11
El médico pelirrojo llenó la ficha y se metió la estilográfica en el bolsillo de pecho de su chaqueta blanca. Cerró de golpe la libreta con una leve sonrisa en la cara.
—Herida punzante en la médula espinal, justo debajo de la protuberancia occipital, diría yo —dijo tranquilamente—. Un punto muy vulnerable, si uno sabe encontrarlo. Supongo que usted sabrá.
El teniente inspector Christy French gruñó:
—¿Cree que es la primera vez que veo una cosa así?
—No, supongo que no —dijo el médico. Le echó una última mirada al muerto y salió de la habitación—. Llamaré al forense —informó por encima del hombro. La puerta se cerró tras él.
—A estos pájaros, un fiambre les hace el mismo efecto que a mí un plato de coles —dijo con amargura Christy French.
Su asistente, un poli llamado Fred Beifus, estaba arrodillado junto al cajetín del teléfono. Lo había recubierto de polvo para tomar las huellas digitales y había soplado el polvo sobrante. Ahora examinaba las huellas con una pequeña lupa. Movió la cabeza y retiró algo del tornillo que servía para cerrar el cajetín.
—Guantes grises de algodón, guantes de enterrador —dijo con aire asqueado—. Cuestan unos cuatro centavos el par, comprados al por mayor. Ni de coña vamos a encontrar buenas huellas en este chisme. Buscaban algo en el cajetín del teléfono, ¿no?
—Evidentemente, algo que podía caber ahí dentro —dijo French—. No esperaba encontrar huellas. Esto del picahielos es trabajo de especialistas. Ya vendrán los expertos dentro de un rato. Ahora sólo estamos echando un vistazo rápido.
Estaba vaciando los bolsillos del muerto y colocando su contenido sobre la cama, al lado del cadáver inmóvil y ya cerúleo. Flack estaba sentado en una silla cerca de la ventana, mirando al exterior con melancolía. El subgerente había hecho acto de presencia, se había quedado un rato sin decir nada, con expresión fúnebre, y se había largado. Yo estaba apoyado en la pared del cuarto de baño, mirándome las puntas de los dedos.
De pronto, Flack dijo:
—Yo creo que eso del picahielos es más bien propio de mujeres. Se puede comprar en cualquier parte por diez centavos. Y si no quieres pagarlo, te lo metes bajo la falda, lo sujetas con la liga y te lo llevas.
Christy French le dirigió una rápida mirada con un leve toque de asombro. Beifus saltó:
—¿Con qué clase de mujeres sales últimamente, encanto? Con el precio que tienen hoy día las medias, las señoras preferirían meterse serruchos en los calcetines.
—No se me había ocurrido —dijo Flack.
—Deja lo de pensar para nosotros, cariño —dijo Beifus. Se necesita equipo para ello.
—No hay por qué ponerse grosero —dijo Flack.
Beifus se quitó el sombrero e hizo una reverencia.
—No nos niegue esos pequeños placeres, señor Flack.
—Además —añadió Christy French—, una mujer habría seguido golpeando. No sabría cuántos golpes harían falta. Hay muchos chorizos que no lo saben. El que ha hecho esto es un artista. Acertó en la médula espinal al primer golpe. Y hay algo más: el tipo tiene que estar muy quieto para poder conseguirlo. Esto significa que eran varios, a menos que drogaran al pobre tipo o que el asesino fuera amigo suyo.
Entonces intervine yo:
—No veo cómo podría haber estado drogado, si fue él quien me llamó por teléfono.
French y Beifus me miraron con la misma expresión de paciencia y aburrimiento.
—Si es que fue él —dijo French—. Y dado que, según nos ha dicho, no conocía a este individuo, siempre existe una remota posibilidad de que no conociera su voz. ¿O me estoy poniendo demasiado sutil?
—No sé —dije—. No he leído las cartas de sus admiradores.
French sonrió.
—No pierdas el tiempo con él —le dijo Beifus—. Ahorra energías para cuando tengas que hablar en el Club del Viernes por la Mañana. Algunas de esas viejas de nariz colorada se vuelven locas por los detalles más suculentos de los asesinatos.
French lió un cigarrillo y lo encendió con una cerilla de cocina que rascó contra el respaldo de una silla. Suspiró.
—Esta técnica proviene de Brooklyn —explicó. Los chicos de Sunny Moe Stein estaban especializados, pero acabaron pasándose. Llegó un momento en que no podías andar por un descampado sin tropezar con algún trabajito suyo. Luego vinieron aquí, los que quedaban de la banda. Me pregunto por qué.
—A lo mejor porque aquí hay más descampados —sugirió Beifus.
—Sin embargo, es gracioso… —continuó French en un tono casi soñador—. Cuando Weepy Moyer hizo liquidar a Sunny Moe Stein en la avenida Franklin, el pasado febrero, el asesino utilizó un revólver. A Moe no debió de gustarle nada.
—Apuesto a que por eso tenía aquella cara de desilusión, cuando le lavaron la sangre —comentó Beifus.
—¿Quién es Weepy Moyer? —preguntó Flack.
—Era el segundo de Moe en su banda —le contestó French—. Esto podría haber sido obra suya. Aunque no lo habría hecho él en persona.
—¿Por qué no? —preguntó Flack, en un tono arisco.
—¿Vosotros no leéis nunca los periódicos? Actualmente Moyer es un señor. Frecuenta la alta sociedad. Incluso ha cambiado de nombre. Y en cuanto al caso de Sunny Moe Stein, resulta que teníamos encerrado a Moyer por un asunto de juego. Al final se quedó en nada. Pero le proporcionamos una coartada perfecta. De todas formas, como dije, ahora es un señor, y cuando uno es un señor, no va por ahí clavando picahielos en la nuca de la gente. Paga a alguien para que lo haga.
—¿Jamás tuvieron pruebas contra Moyer? —pregunté yo.
French me lanzó una mirada aguda.
—¿Por qué?
—Se me acaba de ocurrir una idea. Pero es muy poca cosa —dije. French me miró con detenimiento.
—Aquí entre nosotros —dijo al fin—, jamás pudimos probar que el tipo que encerramos fuera realmente Moyer. Pero no lo vaya contando por ahí. Se supone que esto no lo sabe nadie más que él, su abogado, el fiscal del distrito, la brigada de turno, el municipio y doscientas o trescientas personas más.
Hizo chasquear sobre su muslo la cartera vacía del muerto y se sentó sobre la cama. Se apoyó como si tal cosa en la pierna del cadáver, encendió un cigarrillo y señaló con él.
—Bien, ya nos hemos divertido bastante. A ver lo que tenemos, Fred. Primero, este paisano no era demasiado listo. Se hacía pasar por el doctor G. W. Hambleton, y tenía tarjetas con una dirección de El Centro y un número de teléfono. Nos bastaron dos minutos para averiguar que no existe esa dirección y tampoco ese número de teléfono. Un chico listo no se queda al descubierto tan fácilmente. Segundo, está claro que no nadaba en la abundancia. No llevaba más que catorce billetes de dólar y algo de calderilla. En su llavero no había llave de automóvil, ni llave de caja de seguridad, ni llave de casa. Sólo había una llave de maleta y siete llaves maestras limadas. Limadas hace muy poco. Me imagino que tenía pensado rondar un poco por el hotel. ¿Le parece que estas llaves servirían para este antro, Flack?
Flack se acercó a mirar las llaves.
—Dos de ellas son del tamaño adecuado —dijo—. No puedo saber si funcionarán o no con sólo mirarlas. Si yo quiero una llave maestra, tengo que cogerla en la oficina. Lo único que llevo encima es un llavín, y sólo puedo utilizarlo cuando el huésped está fuera. —Se sacó del bolsillo una llave sujeta a una larga cadena y la comparó con las otras. Negó con la cabeza—. No sirven. Habría que trabajarlas más. Tienen demasiado metal.
French se echó ceniza en la palma de la mano y la sopló como si fuera polvo. Flack volvió a su silla junto a la ventana.
—Prosigamos —dijo French—. No tiene permiso de conducir, ni ningún otro documento de identidad. Ninguna de sus ropas proviene de El Centro. Algún chanchullo se traía entre manos, pero no parece de los que pagan con cheques falsos.
—No lo has visto en plena forma —apuntó Beifus.
—Y este hotel no es muy prometedor que digamos —continuó French—. Tiene una reputación asquerosa.
—¡Oiga usted! —protestó Flack.
French le cortó con un gesto.
—Conozco todos los hoteles del distrito metropolitano, Flack. Forma parte de mi trabajo. Por cincuenta pavos podría organizar una orgía en cualquier habitación de este hotel, en menos de una hora. No se quede conmigo. Usted se gana la vida a su manera y yo me la gano a la mía. Pero no quiera quedarse conmigo, ¿vale? El amigo estaba en posesión de algo que le daba miedo seguir llevando. Eso significa que sabía que alguien iba a por él y se le estaba acercando. Entonces, le ofrece cien dólares a Marlowe para que se lo guarde. Pero no tenía encima esa suma. Probablemente planeaba meter a Marlowe en el asunto. Por lo tanto, no podía tratarse de joyas robadas. Tenía que ser algo más o menos legítimo. ¿De acuerdo, Marlowe?
—Incluso podría suprimir el más o menos —contesté.
French esbozó una sonrisa.
—Así pues, eso que tenía era algo que se podía esconder doblado o enrollado en un cajetín de teléfono, en una cinta de sombrero, en una Biblia, en un bote de polvos de talco. No sabemos si lo encontraron o no. Pero sabemos que no tuvieron mucho tiempo. No más de media hora.
—Suponiendo que fuera el doctor Hambleton el que telefoneó —dije—. Recuerde que eso lo dijo usted.
—Si no fue él, la cosa no tendría sentido. Los asesinos no tendrían ninguna prisa porque lo encontraran. ¿Para qué iban a pedirle a nadie que viniera aquí? Se volvió hacia Flack.
—¿Puede comprobarse si recibió visitas?
Flack movió la cabeza con expresión sombría.
—No es necesario pasar por delante de recepción para llegar al ascensor.
—Quizá por eso eligió este hotel —dijo Beifus—. Por eso y por el ambiente hogareño.
—Muy bien —dijo French—. Entonces el que lo liquidó pudo entrar y salir sin que nadie le hiciera preguntas. Sólo tenía que saber el número de la habitación. Y esto es más o menos todo lo que sabemos. ¿De acuerdo, Fred?
Beifus asintió. Intervine yo:
—No, no del todo. Es un peluquín muy bien hecho, pero no deja de ser un peluquín.
French y Beifus se volvieron bruscamente. French estiró la mano, levantó delicadamente la peluca del muerto y emitió un silbido.
—Me preguntaba qué le hacia sonreír a ese imbécil del médico —dijo—. El muy cabrón no dijo nada. ¿Ves lo que yo, Fred?
—Lo único que veo es un tipo calvo —contestó Beifus.
—¿No le viste nunca? Mileaway Marston. Hace tiempo trabajaba para Ace Devore.
—¡Dios mío, claro que sí! —cloqueó Beifus.
Se inclinó sobre el muerto y palmeó suavemente el cráneo calvo.
—¿Cómo has estado todo este tiempo, Mileaway? Te dejabas ver tan poco que te habíamos olvidado. Pero ya me conoces, viejo amigo. Siempre he sido un sentimental.
Sin su peluca, el hombre de la cama parecía más viejo, más duro, más enjuto. La máscara amarilla de la muerte empezaba a endurecerle los rasgos.
French dijo tranquilamente:
—Bueno, esto me quita un peso de encima. Ya no tendré necesidad de preocuparme todo el día por este chorizo. ¡Que se vaya al infierno!
Le puso la peluca sobre un ojo y se levantó de la cama.
—Ya he terminado con vosotros dos —nos dijo a Flack y a mí.
Flack se levantó.
—Gracias por el crimen, encanto —le dijo Beifus—. Si tienes algún otro en tu precioso hotel, no te olvides de solicitar nuestros servicios. No seremos buenos, pero somos rápidos.
Flack salió a la pequeña antesala y abrió la puerta de un tirón. Le seguí. Llegamos al ascensor en silencio, y seguimos sin hablarnos durante el descenso. Caminé junto a él hasta su despacho, entré detrás de él y cerré la puerta. Parecía sorprendido.
Se sentó ante su escritorio y echó mano al teléfono.
—Tengo que hacer un informe para el subdirector. ¿Desea algo?
Hice rodar un cigarrillo entre los dedos, lo encendí y soplé lentamente el humo por encima de la mesa.
—Ciento cincuenta dólares —contesté.
Los ojillos atentos de Flack se transformaron en agujeros redondos en un rostro sin expresión.
—No es momento para hacerse el gracioso —dijo.
—Después de ver a esos dos payasos de arriba, no se me podría reprochar. Pero no me estoy haciendo el gracioso.
Me puse a tamborilear con los dedos en el borde de la mesa, esperando. Minúsculas gotas de sudor se formaron en el labio superior de Flack, encima de su bigotito.
—Tengo trabajo —gruñó Flack, con una voz algo más vacilante—. Lárguese y no vuelva por aquí.
—Qué hombrecito más duro —dije—. El doctor Hambleton tenía ciento sesenta y cuatro dólares en su cartera cuando yo le registré. Me había prometido cien dólares de anticipo, ¿se acuerda usted? Ahora, en la misma cartera sólo hay catorce dólares. Y yo dejé la puerta de su habitación sin cerrar. Otra persona la cerró: usted, Flack.
Flack agarró los brazos de su sillón y apretó. Su voz parecía salir del fondo de un pozo.
—No puede demostrar nada, maldita sea.
—¿Quiere que lo intente?
Sacó el revólver de su cinturón y lo puso ante él, sobre la mesa. Lo miró fijamente, pero el revólver no le dijo nada. Volvió a mirarme a mí.
—¿Mitad y mitad? —propuso con voz entrecortada.
Hubo un momento de silencio entre los dos. Sacó una cartera vieja y deformada y hurgó en su interior. Extrajo un puñado de dinero y esparció billetes sobre la mesa. Los repartió en dos montones y empujó uno hacia mí.
—Quiero los ciento cincuenta —dije.
Se hundió en su sillón y miró una esquina de la mesa. Al cabo de un buen rato suspiró, juntó los dos montones y lo empujó todo hacia mi lado de la mesa.
—A él no le iban a servir de nada —dijo—. Vamos, coge la pasta y lárgate. Me acordaré de ti, hermano. Todos vosotros me dais asco. ¿Cómo sé que no le has birlado quinientos dólares?
—Yo lo habría cogido todo. Y el asesino también. ¿Por qué dejarle catorce dólares?
—¿Y por qué le dejé yo los catorce dólares? —preguntó él con voz cansada, haciendo vagos movimientos con los dedos en el borde de la mesa.
Recogí el dinero, lo conté y se lo arrojé.
—Porque eres del oficio y calibraste al tipo. Sabías que por lo menos tenías que dejarle con qué pagar la habitación, y unos cuantos dólares más. Es lo que los polis esperarían encontrar. Toma, no quiero el dinero, es otra cosa lo que busco.
Me miró con la boca abierta.
—Quita ese dinero de mi vista —dije.
Cogió los billetes y los volvió a meter en la cartera.
—¿Qué otra cosa quieres? —Sus ojos eran pequeños y desconfiados, su lengua empujó el labio inferior—. Me parece que tú tampoco estás en muy buena situación para negociar.
—En eso puede que te equivoques. Si fuese arriba a decirles a Christy French y a Beifus que yo estuve allí antes y que registré el cadáver, me costaría una bronca, de acuerdo. Pero comprenderían que si no dije nada, no era únicamente para hacerme el listo. Saben que en alguna parte tengo un cliente y que estaba procurando protegerlo. Me ganaría unos cuantos gritos y malas palabras. Pero a ti te iría mucho peor.
Dejé de hablar y miré el leve brillo del sudor que se iba formando en su frente. Tragó saliva con bastante esfuerzo. Tenía una mirada de loco.
—Deja de dártelas de listo y pon las cartas encima de la mesa —dijo. De repente sonrió con sonrisa de lobo—. Llegaste demasiado tarde para protegerla, ¿verdad?
Su habitual expresión de burla y desprecio iba reapareciendo poco a poco, pero con alegría.
Apagué mi cigarrillo, luego saqué otro y ejecuté todos esos gestos lentos y triviales que sirven para guardar las apariencias: encenderlo, tirar la cerilla, echar el humo hacia un lado, inhalar a fondo como si aquel pequeño y mugriento despacho fuera un ático con vistas al encrespado mar… en fin, todos los viejos y trillados manierismos del oficio.
—De acuerdo —dije—. Admito que era una mujer. También admito que debe de haber estado arriba con el muerto, si eso te hace feliz. Supongo que fue el susto lo que la hizo huir.
—Sí, claro —dijo Flack maliciosamente. La expresión socarrona había vuelto a ocupar su sitio—. O quizá hacía más de un mes que no le clavaba a nadie su picahielos. No querría perder práctica.
—Pero ¿por qué iba llevarse la llave? —dije para mí mismo—. ¿Y por qué dejarla en recepción? ¿Por qué no salir simplemente dejándolo todo tal cual? Y aunque pensara que tenía que cerrar la puerta con llave, ¿por qué no la tiró en un cubo de arena y la tapó? ¿O por qué no se la llevó para luego deshacerse de ella? ¿Por qué dejó la llave de tal manera que se pudiera establecer una relación entre ella y esa habitación? —Bajé los ojos; luego, bruscamente, le dirigí a Flack una mirada grave—. A menos, naturalmente, que alguien la viera al salir de la habitación con la llave en la mano, y la siguiera hasta salir del hotel.
—¿Para qué iba nadie a hacer eso? —preguntó Flack.
—Porque el que la vio pudo entrar enseguida en la habitación. Tenía una llave maestra.
Los ojos de Flack subieron hacia mí y volvieron a bajar en un solo movimiento.
—Así pues, el tipo debió de seguirla —continué—. La vio dejar la llave en recepción y salir del hotel, e incluso pudo seguirla fuera.
Flack dijo en tono irónico:
—¡Eres un portento!
Adelanté el cuerpo y tiré del teléfono.
—Más vale que llame a Christy y aclaremos esto —dije—. Cuanto más lo pienso, más me asusta. Es posible que ella le matara, y no puedo encubrir a una asesina.
Descolgué el receptor. Flack dejó caer con fuerza su sudorosa zarpa sobre mi mano. El aparato rebotó sobre la mesa.
—Déjalo estar. —Su voz era casi un sollozo—. La seguí hasta un coche aparcado calle abajo. Cogí la matrícula. ¡Por Dios, tío, dame un respiro! —Rebuscó desesperadamente en sus bolsillos—. ¿Sabes lo que saco de este trabajo? Lo justo para cigarrillos y puros, y ni un centavo más. Espera, creo… —Bajó la mirada, jugó un solitario con unos cuantos sobres sucios, escogió por fin uno y me lo arrojó—. Éste es el número de la matrícula —dijo con tono cansado—, y si con eso no te basta, ya no me acuerdo de cuál era.
Miré el sobre. Efectivamente, en él había un número de matrícula garabateado. Muy mal escrito, poco claro y torcido, como si lo hubieran escrito a toda prisa en la calle, apoyando el papel en una mano. 6N333. California 1947.
—¿Satisfecho?
Era la voz de Flack. Por lo menos, salía de su boca. Rasgué la parte que tenía el número y le devolví el sobre.
—4P 327 —dije, mirándole a los ojos. Ni un parpadeo. Ni rastro de burla o de disimulo—. ¿Pero cómo sé que no es un número cualquiera que tenías por aquí?
—Tienes que fiarte de mi palabra.
—¿Cómo era el coche?
—Un Cadillac descapotable, no muy nuevo, con la capota levantada. Modelo del 42, aproximadamente. De color azul polvoriento.
—Describe a la mujer.
—Le sacas partido a tu dinero, ¿eh, sabueso?
—El dinero del doctor Hambleton.
Puso mala cara.
—Está bien. Es una rubia. Chaqueta blanca con apliques de colores. Sombrero grande, de paja azul. Gafas negras. Aproximadamente un metro sesenta. Con un cuerpazo de modelo.
—¿La reconocerías si la volvieras a ver, sin gafas? —pregunté con cautela. Fingió que reflexionaba. Luego negó con la cabeza. No.
—¿Cuál era ese número de matrícula, Flackie? —le pillé desprevenido.
—¿Cuál? —dijo.
Me incliné sobre el escritorio e hice caer la ceniza del cigarrillo sobre su revólver. Practiqué un poco más lo de mirarle a los ojos. Pero sabía que aquello era todo. Él también parecía saberlo. Recogió su revólver, sopló la ceniza y lo guardó en el cajón de su mesa.
—Venga, largo —dijo entre dientes—. Anda a decirles a los polis que registré al fiambre. ¿Y qué? A lo mejor pierdo mi empleo. A lo mejor me meten en chirona. ¿Y qué? Cuando salga lo tendré chupado. El pequeño Flack ya no tendrá que preocuparse por el café y las pastas. No creas ni por un momento que esas gafas negras han engañado al pequeño Flack. He visto demasiadas películas para no reconocer esa carita. Y si quieres saber mi opinión, esa chica va a hacer carrera. Va para arriba y ¿quién sabe? —Me miró de reojo con aire triunfal—. Cualquiera de estos días puede necesitar un guardaespaldas. Un tipo que esté a mano, que cuide sus asuntos y la saque de los líos, un tipo que se sepa los trucos y que no sea muy goloso en cuestión de dinero… ¿Qué pasa?
Yo había torcido la cabeza, inclinándome hacia delante en ademán de escuchar.
—Me pareció oír la campana de una iglesia —dije.
—Por aquí no hay ninguna iglesia —contestó con desprecio—. Es ese cerebro de platino tuyo, que se está cascando.
—Una sola campana —dije—. Tocando muy despacio. Creo que se llama doblar.
Flack aguzó el oído.
—Yo no oigo nada —dijo, molesto.
—Oh, claro que no —dije—. Tú eres la única persona del mundo que no va a poder oírla.
Se quedó sentado, mirándome fijamente, con sus repugnantes ojillos medio cerrados y su repugnante bigotito reluciendo. Una de sus manos tembló sobre el escritorio, en un movimiento sin propósito alguno.
Le dejé con sus pensamientos, que debían ser tan mezquinos, tan desagradables y tan cobardes como él mismo.