17

Nadie contestó en la casa de al lado cuando llamé primero al timbre y luego a la puerta con los nudillos. Hice otra tentativa. El gancho de la puerta mosquitera no estaba puesto. Probé con la puerta principal. Tampoco estaba cerrada, de manera que entré.

Nada había cambiado, ni siquiera el olor a ginebra. Y seguía sin haber cuerpos tendidos en el suelo. Sobre la mesita vecina a la silla donde se sentara el día anterior la señora Florian había un vaso usado. La radio estaba apagada. Me acerqué al sofá y palpé detrás de los almohadones. La botella vacía del día anterior tenía ya una compañera.

Llamé. Nadie me respondió. Luego me pareció oír una respiración larga y lenta, nada alegre, que era más bien un gemido. Atravesé el arco y llegué hasta el pequeño pasillo. La puerta del dormitorio estaba abierta a medias y el ruido semejante a una queja venía de detrás. Asomé la cabeza y miré.

La señora Florian estaba en la cama, boca arriba, con una colcha tapándola hasta la barbilla, una de cuyas borlas de adorno casi se le había metido en la boca. Se le habían aflojado todos los músculos del largo rostro amarillento y parecía medio muerta. Los cabellos, sucios, se extendían desordenadamente por la almohada. Sus ojos se abrieron lentamente y me miró sin expresión. Del dormitorio se desprendía un repulsivo olor a sueño, a ginebra y a ropa sucia. Un despertador de tres al cuarto hacía tictac sobre la blanquecina pintura descascarillada de la cómoda. Su tictac era tan fuerte que hacía temblar las paredes. Por encima, un espejo mostraba una imagen deformada del rostro de la señora Florian. El baúl del que sacara las fotos seguía abierto.

—Buenas tardes, señora Florian —dije—. ¿Está enferma?

Consiguió, muy despacio, juntar los labios y, después de frotarlos entre sí, sacó la lengua para humedecérselos; finalmente, empezó a mover la mandíbula. La voz le brotó de la boca como si procediera de un disco de gramófono muy estropeado. En sus ojos apareció una luz de reconocimiento, aunque no de agrado.

—¿Lo han pillado?

—¿A Malloy?

—Claro.

—Todavía no; pero pronto, espero.

Cerró con fuerza los ojos y luego los abrió bruscamente como si tratase de librarse de una sustancia extraña que los cubría.

—Debería tener la puerta de su casa cerrada con llave —dije—. Podría volver.

—Cree que le tengo miedo a Malloy, ¿no es eso?

—Se comportó como si se lo tuviera cuando hablé ayer con usted. Se puso a pensar sobre lo que le decía, pero era un trabajo muy duro.

—¿Tiene whisky?

—No; hoy no he traído, señora Florian. Ando un poco escaso de dinero.

—La ginebra es barata y pega fuerte.

—Quizá salga a comprarla dentro de un rato. ¿De manera que le asusta Malloy?

—¿Por qué tendría que asustarme?

—De acuerdo, no le tiene miedo. ¿Qué es lo que le asusta entonces?

Sus ojos brillaron por un momento, pero enseguida volvieron a apagarse.

—Bah, váyase con viento fresco. Ustedes los polis me dan dolor de estómago.

No dije nada. Me recosté contra la jamba de la puerta, me puse un pitillo en la boca y traté de alzarlo lo bastante para darme con él en la nariz, algo que es más difícil de lo que parece.

—Los polis —dijo la señora Florian muy despacio, como si hablara sola— nunca atraparán a ese muchacho. Es listo, tiene dinero y además amigos. Está perdiendo el tiempo, piesplanos.

—Sólo hacemos nuestro trabajo —dije—. De todos modos, se puede decir que fue un caso de legítima defensa. ¿Dónde imagina que está?

Rió entre dientes y luego se limpió la boca con la colcha de algodón.

—Ahora me da un poco de jabón —dijo—. El toque de terciopelo. Astucias de piesplanos. Todavía creen que les sirven para algo.

—A mí Malloy me cayó simpático —dije.

El interés se asomó a sus ojos.

—¿Lo conoce?

—Estaba ayer con él…, cuando mató al negro en Central Avenue.

La señora Florian abrió mucho la boca y se desternilló sin hacer más ruido del que haría cualquiera partiendo un colín. Las lágrimas de risa, desbordadas, le corrieron por las mejillas.

—Un tipo grande y fuerte —dije—. Tampoco le falta corazón. Decidido a recuperar a su Velma.

A la señora Florian se le velaron los ojos.

—Creía que era su familia la que estaba buscándola —dijo en voz baja.

—Lo está. Pero usted me dijo que había muerto. Que no había nada que hacer. ¿Dónde murió?

—En Dalhart, Texas. Un resfriado que se le bajó al pecho y acabó con ella.

—¿Usted la vio?

—Claro que no. Me lo contaron.

—Ah. ¿Quién se lo dijo, señora Florian?

—Alguna bailarina. Ahora no recuerdo el nombre. Quizá una copa me ayudara. Tengo la impresión de estar en el Valle de la Muerte.

«Y parece una mula muerta», pensé, pero no lo dije en voz alta.

—Sólo hay una cosa más —dije—, y quizá después salga a por un poco de ginebra. Se me ocurrió mirar la escritura de propiedad de su casa, no sé exactamente por qué.

Su cuerpo adquirió rigidez bajo la ropa de la cama, como si fuese una mujer de madera. Incluso los párpados se detuvieron a mitad de camino sobre los turbios iris de los ojos. Dejó de respirar.

—Hay constancia de un primer préstamo con la casa como garantía —dije—. Un préstamo importante si se tiene en cuenta el escaso valor de la propiedad en esta zona. Y quien concedió el préstamo fue un individuo llamado Lindsay Marriott.

Parpadeó muy deprisa varias veces, pero no se movió. Siguió mirándome fijamente.

—Trabajaba para él —dijo por fin—. Fui criada de su familia. Puede decirse que se ocupa de mí hasta cierto punto.

Me saqué de la boca el cigarrillo que no había encendido aún, lo contemplé como si no supiera qué hacer con él y me lo volví a meter en la boca.

—Ayer por la tarde, pocas horas después de mi conversación con usted, el señor Marriott llamó a mi despacho para ofrecerme un trabajo.

—¿Qué clase de trabajo? —La voz se le había enronquecido mucho. Me encogí de hombros.

—Eso no se lo puedo decir. Confidencial. Fui a verlo anoche.

—Es usted un hijo de puta muy listo —dijo con dificultad, mientras una de sus manos se movía bajo la ropa de la cama.

Me la quedé mirando sin decir nada.

—Un piesplanos muy listo —dijo con soma.

Moví una mano arriba y abajo por la jamba de la puerta. Estaba pegajosa. Bastaba tocarla para sentir ganas de darse un baño.

—Bien, eso es todo —dije amablemente—. Sólo me preguntaba cuál podía ser la razón. Quizá no tenga importancia. Tan sólo una coincidencia. Pensé, sencillamente, que podía querer decir algo.

—Muy listo para piesplanos —dijo, sin convicción ya—. Ni siquiera un poli de verdad. Nada más que un detective de tres al cuarto.

—Supongo que sí —dije—. Bueno, hasta la vista, señora Florian. Por cierto, no creo que reciba usted una carta certificada mañana por la mañana.

Apartó la ropa de la cama y se irguió de golpe con los ojos echando chispas. Algo le brillaba en la mano derecha. Un revólver muy pequeño, de calibre 22 y cañón corto. Viejo y gastado, pero con aspecto de funcionar perfectamente.

—Diga lo que tenga que decir —rugió—. Y dígalo deprisa.

Miré al revólver y el revólver me miró. No con demasiada firmeza. La mano que lo sostenía empezó a temblar, pero los ojos aún echaban chispas y en las comisuras de la boca burbujeaba la saliva.

—Usted y yo podríamos trabajar juntos —dije.

Revólver y mandíbula cayeron al mismo tiempo. Yo me encontraba a pocos centímetros de la puerta. Mientras el arma seguía cayendo, me deslicé hasta el otro lado, a cubierto de vistas.

—Piénselo bien —dije, volviéndome.

No se oyó nada, ni el más mínimo ruido.

Atravesé deprisa el pasillo y el comedor y salí de la casa. Tuve una sensación extraña en la espalda mientras bajaba por el sendero hasta la acera. Como si los músculos se me retorcieran.

No sucedió nada. Seguí calle adelante, llegué hasta mi coche y me marché de allí.

Era el último día de marzo, pero hacía calor de verano. Mientras conducía tuve ya ganas de quitarme la chaqueta. Delante de la comisaría de la calle Se tenta y siete, dos policías de un coche patrulla fruncían el ceño ante un parachoques abollado. Crucé las puertas batientes y encontré a un teniente de uniforme que, detrás del espacio acotado, estudiaba el registro con las últimas detenciones. Le pregunté si Nulty estaba en su despacho. Respondió que le parecía que sí y que si yo era amigo suyo. Dije que sí. De acuerdo, respondió, suba, de manera que subí las gastadas escaleras, avancé por el pasillo y llamé a la puerta. Una voz dio un grito y entré.

Nulty, sentado en una silla y con los pies en otra, se estaba hurgando los dientes con un palillo. Se miraba el pulgar izquierdo, colocado a la altura de los ojos y lo más lejos que le permitía la longitud del brazo. Al pulgar, en mi opinión, no le pasaba nada, pero la mirada de Nulty era sombría, como si pensara que tenía muy pocas esperanzas.

Luego se llevó la mano al muslo, bajó los pies al suelo y me miró en lugar de contemplarse el pulgar. Llevaba un traje gris oscuro y los restos de un cigarro muy mordido esperaban sobre la mesa a que terminara con el mondadientes.

Di la vuelta a la funda de fieltro de la segunda silla, cuyas cintas no estaban sujetas a nada, me senté y me puse un pitillo en la boca.

—Usted —dijo Nulty, y miró el mondadientes, para ver si estaba suficientemente mascado.

—¿Alguna novedad?

—¿Malloy? Ya no me ocupo de eso.

—¿Quién, entonces?

—Nadie. ¿Por qué? Se nos ha escapado. Fiemos mandado su descripción por teletipo y se han puesto carteles en las comisarías. Pero seguro que ya está en México.

—Bueno; todo lo que ha hecho ha sido matar a un negro —dije—. Supongo que eso no es más que un delito de poca monta.

—¿Todavía le interesa? Creía que estaba trabajando. —Sus ojos incoloros se me pasearon por toda la cara con una mirada acuosa.

—Tuve un trabajo ayer, pero no duró mucho. ¿Todavía conserva la foto de la chica disfrazada de Pierrot?

Extendió un brazo y buscó bajo el secante. Cuando la tuvo en la mano me la mostró. La chica seguía pareciendo bonita. Contemplé su cara.

—En realidad esa foto es mía —dije—. Si no la necesita, me gustaría quedármela.

—Debería ir con el expediente, supongo —dijo Nulty—. Pero me olvidé de ella. De acuerdo, quédesela sin que nadie se entere, porque el expediente lo he entregado ya.

Me guardé la foto en el bolsillo del pecho y me puse en pie.

—Bien —dije, quizá con excesiva displicencia—. Creo que eso es todo.

—Huelo algo —dijo Nulty con frialdad.

Miré el trozo de cuerda en el borde de la mesa. Sus ojos siguieron la dirección de los míos. Tiró el mondadientes al suelo y se puso en la boca los restos del cigarro.

—No se trata de esto —dijo.

—Todo lo que tengo es un vago presentimiento. Si llega a ser algo más sólido no me olvidaré de usted.

—Estoy en una situación muy difícil. Necesito una oportunidad, amigo.

—Un hombre que trabaja tanto como usted se la merece —dije.

Encendió un fósforo con la uña del pulgar, puso cara de satisfacción al lograrlo a la primera y empezó a inhalar el humo del cigarro.

—Me estoy riendo —dijo Nulty con voz muy triste mientras yo salía de su despacho.

El corredor estaba en silencio; todo el edificio permanecía en calma. Abajo, en la calle, los dos agentes del coche patrulla seguían mirando el parachoques abollado. Volví en mi automóvil a Hollywood.

El teléfono estaba sonando cuando entré en el despacho. Me incliné sobre el escritorio.

—¿Diga?

—¿Hablo con el señor Philip Marlowe?

—Sí, soy yo.

—Le llamo de parte de la señora Lewin Lockridge Grayle. Le gustaría verle tan pronto como le sea posible.

—¿Dónde?

—La dirección es Aster Drive, 862, en Bay City. ¿Puedo decir que llegará usted en el espacio de una hora?

—¿Es usted el señor Grayle?

—Nada de eso. Habla usted con el mayordomo.

—¿No oye llamar ya al timbre de la puerta? Pues soy yo —dije.

Todo Marlowe
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