sé por qué.

No se movió. Tenía las manos agarrotadas por la tensión, sobre las rodillas. Los ojos casi habían desaparecido en el fondo de su cabeza. Eran los ojos de un condenado.

—Merle encontró a Vannier muerto. Vino a mí y me dijo que le había matado ella. No vamos a meternos en por qué piensa que debe confesar los crímenes que cometen otros. Fui allí y vi que llevaba muerto desde anoche. Estaba más tieso que un muñeco de cera. Había un revólver caído en el suelo junto a su mano derecha. Era un revólver que yo había oído describir, un revólver que perteneció a un hombre llamado Hench, que vivía en un apartamento enfrente del de Phillips. Alguien dejó allí el arma que mató a Phillips y se llevó la de Hench. Hench y su chica estaban borrachos y habían dejado abierta la puerta de su apartamento. No está demostrado que sea el revólver de Hench, pero seguro que se demuestra. Si es el revólver de Hench, y si Vannier se suicidó, eso relaciona a Vannier con la muerte de Phillips. También Lois Morny lo relaciona con Phillips por otro lado. Si Vannier no se suicidó…, y yo no creo que se suicidara, el arma todavía podría relacionarle con Phillips. O podría relacionar a algún otro con Phillips, alguien que también mató a Vannier. Por determinadas razones, no me gusta esa idea.

La cabeza de Murdock se levantó. Dijo «¿No?» con una voz repentinamente clara. Había una nueva expresión en su rostro, algo luminoso y brillante, y al mismo tiempo un poco tonto. La expresión de un hombre débil que se siente orgulloso.

—Yo creo que usted mató a Vannier —dije.

Él no se movió y la expresión brillante y luminosa se mantuvo en su cara.

—Usted fue allí anoche. Él le hizo llamar. Le dijo que estaba en un aprieto y que si caía en manos de la ley, se las arreglaría para que usted cayera con él. ¿No le dijo nada parecido?

—Sí —dijo Murdock muy tranquilo—. Me dijo exactamente eso. Estaba borracho y un poco eufórico, parecía tener una sensación de poder. Casi fanfarroneaba. Dijo que si le llevaban a la cámara de gas, yo estaría sentado a su lado. Pero no fue eso lo único que dijo.

—No. No quería ir a la cámara de gas y en aquel momento tampoco veía razones para acabar así, si usted mantenía la boca bien cerrada. Así que jugó su carta de triunfo. La primera cosa que le dio poder sobre usted, lo que hizo que usted cogiera el doblón y se lo diera, aunque también le prometiera dinero, era el asunto de Merle y su padre. Estoy enterado. Su madre me ha dicho lo poco que yo no había averiguado todavía. Con aquello le tenía pillado desde un principio, y con bastante fuerza. Porque le dejaría a usted teniendo que justificarse solo. Pero anoche quería algo aún más fuerte. Así que le contó la verdad y le dijo que tenía pruebas.

Se echó a temblar, pero la luminosa expresión de orgullo consiguió mantenerse en su cara.

—Le saqué una pistola —dijo con voz casi feliz—. Al fin y al cabo, es mi madre.

—Eso no se lo puede negar nadie.

Se puso en pie, muy derecho, muy alto.

—Me acerqué a la butaca en la que estaba sentado y le planté la pistola en la cara. Él tenía un revólver en el bolsillo de su bata. Intentó sacarlo, pero no lo sacó a tiempo. Se lo quité. Me volví a guardar mi arma en el bolsillo, le puse la suya pegada a la sien y le dije que le mataría si no sacaba sus pruebas y me las entregaba. Empezó a sudar y a balbucear que sólo estaba bromeando. Amartillé el revólver para asustarle un poco más.

Se detuvo y extendió una mano hacia delante. La mano temblaba, pero mientras él la miraba fijamente se fue quedando quieta. La dejó caer a un lado y me miró a los ojos.

—El revólver debía de estar limado o ser muy sensible. Se disparó. Yo di un salto hacia atrás, choqué con la pared y tiré un cuadro. Salté porque me sorprendió que el revólver se disparara, pero eso me libró de mancharme de sangre. Limpié el revólver y puse sus dedos en él, y después lo dejé en el suelo, cerca de su mano. Murió al instante. Apenas sangró, aparte del primer borbotón. Fue un accidente.

—¿Por qué estropearlo? —me medio burlé—. ¿Por qué no decir que fue un asesinato en toda regla, limpio y honrado?

—Eso fue lo que pasó. No puedo demostrarlo, como es natural. Pero creo que habría sido capaz de matarlo de todos modos. ¿Qué pasa con la policía?

Me puse en pie y me encogí de hombros. Me sentía cansado, agotado, derrengado y exhausto. Tenía la garganta irritada de tanto parlotear y me dolía la cabeza de intentar mantener mis ideas en orden.

—No sé nada de la policía —dije—. No somos muy buenos amigos, porque ellos piensan que les oculto cosas. Y Dios sabe que tienen razón. Puede que lleguen hasta usted. Pero si no le vio nadie, si no dejó huellas en la casa…, e incluso si las dejó, si ellos no tienen algún otro motivo para sospechar de usted y no le toman las huellas para compararlas, puede que no se les ocurra pensar en usted. Si averiguan lo del doblón y descubren que era el Brasher de Murdock, no sé en qué posición quedaría usted. Todo depende de lo bien que les aguante el tipo.

—Aparte de por mi madre —dijo—, no me importa gran cosa. Siempre he sido un fracasado.

—Y por otra parte —dije, haciendo caso omiso de sus memeces—, si es verdad que el revólver era muy sensible y usted consigue un buen abogado y cuenta una historia sincera, todo eso, ningún jurado le condenaría. A los jurados no les gustan los chantajistas.

—Es una lástima —dijo él—, porque no estoy en condiciones de utilizar esa defensa. No sé nada del chantaje. Vannier me hizo ver cómo podía ganar algo de dinero, y yo lo necesitaba con urgencia.

—Ya —dije yo—. Si le aprietan hasta el punto de necesitar la excusa del chantaje, ya verá como la usa. Su vieja le obligará. Puesta a elegir entre su cuello o el de usted, lo contará todo.

—Es horrible —dijo—. Es horrible decir eso.

—Tuvo usted suerte con ese revólver. Toda la gente que conocemos ha estado jugando con él, borrando huellas y poniendo otras. Hasta yo puse unas cuantas para seguir la moda. Es difícil cuando la mano está rígida, pero tenía que hacerlo. Morny estuvo allí, haciendo que su mujer pusiera las suyas. Cree que ella mató a Vannier, y probablemente ella cree que lo hizo él.

Se me quedó mirando. Me mordí un labio. Lo noté tan rígido como un trozo de cristal.

—Bueno, creo que ya es hora de que me marche —dije.

—¿Quiere decir que va a dejar que me libre? —Su voz volvía a ponerse un poco altanera.

—No le voy a entregar, si se refiere a eso. Pero aparte de eso, no le garantizo nada. Si me veo involucrado, tendré que hacer frente a la situación. No es una cuestión de moralidad. No soy un poli, ni un soplón, ni un funcionario del juzgado. Usted dice que fue un accidente. Vale, pues fue un accidente. Yo no lo presencié. No tengo pruebas ni en un sentido ni en el otro. He estado trabajando para su madre, y si eso le da a ella algún derecho a mi silencio, puede contar con él. No me gusta ella ni me gusta usted. No me gusta esta casa. No me gustó de manera especial su mujer. Pero me gusta Merle. Es más bien tonta y morbosa, pero también es bastante agradable. Y sé lo que le han estado haciendo en esta maldita familia desde hace ocho años. Y sé que ella no empujó a nadie por ninguna ventana. ¿Explica eso las cosas?

Hizo un sonido con la garganta, pero no le salió nada coherente.

—Me llevo a Merle a su casa —dije—. Le he pedido a su madre que envíe su ropa a mi apartamento por la mañana. Por si acaso se le olvida, ya que está tan ocupada con su solitario, ¿querría usted encargarse de que lo hagan?

Asintió como atontado. Después dijo con una vocecita extraña:

—¿Se va… así como así? No he… Ni siquiera le he dado las gracias. Un hombre al que apenas conozco, arriesgándose por mí… No sé qué decir.

—Me voy como me voy siempre —dije—. Con una airosa sonrisa y un rápido giro de muñeca. Y con la sincera y cordial esperanza de no verle a usted enjaulado. Buenas noches.

Le di la espalda, me dirigí a la puerta y salí. Cerré con un tranquilo y firme chasquido del pestillo. Una salida bonita y elegante, a pesar de toda aquella miseria. Por última vez me acerqué a darle al negrito pintado una palmadita en la cabeza, y después atravesé el largo trecho de césped, pasando junto a los arbustos y el cedro bañados en luz de luna hasta llegar a la calle y a mi coche.

Regresé a Hollywood, me compré medio litro de whisky del bueno, cogí una habitación en el Plaza y me senté en el borde de la cama, mirándome los pies y bebiendo directamente de la botella.

Como cualquier otro borracho vulgar de dormitorio.

Cuando hube tomado lo suficiente para que el cerebro se me nublara hasta el punto de parar de pensar, me desnudé y me metí en la cama, y al poco rato, aunque no lo suficientemente poco, me quedé dormido.

Todo Marlowe
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