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No habían pasado ni dos minutos cuando el señor George W. Hicks se puso en marcha. Salió tan sigilosamente que no le habría oído si no hubiera estado escuchando en espera de ese tipo exacto de movimiento. Oí el ruidito metálico del picaporte que giraba. Luego, pasos lentos. Después, la puerta que se cerraba con suavidad. Los pasos se alejaron. Un débil y lejano crujido en los escalones. Y después, nada. Esperé oír el ruido de la puerta de entrada. No llegó. Abrí la puerta de la 215 y avancé por el pasillo hasta la escalera. Desde abajo subía el ruido de una puerta que alguien intentaba abrir con cuidado. Me incliné y vi a Hicks entrar en los aposentos del encargado. La puerta se cerró a sus espaldas. Esperé que llegara sonido de voces. No oí voces.
Me encogí de hombros y volví a la 215.
La habitación tenía toda la pinta de estar ocupada. Había una pequeña radio en la mesilla de noche, una cama deshecha con zapatos debajo, y un viejo albornoz de baño colgado encima de la agrietada persiana verde para que no entrara el sol.
Miré todo aquello como si tuviera algún significado, y después volví a salir al pasillo y cerré la puerta. Hice otra peregrinación a la habitación 214. Ahora la puerta estaba sin cerrar con llave. La registré paciente y minuciosamente y no encontré nada que tuviera la más mínima relación con Orrin P. Quest. Tampoco había esperado encontrarlo. ¿Por qué iba a haber nada? Pero siempre hay que mirar.
Bajé a la planta baja, arrimé la oreja a la puerta del encargado, no oí nada, entré y fui a dejar las llaves en el escritorio. Lester B. Clausen estaba tumbado de costado en el sofá, con la cara hacia la pared, como muerto para el mundo. Inspeccioné el escritorio y encontré un viejo libro de cuentas que sólo parecía ocuparse de los alquileres cobrados y los gastos pagados, y de nada más. Consulté otra vez el registro. No estaba al día, pero, viendo al tío del sofá, aquello no tenía nada de extraño. Orrin P. Quest se había largado. Alguien había ocupado su habitación. Alguien más había inscrito a Hicks en ella. El pequeñajo que contaba dinero en la cocina cuadraba a la perfección con el vecindario. El hecho de que llevara un revólver y una navaja constituía una pequeña excentricidad social que no provocaría comentario alguno en la calle Idaho.
Tomé el pequeño listín telefónico de Bay City, que colgaba de un gancho junto al escritorio. No pensé que fuera muy difícil encontrar al individuo que atendía por Doc o Vince y que tenía el teléfono unotrescincosietedos. Pero antes volví a hojear el registro. Es lo que tenía que haber hecho desde el principio. La página con la entrada de Orrin Quest había sido arrancada. Un tío prudente, el señor George W. Hicks. Muy prudente.
Cerré el registro, eché otra mirada a Lester B. Clausen, arrugué la nariz a causa del aire rancio y el olor dulzón y pegajoso de la ginebra y de algo más, y me encaminé hacia la puerta de entrada. De pronto, una idea me penetró por primera vez en la cabeza. Un borracho como Clausen tendría que estar roncando muy fuerte. Tendría que estar roncando a toda máquina, con un variado surtido de ahogamientos, gorgoteos y resoplidos. Pero no hacía ni el menor ruido. Una manta militar pardusca le cubría los hombros y la parte inferior de la cabeza. Parecía estar muy cómodo, muy sosegado. Me incliné sobre él y le observé con atención. Algo que no era un pliegue accidental levantaba la manta al nivel de su nuca. Moví la manta. Un mango de madera, amarillo y cuadrado, estaba acoplado a la nuca de Lester B. Clausen. En una cara del mango amarillo estaban impresas estas palabras: «Obsequio de la Compañía Ferretera Crumsen». El mango estaba situado justo debajo de la protuberancia occipital.
Era el mango de un picahielos…
Me largué del barrio con tranquilidad, sin pasar de 55 kilómetros por hora. Al llegar al límite de la ciudad, a un salto de rana de la línea, me metí en una cabina telefónica y llamé a la policía.
—Policía de Bay City. Habla Moot —contestó una voz carraspeante.
—En el 449 de la calle Idaho —dije—. En las habitaciones del encargado. Se llama Clausen.
—¿Sí? —dijo la voz—. ¿Y qué hacemos?
—No lo sé —contesté—. Yo mismo lo encuentro un poco misterioso. Pero el tío se llama Lester 13. Clausen. ¿Entendido?
—¿Y por qué es importante eso? —dijo la voz carraspeante sin alterarse.
—Al forense le interesará averiguarlo —contesté, y colgué.