5

Stillwood Crescent Drive salía en una suave curva hacia el norte desde el Sunset Boulevard, bastante más allá del campo de golf del Club de Campo de BelAir. A ambos lados de la calle había mansiones con tapias y vallas. Algunas tenían tapias altas, otras las tenían bajas, algunas tenían verjas ornamentales de hierro, otras eran un poco anticuadas y se conformaban con setos altos. La calle no tenía acera. En aquel vecindario nadie iba andando, ni siquiera el cartero.

Hacía calor aquella tarde, pero no era un calor como el de Pasadena. Había un olor soñoliento a flores y a sol, un suave siseo de aspersores detrás de los setos y tapias, el claro traqueteo de segadoras que se movían delicadamente sobre céspedes tranquilos y confiados.

Subí la cuesta conduciendo despacio, buscando iniciales en las puertas. Si el nombre era Arthur Blake Popham, las iniciales tendrían que ser A. B. P. Las encontré casi en lo alto de la cuesta, en dorado sobre un escudo negro. Las puertas estaban abiertas hacia atrás sobre un sendero de asfalto negro.

Era una casa de un blanco deslumbrante, con aspecto de ser completamente nueva, aunque el trabajo de jardinería estaba bastante avanzado. Era bastante modesta para la zona: no más de catorce habitaciones y probablemente una sola piscina. La tapia era baja, de ladrillo, con el cemento rebosando en las junturas. Lo habían dejado secar así y lo habían pintado todo de blanco. Encima de la tapia había una verja baja de hierro pintada de negro. El nombre A. P. Morny estaba pintado con plantilla en el gran buzón plateado de la entrada de servicio.

Aparqué mi coche en la calle y subí a pie por el sendero negro hasta una puerta lateral blanca y reluciente, con toques de color procedentes de la marquesina con vidriera que tenía encima. Aporreé con una enorme aldaba de latón. Al fondo de la fachada lateral de la casa, un chófer estaba lavando un Cadillac.

La puerta se abrió y un filipino de mirada dura con chaqueta blanca me hizo una mueca. Le entregué una tarjeta.

—La señora Morny —dije.

Cerró la puerta. Pasó el tiempo, como ocurre siempre que voy a algún sitio. El chorro de agua sobre el Cadillac sonaba a fresco. El chófer era un pequeñajo con pantalones de montar, polainas y una camisa manchada de sudor. Parecía un jockey que hubiera crecido demasiado, y al trabajar en el coche hacía el mismo tipo de sonido siseante que los mozos de cuadra cuando cepillan a un caballo.

Un colibrí de pecho rojo se acercó a un arbusto escarlata que había junto a la puerta, agitó un poquito las largas llores tubulares y salió disparado a tal velocidad que simplemente desapareció en el aire.

Se abrió la puerta y el filipino intentó devolverme mi tarjeta. No la cogí.

—¿Qué quiere?

Tenía una voz sonora y crepitante, como si alguien anduviera de puntillas sobre un montón de cáscaras de huevo.

—Quiero ver a la señora Morny.

—No está en casa.

—¿No lo sabía cuando le di la tarjeta?

Abrió los dedos y dejó que la tarjeta cayera revoloteando al suelo. Sonrió, enseñándome un abundante trabajo de dentista de saldo.

—Lo sé cuando ella me lo dice.

Me cerró la puerta en las narices, sin nada de suavidad.

Recogí la tarjeta y caminé a lo largo de la fachada de la casa hasta donde el chófer estaba regando el Cadillac sedán con una manguera y quitando la suciedad con una esponja grande. Tenía rebordes rojos en los ojos y una mata de pelo de color paja. Un cigarrillo apagado le colgaba de la comisura del labio inferior.

Me dirigió la rápida mirada de reojo típica de un hombre que ya tiene bastantes problemas ocupándose de sus asuntos.

—¿Dónde está el jefe? —pregunté.

El cigarrillo le bailoteó en la boca. El agua siguió chorreando suavemente sobre la pintura.

—Pregunta en la casa, tío.

—Ya he preguntado. Me han cerrado la puerta en las narices.

—Me rompes el corazón, tío.

—¿Y la señora Morny?

—Te digo lo mismo, tío. Yo sólo trabajo aquí. ¿Vendes algo?

Le enseñé mi tarjeta de modo que pudiera leerla. Esta vez era una tarjeta profesional. Dejó la esponja en el estribo del coche y la manguera sobre el cemento. Rodeó los charcos de agua para secarse las manos con una toalla que estaba colgada junto a la puerta del garaje. Pescó una cerilla en los pantalones, la rascó y echó la cabeza hacia atrás para encender la colilla apagada que llevaba pegada a la cara.

Sus ojillos de zorro miraban de un lado a otro. Se situó detrás del coche e hizo un gesto con la cabeza. Me acerqué a él.

—¿Cómo está la cuenta de gastos? —preguntó en voz baja y cautelosa.

—Engordando, a base de no hacer nada.

—Por cinco pavos podría empezar a pensar.

—No quisiera ponértelo tan difícil.

—Por diez podría cantar como cuatro canarios y una guitarra hawaiana.

—No me gustan esas orquestaciones suntuosas —dije.

Torció la cabeza hacia un lado.

—Habla en cristiano, tío.

—No quiero que pierdas tu empleo, hijo. Lo único que quiero saber es si la señora Morny está en casa. ¿Eso cuesta más de un pavo?

—No te preocupes por mi empleo, tío. Estoy bien agarrado.

—¿A Morny o a algún otro?

—¿Eso lo quieres saber por el mismo pavo?

—Dos pavos.

Me miró de arriba abajo:

—No trabajas para él, ¿verdad?

—Pues claro.

—Eres un mentiroso.

—Pues claro.

—Dame los dos pavos —dijo cortante.

Le di dos dólares.

—Ella está en el patio de atrás con un amigo —dijo—. Un amigo muy majo. Te echas un amigo que no trabaje y un marido que sí trabaje y ya te lo tienes montado, ¿a que sí? —dijo con mirada maliciosa.

—A ti sí que te van a dejar bien montado en una acequia un día de éstos.

—A mí no, tío. Soy listo. Sé cómo manejarlos. He andado con esta clase de gente toda mi vida.

Frotó los dos billetes de dólar entre las palmas de las manos, los sopló, los dobló a lo largo y a lo ancho y se los guardó en el bolsillo del reloj de sus pantalones de montar.

—Eso era sólo el aperitivo —dijo. Ahora, por cinco más…

Un cocker spaniel rubio y bastante grande llegó corriendo alrededor del Cadillac, patinó un poquito sobre el cemento mojado, despegó del suelo limpiamente, me golpeó en el estómago y en los muslos con las cuatro patas, me lamió la cara, cayó al suelo, correteó alrededor de mis piernas, se sentó entre ellas, sacó una buena longitud de lengua y empezó a jadear.

Pasé por encima de él, me apoyé en el costado del coche y saqué mi pañuelo. Una voz de hombre llamó:

—Ven, Heathcliff. Aquí, Heathcliff.

Sonaron pasos sobre un pavimento duro.

—Éste es Heathcliff —dijo el chófer en tono malhumorado.

—¿Heathcliff?

—Sí, caray, así llaman al perro, tío.

—¿Cumbres borrascosas? —pregunté.

—Ya estás otra vez hablando raro —se burló—. Cuidado. Tenemos compañía.

Recogió la esponja y la manguera y reanudó el lavado del coche. Me aparté de él. Al instante, el cocker spaniel se volvió a meter entre mis piernas y casi me hace caer.

—Ven aquí, Heathcliff —La voz masculina sonó más fuerte, y un hombre apareció por la entrada de una pérgola en forma de túnel cubierta de rosales trepadores.

Alto, moreno, con piel aceitunada clara, ojos negros y brillantes, dientes blancos y relucientes. Patillas. Un bigotito negro y fino. Patillas larguísimas, demasiado largas. Camisa blanca con iniciales bordadas en el bolsillo, pantalones blancos, zapatos blancos. Un reloj de pulsera que cubría la mitad de una muñeca fina y morena, sujeto por una cadena de oro. Un fular amarillo en torno a un cuello delgado y bronceado.

Vio al perro agazapado entre mis piernas y no le gustó. Hizo chasquear unos dedos largos y también hizo chasquear una voz clara y dura:

—Aquí, Heathcliff. ¡Ven aquí inmediatamente!

El perro jadeó y no se movió, excepto para apretarse un poco más contra mi pierna izquierda.

—¿Quién es usted? —preguntó el hombre, mirándome desde las alturas.

Le extendí mi tarjeta. Unos dedos aceitunados la cogieron. El perro retrocedió discretamente saliendo de entre mis piernas, pasó por delante del coche y desapareció sin ruido en la distancia.

—Marlowe —dijo el hombre—. Marlowe, ¿eh? ¿Qué es esto? ¿Un detective? ¿Qué quiere?

—Quiero ver a la señora Morny.

Me miró de arriba abajo, recorriéndome lentamente con sus brillantes ojos negros, seguidos por los bordes sedosos de sus largas pestañas.

—¿No le han dicho que no estaba?

—Sí, pero no me lo he creído. ¿Es usted el señor Morny?

—No.

—Es el señor Vannier —dijo el chófer a mi espalda, con esa voz arrastrada y supereducada típica de la insolencia intencionada—. El señor Vannier es un amigo de la familia. Viene mucho por aquí.

Vannier miró más allá de mi hombro, con ojos de furia. El chófer rodeó el coche y escupió la colilla con olímpico desprecio.

—Ya le he dicho al sabueso que el jefe no está, señor Vannier.

—Ya veo.

—Le dije que la señora Morny y usted sí que estaban. ¿He hecho mal?

—Podías haberte ocupado de tus propios asuntos —dijo Vannier.

—Me pregunto cómo demonios no se me ocurrió —replicó el chófer.

—Largo de aquí, antes de que te rompa ese cuello tan sucio.

El chófer le miró sin decir nada, volvió a meterse en la penumbra del garaje y se puso a silbar. Vannier desplazó hacia mí sus ardientes y furiosos ojos y dijo en tono cortante:

—Le dijeron que la señora Morny no estaba, pero no le valió, ¿no es así? En otras palabras, la información no le pareció satisfactoria.

—Si es preciso decirlo con otras palabras —dije yo—, ésas podrían servir.

—Ya veo. ¿Y se dignaría usted decir qué asuntos desea comentar con la señora Morny?

—Preferiría explicárselo a la señora Morny en persona.

—Debería entender que ella no tiene ganas de verle.

Desde detrás del coche, el chófer dijo:

—Vigila su derecha, tío. Puede tener una navaja.

La piel aceitunada de Vannier se puso del color de las algas secas. Giró sobre sus talones y me dijo secamente, con voz apagada:

—Sígame.

Recorrió el sendero de ladrillo bajo la pérgola de rosas y cruzó una puerta blanca que había al final. Al otro lado había un jardín rodeado por una tapia, que contenía macizos de flores repletos de vistosos ejemplares anuales, una pista de bádminton, una bonita franja de césped y una pequeña piscina de azulejos que brillaba furiosamente al sol. Más allá de la piscina había un espacio enlosado, equipado con muebles de jardín azules y blancos: mesitas bajas con tableros sintéticos, tumbonas con apoyapiés y enormes cojines, y encima de todo ello una sombrilla azul y blanca tan grande como una tienda de campaña.

Una rubia de piernas largas con pinta de corista y del tipo lánguido estaba cómodamente tendida en una de las tumbonas, con los pies en alto sobre un mullido apoyapiés y con un vaso alto y empañado junto a su codo, al lado de un cubo de hielo plateado y una botella de whisky escocés. Nos miró perezosamente mientras nos acercábamos por el césped. Vista a diez metros de distancia, parecía tener mucha clase. Pero a los tres metros parecía una cosa diseñada para ser vista a diez metros. La boca era demasiado ancha, los ojos demasiado azules, el maquillaje demasiado intenso, el fino arco de sus cejas era casi fantástico por su curvatura y longitud, y las pestañas estaban tan recargadas que parecían una verja en miniatura.

Vestía pantalones blancos de dril, sandalias azules y blancas que dejaban al descubierto las puntas de los pies, sin medias y con las uñas pintadas de laca carmesí, una blusa blanca y un collar de piedras verdes que no eran esmeraldas talladas. El peinado era tan artificial como el vestíbulo de un club nocturno.

Sobre la tumbona que tenía a su lado había un sombrero de jardín de paja blanca, con el ala del tamaño de una rueda de coche y una cinta de raso blanco para anudarlo a la barbilla. Y sobre el ala del sombrero, un par de gafas de sol verdes, con cristales del tamaño de rosquillas.

Vannier se dirigió hacia ella y habló con rapidez:

—A ver si te deshaces de ese asqueroso chófer tuyo de los ojos rojos, pero deprisa. Si no, cualquier día le voy a romper el cuello. No puedo acercarme a él sin que me insulte.

La rubia tosió un poquito, hizo ondear un pañuelo sin hacer nada con él y dijo:

—Siéntate y deja descansar tu belleza. ¿Quién es tu amigo?

Vannier buscó mi tarjeta, descubrió que la tenía en la mano y se la arrojó en el regazo. Ella la recogió lánguidamente, pasó por encima la mirada, la pasó por encima de mí, suspiró y se golpeó los dientes con las uñas.

—Es grande, ¿verdad? Demasiado para que lo manejes tú, supongo. Vannier me dirigió una mirada desagradable.

—Venga, suéltelo ya, sea lo que sea.

—¿Se lo digo a ella? —pregunté—. ¿O se lo digo a usted, y usted lo traduce?

La rubia se echó a reír. Una vibración cristalina de risa que poseía la naturalidad no manipulada de un torbellino de burbujas. Una lengua pequeña jugueteaba con picardía entre sus labios.

Vannier se sentó y encendió un cigarrillo con filtro dorado. Yo me quedé de pie, mirándolos, y dije:

—Estoy buscando a una amiga suya, señora Morny. Tengo entendido que compartía piso con usted hace cosa de un año. Se llama Linda Conquest.

Vannier movió rápidamente los ojos, arriba y abajo, arriba y abajo. Volvió la cabeza y miró al otro lado de la piscina. El cocker spaniel llamado Heathcliff estaba sentado allí, mirándonos con el blanco de un ojo.

Vannier chasqueó los dedos.

—¡Aquí, Heathcliff! ¡Ven aquí, Heathcliff! ¡Ven aquí, chico!

—Cállate —dijo la rubia—. El perro te odia. Dale un descanso a tu vanidad, por amor de Dios.

—A mí no me hables así —saltó Vannier.

La rubia soltó una risita y le acarició la cara con los ojos.

Yo insistí:

—Estoy buscando a una chica llamada Linda Conquest, señora Morny. La rubia me miró y dijo:

—Ya le oí. Estaba pensando. Creo que hace seis meses que no la veo. Se casó.

—¿No la ha visto desde hace seis meses?

—Eso acabo de decir, grandullón. ¿Por qué quiere saberlo?

—Es una investigación privada que estoy haciendo.

—¿Acerca de qué?

—Acerca de un asunto confidencial —dije yo.

—Date cuenta —dijo la rubia alegremente—. Está haciendo una investigación privada sobre un asunto confidencial. ¿Has oído, Lou? Pero importunar a completos desconocidos que no quieren verle, eso le parece bien, ¿eh, Lou? Y es porque está haciendo una investigación privada sobre un asunto confidencial.

—Entonces, ¿no sabe usted dónde está, señora Morny?

—¿No se lo he dicho ya? —Su voz subió un par de tonos.

—No. Ha dicho que no la ha visto en seis meses. No es exactamente lo mismo.

—¿Quién le ha dicho que compartí piso con ella? —saltó la rubia.

—Nunca revelo mis fuentes de información, señora Morny.

—Cariño, es usted más exigente que un coreógrafo. Yo se lo tengo que decir todo y usted a mí no me dice nada.

—La situación es muy diferente —dije—. Yo soy un empleado que obedece instrucciones. La chica no tiene ningún motivo para esconderse, ¿verdad?

—¿Quién la busca?

—Su familia.

—Inténtelo otra vez. No tiene familia.

—Debe conocerla muy bien, si sabe eso —dije.

—Puede que la conociera en otro tiempo. Eso no quiere decir que la conozca ahora.

—Está bien —dije—. La respuesta es que lo sabe, pero no quiere decirlo.

—La respuesta —dijo Vannier de pronto— es que aquí no pinta usted nada y que cuanto antes se largue, más a gusto nos quedaremos.

Seguí mirando a la señora Morny. Ella me guiñó un ojo y le dijo a Vannier:

—No te pongas tan hostil, cariño. Tienes muchísimo encanto, pero los huesos pequeños. No estás hecho para trabajos duros. ¿No es verdad, grandullón?

—No había pensado en eso, señora Morny —dije—. ¿Cree usted que el señor Morny podría… o querría ayudarme?

Negó con la cabeza.

—¿Cómo lo voy a saber yo? Puede intentarlo. Si usted no le gusta, él sí que tiene a mano tipos capaces de echarle.

—Yo creo que usted podría decírmelo, si quisiera.

—¿Y cómo va a convencerme de que quiera? —Su mirada era una invitación.

—Con tanta gente alrededor —dije—, ¿cómo voy a poder?

—Bien pensado —dijo ella, dando un sorbito a su vaso y mirándome por encima de él.

Vannier se puso en pie muy despacio. Tenía el rostro blanco. Metió la mano dentro de la camisa y habló despacio, entre dientes.

—Largo de aquí, bocazas. Ahora que todavía puedes andar.

Le miré con gesto de sorpresa.

—¿Qué ha sido de sus modales finos? —pregunté—. Y no me diga que lleva una pistola en esa ropa de jardín.

La rubia se echó a reír, mostrando un buen juego de dientes sanos. Vannier se metió la mano bajo el brazo izquierdo, por dentro de la camisa, y apretó los labios. Sus ojos negros eran penetrantes e inexpresivos al mismo tiempo, como los de una serpiente.

—Ya me ha oído —dijo, casi con suavidad—. Y no me descarte tan deprisa. Podría pegarle un tiro como quien enciende una cerilla. Y arreglarlo después.

Miré a la rubia. Tenía los ojos brillantes y su boca parecía sensual y ansiosa mientras nos miraba.

Di media vuelta y me alejé caminando por el césped. Aproximadamente a mitad de camino, me volví a mirarlos. Vannier seguía de pie, exactamente en la misma posición, con la mano dentro de la camisa. Los ojos de la rubia seguían muy abiertos y sus labios separados, pero la sombra de la sombrilla había difuminado su expresión, y a aquella distancia lo mismo podría haber sido de miedo que de expectación complacida.

Seguí andando sobre la hierba, atravesé la puerta blanca y recorrí el sendero de ladrillo bajo la pérgola de rosas. Llegué al final, di media vuelta, regresé sin hacer ruido hasta la puerta y les eché otro vistazo. No sabía qué iba a ver ni si me importaría cuando lo viera.

Lo que vi fue a Vannier prácticamente despatarrado encima de la rubia, besándola.

Meneé la cabeza y volví por el sendero.

El chófer de ojos rojos seguía trabajando en el Cadillac. Había terminado de lavarlo y estaba limpiando los cristales y los niquelados con una gamuza grande. Rodeé el coche y me situé a su lado.

—¿Qué tal te ha ido? —me preguntó, hablando con un lado de la boca.

—Mal. Me han pisoteado —dije.

Asintió y continuó haciendo el sonido silbante de un mozo de cuadras que cepilla un caballo.

—Más vale que te andes con cuidado. El tío va armado —dije—. O finge que va.

El chófer soltó una breve risita.

—¿Con esa ropa? Ni hablar.

—¿Quién es ese Vannier? ¿A qué se dedica?

El chófer se incorporó, dejó la gamuza en el marco de una ventanilla y se limpió las manos con la toalla que ahora llevaba sujeta al cinturón.

—Yo diría que a las mujeres —respondió.

—¿No es un poco peligroso… jugar con esta mujer en particular?

—Yo diría que sí —coincidió—. Pero cada uno tiene su propia idea del peligro. A mí me daría miedo.

—¿Dónde vive?

—En Sherman Oaks. Ella va a verle allí. Un día va a hacer rebosar el vaso.

—¿Alguna vez te has cruzado con una chica que se llama Linda Conquest? Alta, morena, guapa, que cantaba con una orquesta.

—Tío, por dos pavos pides mucho servicio.

—Podría subir hasta cinco.

Negó con la cabeza.

—A ésa no la conozco. Al menos, por ese nombre. Por aquí viene toda clase de tías, casi todas de muy buen ver. A mí no me las presentan. —Sonrió.

Saqué la cartera y deposité tres billetes de dólar en su pequeña y húmeda zarpa. Añadí una tarjeta profesional.

—Me gustan los hombres pequeños y enjutos —dije—. Parece que nunca tienen miedo de nada. Ven a verme alguna vez.

—A lo mejor voy, tío. Gracias. Linda Conquest, ¿eh? Tendré abiertas las orejas.

—Hasta la vista —dije. ¿Cómo te llamas?

—Me llaman Shifty. Nunca he sabido por qué.

—Hasta luego, Shifty.

—Hasta luego. ¿Una pipa debajo del brazo… con esa ropa? Ni de broma.

—No sé —dije—. Hizo el amago. No me pagan por meterme en tiroteos con desconocidos.

—Demonios, si esa camisa que lleva sólo tiene dos botones en la parte de arriba. Me he fijado. Tardaría una semana en sacar un hierro de debajo de eso. Pero su voz sonaba ligeramente preocupada.

—Supongo que era un farol —admití—. Si oyes hablar de Linda Conquest, me encantaría hablar de negocios contigo.

—De acuerdo, tío.

Volví por el camino asfaltado. Él se quedó allí rascándose la barbilla.

Todo Marlowe
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