33

Salté al interior de la oscuridad, me abrí camino a tientas hasta llegar a una puerta, la abrí y escuché. La luz de la luna, que se filtraba a través de las ventanas orientadas hacia el norte, iluminaba un dormitorio con dos camas hechas y vacías. No eran camas empotradas. Este apartamento era mayor. Pasé junto a las camas, llegué a otra puerta y entré en el salón. Las dos habitaciones estaban cerradas y olían a humedad. Me acerqué tanteando a una lámpara y la encendí. Pasé un dedo por el borde de una mesa. Había una capa de polvo muy fina, como la que se suele acumular en las habitaciones que se dejan algún tiempo cerradas, aun en las más limpias.

En el salón había una mesa con revistero, un sillón de orejas, un estante para libros, una librería llena de novelas con las sobrecubiertas impecables, una mesita baja y, sobre ella, una bandeja de latón indio con un sifón, un frasco de cristal tallado y cuatro vasos rayados boca abajo. Junto a la bandeja, un marco doble de plata con las fotografías de un hombre y una mujer de edad madura de rostros redondos y sanos y ojos alegres. Me miraban como si no les molestara en absoluto mi presencia.

Olí el licor, que era whisky escocés, y me serví una parte. La cabeza me dolió más, pero el resto de mí mejoró bastante. Encendí la luz del dormitorio y hurgué en los armarios. En uno de ellos había ropa de hombre, hecha a medida y en abundancia. La etiqueta del sastre que encontré en el interior del bolsillo de una de las chaquetas afirmaba que su dueño era un tal H. G. Talbot. Me acerqué a la cómoda, hurgué en ella y encontré una camisa azul pálido que me pareció un poco pequeña para mí. Me la llevé al baño, me quité la que llevaba, me lavé la cara y el pecho, me froté el pelo con una toalla y me la puse. Me apliqué después una abundante cantidad del persistente tónico capilar del señor Talbot y utilicé su cepillo y su peine para peinarme. Cuando acabé, si olía a ginebra era sólo remotamente.

El botón del cuello se negó a unirse con su ojal, de modo que decidí seguir buscando en la cómoda hasta que encontré una corbata de seda azul oscuro y me la anudé al cuello. Volví a ponerme la chaqueta y me miré al espejo. Un poco demasiado puesto para la hora que era, aun tratándose de un hombre tan cuidadoso como parecía ser, por su ropa, el señor Talbot. Demasiado puesto y demasiado sobrio.

Me revolví un poco el pelo, me aflojé el nudo de la corbata, volví junto al frasco de whisky e hice todo lo que estaba en mi mano para resolver el problema de mi excesiva sobriedad. Encendí uno de los cigarrillos que encontré por allí y deseé interiormente que el señor y la señora Talbot, allá donde se hallaran, lo estuvieran pasando mucho mejor que yo. Deseé también vivir lo suficiente como para poder ir después a visitarles.

Me acerqué a la puerta del salón, la que daba al pasillo, y me apoyé en el marco de la puerta fumando. Pensaba que no iba a resultar, pero tampoco creía que esperar allí dentro en silencio a que me siguieran los pasos a través de la ventana fuera mejor solución.

Un hombre tosió en el pasillo, no muy lejos. Asomé un poco más la cabeza y vi que me estaba mirando. Se acercó a mí a paso enérgico. Era un hombrecillo despierto, con su uniforme de policía impecablemente planchado. Tenía el cabello rojizo y los ojos de un rojo dorado. Bostecé y le dije con languidez:

—¿Qué pasa, agente?

Me miró meditabundo.

—Un problemilla en el apartamento de al lado. ¿Ha oído algo?

—Me pareció oír llamar a la puerta. Pero he llegado a casa hace un momento.

—Pues es un poco tarde.

—Eso depende —le dije—. Conque ha habido lío al lado, ¿eh?

—Una señora —dijo él—. ¿La conoce usted?

—Creo que la he visto alguna vez.

—Ya —dijo—. Pues debería verla ahora…

Se llevó las manos a la garganta, abrió mucho los ojos y tragó saliva con un ruido desagradable.

—Así está —dijo—. Conque no ha oído nada, ¿eh?

—Nada. Sólo unos golpes en la puerta.

—Ya. ¿Y cómo se llama usted?

—Talbot.

—Un segundo, señor Talbot. Espere aquí un momento.

Se alejó por el pasillo y se inclinó hacia el interior de una habitación por cuya puerta salía el resplandor de la luz.

—Teniente —dijo—. Teniente, el vecino de al lado está despierto.

Un individuo alto cruzó el umbral y se quedó parado en el pasillo mirándome. Era un hombre alto, fornido con el pelo rubio y los ojos muy azules. Dejarnos. Lo que faltaba.

—Éste es el sujeto de al lado —dijo el policía arregladito con deseos de ayudar—. Se llama Talbot.

Degarmo me miró directamente, pero nada en sus ácidos ojos azules demostró que me hubiera visto antes. Avanzó tranquilamente a lo largo del pasillo, posó una mano firme sobre mi pecho y me empujó al interior de la habitación. Cuando ya me tenía a unos dos metros de la puerta se volvió y dijo por encima del hombro:

—Entra y cierra la puerta, Shorty.

El policía bajito entró y cerró la puerta.

—No está mal el truquito —dijo Degarmo con desgana—. Apúntale con la pistola, Shorty.

Shorty se desabrochó la funda del revólver y, con la velocidad del rayo, empuñó su 38. Luego se pasó la lengua por los labios.

—¡Toma! —dijo en voz baja con un ligero silbido—. ¡Toma! ¿Cómo lo ha sabido, teniente?

—¿Cómo he sabido qué? —dijo Degarmo con su mirada fija en la mía—. ¿Qué se proponía, amigo? ¿Bajar a comprar un periódico a ver si estaba muerta?

—¡Toma! —volvió a decir Shorty—. ¡Un maníaco sexual! Desnudó a la chica y la estranguló con sus propias manos. ¿Cómo lo ha sabido, teniente?

Degarmo no contestó. Se quedó quieto, de pie, balanceándose un poco sobre los talones con rostro de expresión vacía y duro como el granito.

—Sí, seguro que es el asesino —dijo de pronto Shorty—. Huela usted, teniente. Aquí no ha entrado aire fresco en varios días. Y mire el polvo que hay en esas estanterías. Y el reloj de la repisa está parado, teniente. Seguro que ha entrado por… Déjeme echar un vistazo. ¿Me deja, teniente?

Salió corriendo de la habitación y entró en el dormitorio. Le oí revolver un poco. Degarmo seguía impasible.

Shorty volvió.

—Ha entrado por la ventana del baño. Hay cristales rotos por toda la bañera y un olor a ginebra que tira de espaldas. ¿Se acuerda de que olía igual en el otro apartamento cuando entramos? Aquí hay una camisa, teniente. Huele como si la hubieran lavado con ginebra.

Sostuvo en el aire la camisa que perfumó la habitación rápidamente. Degarmo la miró distraído, dio un paso adelante, me abrió la chaqueta de golpe y miró la camisa que llevaba.

—¡Ya sé lo que ha hecho! —dijo Shorty—. Le ha robado una camisa al tipo que vive aquí. ¿Se da cuenta, teniente?

—Sí.

Degarmo mantuvo la mano sobre mi pecho y la dejó caer lentamente. Hablaban de mí como si no fuera más que un trozo de madera.

—Cachéale, Shorty.

Shorty revoloteó en torno mío tanteando aquí y allá en busca de un arma.

—Nada —dijo.

—Vamos a sacarle por la puerta de atrás —dijo Degarmo—. Si conseguimos llevárnoslo antes de que llegue Webber nos apuntaremos el tanto. Ese imbécil de Reed no sabría encontrar ni una polilla en una caja de zapatos.

—Pero este caso no se lo han asignado a usted —dijo Shorty dudando—. ¿No estaba expedientado o algo así?

—Pues si estoy expedientado, ¿qué puedo perder?

—Yo sí puedo perder este uniforme —dijo Shorty.

Degarmo le miró con cansancio. El policía bajito se ruborizó y sus ojos de un rojo dorado miraron angustiados.

—Vamos, Shorty. Vaya a decírselo a Reed.

El policía bajito se pasó la lengua por los labios.

—A mandar, teniente, que yo obedezco. No tengo por qué saber que le han expedientado.

—Le llevaremos a la jefatura nosotros dos —dijo Degarmo.

—Muy bien.

Degarmo me puso un dedo en la barbilla.

—Conque un maníaco sexual —dijo en voz baja—. ¡Vaya! ¡Quién iba a decirlo!

Sonrió muy levemente moviendo sólo las comisuras de su boca ancha y brutal.

Todo Marlowe
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