18
Me llevé la copa a una mesita pegada a la pared, me senté allí y encendí un cigarrillo. Transcurrieron cinco minutos. La música que llegaba a través del corredor había cambiado de ritmo sin que yo me diera cuenta. Una chica estaba cantando. Tenía una voz de contralto rica, profunda y envolvente, que resultaba agradable escuchar. Estaba cantando «Ojos negros» y daba la impresión de que la banda que la acompañaba se estaba quedando dormida.
Cuando terminó, hubo una fuerte salva de aplausos y algunos silbidos. En la mesa de al lado, alguien le dijo a su chica:
—Otra vez tienen a Linda Conquest con la banda. Me dijeron que se había casado con un tío rico de Pasadena, pero que no duró.
—Bonita voz —dijo la chica—. Si te gustan las cantantes melódicas. Empecé a levantarme, pero una sombra cayó sobre mi mesa y allí había un hombre de pie.
Era un tipo altísimo y patibulario, con la cara hecha una ruina y un ojo derecho macilento y congelado, con el iris coagulado y la mirada fija de la ceguera. Era tan alto que tuvo que agacharse para apoyar la mano en el respaldo de la silla que había enfrente de mí, al otro lado de la mesa. Allí se quedó plantado, tomándome las medidas sin decir nada, y allí me quedé sentado yo, dándole los últimos sorbos a mi copa y escuchando la voz de contralto, que cantaba otra canción. Por lo visto, a los clientes de aquel sitio les gustaba la música rancia. Puede que todos estuvieran cansados de intentar estar a la última en sus lugares de trabajo.
—Soy Prue —dijo el hombre en su susurro áspero.
—Ya me lo figuraba. Usted quiere hablar conmigo, yo quiero hablar con usted, y también quiero hablar con la chica que acaba de cantar.
—Vamos.
Al fondo del bar había una puerta cerrada con llave. Prue la abrió, la sujetó para que yo pasara y los dos entramos y subimos un tramo de escalones alfombrados que había a la izquierda. Un pasillo largo y recto, con varias puertas cerradas. Al final, una brillante estrella cruzada por la malla de una tela metálica. Prue llamó a una puerta que había junto a la tela metálica, la abrió y se hizo a un lado para que yo pasara.
Era una especie de despacho acogedor, no muy grande. Junto al ventanal había una rinconera de obra con asiento tapizado, y un hombre con esmoquin blanco estaba de pie, de espaldas a la habitación, mirando al exterior. Tenía el pelo gris. Había una caja fuerte grande, negra y niquelada, algunos archivadores, un gran globo terráqueo sobre un soporte, un pequeño bar de obra, y el típico escritorio de ejecutivo, ancho y pesado, con el típico sillón de cuero con respaldo alto detrás.
Miré los adornos del escritorio. Todo era vulgar y todo de cobre. Una lámpara de cobre, escribanía de cobre, cenicero de cobre y cristal con un elefante de cobre en el borde, un abrecartas de cobre, un termo de cobre sobre una bandeja de cobre, esquineras de cobre en el sujetador de papel secante. En un jarrón de cobre había un ramo de guisantes de olor casi del color del cobre.
Parecía un buen montón de cobre.
El hombre de la ventana dio media vuelta y me dejó ver que rondaba los cincuenta años, tenía el pelo suave, de color gris ceniza y abundante, y una cara sólida y atractiva que no tenía nada de particular, aparte de una pequeña cicatriz arrugada en la mejilla izquierda, que casi daba la impresión de un hoyuelo profundo. Yo me acordaba de aquel hoyuelo. Del hombre no me habría acordado. Recordaba haberlo visto en las películas hacía mucho tiempo, por lo menos diez años atrás. No me acordaba de en qué películas, ni de qué trataban ni qué era lo que hacía él en ellas, pero me acordaba de aquella cara morena y sólida con la cicatriz arrugada. Por aquel entonces, su pelo era oscuro.
Fue hasta su escritorio, se sentó, cogió el abrecartas y se pinchó con él la yema del dedo pulgar. Me miró sin ninguna expresión y dijo:
—¿Es usted Marlowe?
Asentí.
—Siéntese.
Me senté. Eddie Prue se sentó en una silla pegada a la pared y la inclinó hacia atrás, levantando las patas delanteras.
—No me gustan los fisgones —dijo Morny.
Me encogí de hombros.
—No me gustan por muchas razones —dijo—. No me gustan de ninguna manera ni en ningún momento. No me gustan cuando molestan a mis amigos. No me gustan cuando acosan a mi mujer.
No dije nada.
—No me gustan cuando le hacen preguntas a mi chófer ni cuando se ponen chulos con mis invitados —siguió.
No dije nada.
—En pocas palabras —dijo, que no me gustan.
—Estoy empezando a captar lo que quiere decir —dije.
Se puso colorado y sus ojos centellearon.
—Por otra parte —dijo, en este preciso momento podría usted serme útil. Y a usted le podría convenir cooperar conmigo. Podría ser una buena idea. Saldría usted ganando si no metiera las narices.
—¿Cuánto saldría ganando? —pregunté.
—Ganaría en tiempo y en salud.
—Me parece que ese disco ya lo he oído en alguna parte —dije—. Sólo que no me acuerdo del título.
Dejó el abrecartas, abrió una puerta del escritorio y sacó una licorera de cristal tallado. Vertió algo de líquido en un vaso, se lo bebió, volvió a poner el tapón en la licorera y guardó la licorera en el escritorio.
—En mi negocio —dijo—, hay tipos duros a diez centavos la docena. Y chicos que se creen duros a cinco centavos la gruesa. Usted ocúpese de sus asuntos y yo me ocuparé de los míos y no tendremos problemas.
Encendió un cigarrillo. Le temblaba un poco la mano.
Miré al otro lado de la habitación, al hombre alto sentado en la silla inclinada contra la pared, como un holgazán en una tienda de pueblo. Se limitaba a estar allí sentado sin moverse, con sus largos brazos colgando y su gris y arrugada cara llena de nada.
—Alguien dijo algo acerca de algún dinero —le dije a Morny—. ¿Para qué era? Todo este fanfarroneo ya sé para qué es. Está usted intentando convencerse de que puede asustarme.
—Hábleme así —dijo Morny— y tiene muchas posibilidades de llevar botones de plomo en el chaleco.
—Imagínese —dije yo—. El pobrecito Marlowe con botones de plomo en el chaleco.
Eddie Prue hizo un sonido seco con la garganta que bien podría haber sido una risita.
—Y eso de que me ocupe de mis asuntos y no me meta en los suyos… —dije—, podría darse el caso de que sus asuntos y los míos anden un poco mezclados. Y no por culpa mía.
—Más vale que no —dijo Morny—. ¿De qué manera?
Alzó los ojos rápidamente y los dejó caer de nuevo.
—Pues por ejemplo, que este chico suyo tan duro me llame por teléfono y trate de matarme de miedo. Y que me vuelva a llamar más tarde para hablarme de cinco billetes de cien y de lo provechoso que me resultaría venir aquí a hablar con usted. Y por ejemplo, que ese mismo chico duro, o alguien que se le parece mucho, lo cual es muy improbable, anduviera siguiendo a un colega mío, al que casualmente han pegado un tiro esta tarde en la calle Court, en Bunker Hill.
Morny se apartó el cigarrillo de los labios y juntó los ojos para mirar la punta. Cada movimiento, cada gesto, estaba directamente sacado del catálogo.
—¿A quién le han pegado un tiro?
—A un tipo llamado Phillips, un jovenzuelo rubio. A usted no le habría gustado. Era un fisgón. —Le describí a Phillips.
—Nunca he oído hablar de él —dijo Morny.
—Y también, por ejemplo, una rubia alta que no vivía allí, pero que la vieron salir de la casa de apartamentos justo después de que lo mataran —dije.
—¿Qué rubia alta? —Su voz había cambiado un poco. Había urgencia en ella.
—Eso no lo sé. La vieron, y el hombre que la vio podría identificarla si la viera otra vez. Claro que a lo mejor no tenía nada que ver con Phillips.
—Ese tío, Phillips, ¿era un detective?
Asentí.
—Ya se lo he dicho dos veces.
—¿Por qué le mataron, y cómo?
—Le dieron un porrazo y le pegaron un tiro en su apartamento. No sabemos por qué lo mataron. Si lo supiéramos, probablemente sabríamos también quién lo mató. Parece que es una de esas situaciones.
—¿Quiénes «sabríamos»?
—La policía y yo. Yo encontré el cadáver. Así que tuve que quedarme.
Prue dejó caer sobre la alfombra las patas delanteras de su silla sin hacer ningún ruido y me miró. Su ojo bueno tenía una expresión soñolienta que no me gustó.
—¿Qué les dijo usted a los polis? —preguntó Morny.
—Muy poco —dije. De los primeros comentarios que me ha hecho usted, deduzco que sabe que estoy buscando a Linda Conquest. La señora de Leslie Murdock. La he encontrado. Está cantando aquí. No sé por qué hay que hacer un secreto de eso. Me parece que su esposa o el señor Vannier me lo podrían haber dicho. Pero no me lo dijeron.
—Lo que le diga mi mujer a un fisgón —dijo Morny— se podría escribir en el ojo de un mosquito.
—Sin duda, tendría sus razones —dije—. Sin embargo, eso ya no tiene mucha importancia. De hecho, tampoco es muy importante que yo vea a la señorita Conquest. Aun así, me gustaría hablar un poco con ella. Si a usted no le importa.
—Suponga que me importa —dijo Morny.
—Supongo que aun así me gustaría hablar con ella —dije.
Saqué un cigarrillo del bolsillo y lo hice rodar entre los dedos mientras admiraba sus cejas tupidas y aún oscuras. Tenían una forma bonita, una curvatura elegante.
Prue soltó una risita. Morny le miró y frunció el ceño, y volvió a mirarme a mí, manteniendo el ceño fruncido.
—Le he preguntado qué le dijo a la poli —dijo.
—Les dije lo menos posible. El tal Phillips me había pedido que fuera a verlo. Dio a entender que estaba muy metido en un asunto que no le gustaba y que necesitaba ayuda. Cuando llegué, ya estaba muerto. Eso es lo que le conté a la policía. No se creyeron que fuera la historia completa. Lo más probable es que no lo sea. Tengo hasta mañana a mediodía para llenar los huecos. Así que estoy tratando de llenarlos.
—Ha perdido el tiempo viniendo aquí —dijo Morny.
—Me había dado la impresión de que me pidieron que viniera.
—Puede irse de vuelta al infierno cuando quiera —dijo Morny—. O puede hacer un trabajito para mí… por quinientos dólares. En cualquiera de los dos casos, a mí y a Eddie déjenos fuera de sus conversaciones con la policía.
—¿Un trabajo de qué tipo?
—Ha estado en mi casa esta mañana. Debería imaginárselo.
—No me ocupo de casos de divorcio —dije.
Se le puso la cara blanca.
—Quiero a mi mujer —dijo—. Sólo llevamos casados ocho meses. No quiero ningún divorcio. Es una chica estupenda y sabe lo que se hace, por lo general. Pero creo que en estos momentos está jugando al número equivocado.
—¿Equivocado en qué sentido?
—No lo sé. Es lo que quiero averiguar.
—A ver, que quede claro —dije—. ¿Me está contratando para que haga un trabajo… o para que deje el trabajo que ya tengo?
Prue soltó otra risita hacia la pared.
Morny se sirvió un poco más de brandy y se lo echó rápidamente garganta abajo. Su cara recuperó el color. No me respondió.
—Y otra cosa que hay que dejar clara —dije—. A usted no le importa que su mujer juguetee por ahí, pero no quiere que juegue con el tal Vannier. ¿Es eso?
—Me fío de su corazón —dijo despacio—, pero no me fío de su juicio. Podríamos decirlo así.
—¿Y quiere usted que yo averigüe algo sobre ese Vannier?
—Quiero que averigüe qué está tramando.
—Ah. ¿Es que está tramando algo?
—Yo creo que sí. Pero no sé qué.
Me miró a los ojos un momento y después tiró del cajón central de su escritorio, metió la mano y me arrojó un papel doblado. Lo recogí y lo desplegué. Era una copia de una factura gris: «Compañía de Suministros Dentales Carl Western», y una dirección. La factura era por 13 kilos de cristobolita Ken, 15,75 dólares, y u kilos de albastone White, 7,75 dólares, más impuestos. Estaba a nombre de H. R. Teager, que «pasará a buscarlo», y llevaba el sello de «Pagado» estampado con un sello de caucho. Llevaba la firma en una esquina: L. G. Vannier.
La dejé sobre el escritorio.
—Eso se le cayó del bolsillo una noche que estuvo aquí —dijo Morny—. Hace unos diez días. Eddie puso encima uno de sus enormes pies y Vannier no se dio cuenta de que se le había caído.
Miré a Prue, después a Morny, y después me miré el pulgar.
—¿Se supone que esto tiene que significar algo para mí?
—Creía que era usted un detective listo. Suponía que podría averiguarlo. Miré otra vez el papel, lo doblé y me lo metí en el bolsillo.
—Doy por supuesto que usted no me lo daría si no significara algo —dije.
Morny se dirigió a la caja fuerte negra y niquelada que había contra la pared y la abrió. Volvió con cinco billetes nuevos, extendidos en abanico como una mano de póquer. Los cerró juntando los bordes, los peinó con el dedo como si fueran naipes y los arrojó sobre el escritorio delante de mí.
—Aquí tiene sus cinco de cien —dijo—. Saque a Vannier de la vida de mi mujer y recibirá otro tanto. No me importa cómo lo haga, y no quiero saber cómo lo hace. Hágalo y ya está.
Toqué los crujientes billetes nuevos con un dedo hambriento. Y después, los aparté.
—Puede pagarme cuando haya hecho el trabajo, si es que lo hago —dije—. Esta noche me doy por pagado con una breve entrevista con la señorita Con quest.
Morny no tocó el dinero. Levantó la licorera cuadrada y se escanció otro trago. Esta vez sirvió uno para mí y lo empujó sobre el escritorio.
—Y volviendo al asesinato de ese Phillips —dije—, aquí el amigo Eddie andaba siguiendo a Phillips. ¿Quiere decirme por qué?
—No.
—Lo malo de los casos como éste es que la información puede llegar de otra parte. Cuando un asesinato sale en los periódicos, nunca se sabe qué puede salir a la luz. Y si sale, usted me echará la culpa a mí.
Me miró fijamente y dijo:
—No lo creo. Estuve un poco brusco cuando usted entró, pero parece usted buena gente. Correré el riesgo.
—Gracias —dije—. ¿Le importaría decirme por qué hizo que Eddie me llamara para meterme miedo?
Bajó la mirada y tamborileó sobre el escritorio.
—Linda es una vieja amiga mía. El joven Murdock estuvo aquí esta tarde para verla. Le dijo que usted estaba trabajando para la vieja señora Murdock. Ella me lo dijo a mí. Yo no sabía de qué iba el trabajo. Dice usted que no acepta casos de divorcio, así que queda descartado que la vieja le haya contratado para arreglar algo por el estilo. —Alzó los ojos mientras decía las últimas palabras y me miró.
Yo le devolví la mirada y aguardé.
—Simplemente, soy un tipo al que le gustan sus amigos —dijo—, y no le gusta que los detectives les molesten.
—Murdock le debe algo de dinero, ¿no?
Frunció el ceño.
—No hablo de cosas como ésa.
Se terminó su bebida, asintió y se puso en pie.
—Le diré a Linda que suba a verle. Coja su dinero.
Se dirigió a la puerta y salió. Eddie Prue desplegó su largo cuerpo, se puso en pie, me dirigió una leve sonrisa gris que no significaba nada y se marchó detrás de Morny.
Encendí otro cigarrillo y miré otra vez la factura de la compañía de suministros dentales. Algo se retorció en el fondo de mi mente, sin mucha fuerza. Fui hasta la ventana y me quedé mirando hacia el otro lado del valle. Un coche serpenteaba subiendo una colina hacia una casa con una torre hecha en parte con pavés, detrás del cual se veía luz. Los faros del coche la recorrieron de lado a lado y se dirigieron hacia un garaje. Las luces se apagaron y el valle pareció más oscuro.
Todo estaba muy silencioso y muy tranquilo. La orquesta de baile parecía estar en algún lugar bajo mis pies. Sonaba muy apagada y la melodía era indistinguible.
Linda Conquest entró por la puerta abierta a mis espaldas, la cerró y se quedó de pie, mirándome con una luz fría en sus ojos.