32
El edificio tenía una apariencia más bien pobre para una ciudad tan próspera. Daba la sensación de pertenecer a alguna población de la América más profunda. Una larga hilera de mendigos se había instalado, sin que nadie los molestara, junto al muro de contención que separaba de la calle la extensión de césped situada delante del edificio, invadida ahora por plantas carnosas propias de regiones desérticas. El edificio tenía tres pisos y un antiguo campanario, del que todavía colgaba una campana. Probablemente, en los viejos tiempos del tabaco mascado y los escupitajos, la utilizaban para llamar a los bomberos voluntarios.
El camino de baldosas agrietadas y los escalones de la entrada llevaban a una puerta doble completamente abierta, en donde estaba reunido un grupo de intermediarios —imposible de confundir con cualquier otro colectivo profesional— en espera de que sucediera algo que les permitiera hacer uso de sus peculiares habilidades. Todos tenían estómagos bien alimentados, mirar cauto, ropa cuidada, modales de segunda mano y no me dejaron más allá de diez centímetros por donde pasar.
Dentro había un largo y oscuro vestíbulo que nadie había vuelto a limpiar desde que McKinley se instalara en la Casa Blanca. Un letrero señalaba el emplazamiento del mostrador de información del departamento de policía, y un individuo uniformado dormitaba detrás de una diminuta centralita telefónica instalada al extremo de un deteriorado mostrador de madera. Otro defensor de la ley y el orden, vestido de paisano, en mangas de camisa, y con un pistolón que parecía una boca de incendios apoyado sobre las costillas, levantó un ojo del periódico de la tarde, acertó en la escupidera que tenía a más de tres metros de distancia, bostezó y dijo que más arriba y en la parte de atrás encontraría el despacho del jefe.
El segundo piso estaba más iluminado y más limpio, lo que no quiere decir que estuviera ni bien iluminado ni limpio. Una puerta hacia el lado del océano, casi al final del pasillo, tenía el siguiente rótulo: «John Wax, Jefe de Policía. Pase».
En el interior encontré una barandilla de madera de poca altura y un policía uniformado detrás de una mesa, que trabajaba en una máquina de escribir con dos dedos índices y un pulgar, y que cogió mi tarjeta de visita cuando se la ofrecí, bostezó, dijo que iría a ver y consiguió arrastrarse hasta el otro lado de una puerta de caoba en la que se leía «John Wax, Jefe de Policía. Privado». Cuando regresó, abrió una puertecita en la barandilla para dejarme pasar.
Entré en el despacho del jefe y cerré la puerta. Era una habitación fresca y amplia con ventanas en tres de las paredes. Un manchado escritorio de madera estaba situado muy al fondo, como el de Mussolini, de manera que era necesario recorrer una considerable extensión de alfombra azul para llegar hasta él, y mientras se llevaba a cabo esa operación el ocupante del escritorio contemplaba al recién llegado con frialdad.
Llegué hasta la mesa. Encima de ella una placa en relieve decía: «John Wax, Jefe de Policía». Concluí que no me sería difícil recordar aquel nombre. Miré al individuo que estaba detrás del escritorio. Aunque fuese un hombre de paja ninguna le asomaba entre el cabello.
Era un peso pesado muy compacto, de pelo corto que dejaba transparentar, reluciente, el rosado cuero cabelludo. Tenía unos ojillos ávidos, de párpados pesados, pero tan inquietos como pulgas. Vestía un traje de franela beis, camisa y corbata color café, una sortija de brillantes, una insignia de logia masónica también cargada de brillantes en la solapa y las tres tiesas puntas de pañuelo que requiere el protocolo, sobresaliendo un poco más de los requeridos cinco centímetros por encima del bolsillo del pecho.
Una mano de dedos como salchichas sostenía mi tarjeta. La leyó, le dio la vuelta y leyó el dorso, que estaba en blanco, leyó de nuevo la parte delantera, la dejó sobre la mesa y le puso encima un pisapapeles de bronce con forma de mono, como para asegurarse de que no iba a perderla.
Luego me ofreció una zarpa rosada. Cuando se la devolví me indicó una silla con un gesto.
—Siéntese, señor Marlowe. Ya veo que, más o menos, es usted de nuestra profesión. ¿En qué puedo ayudarle?
—Un problemilla, jefe. Puede usted solucionármelo en un minuto, si lo tiene a bien.
—Problemas —dijo sin alzar la voz—. Un problemilla.
Hizo girar su sillón, cruzó las piernas poderosas y dirigió la vista con aire pensativo hacia una de sus ventanas dobles. Eso me permitió ver calcetines de hilo de Escocia tejidos a mano y zapatos estilo Oxford que parecían teñidos con vino de Oporto. Calculando lo que no me estaba permitido ver, y prescindiendo del contenido de su billetero, llevaba puestos más de quinientos dólares. Supuse que su mujer tenía dinero.
—Los problemas —dijo, siempre con mucha suavidad— son algo sobre lo que nuestra pequeña ciudad no sabe demasiado, señor Marlowe. Nuestra ciudad es pequeña, pero está limpia, muy limpia. Miro por las ventanas de mi despacho que dan al oeste y veo el océano Pacífico. Nada más limpio, ¿no es cierto? —No dijo nada de los dos casinos flotantes, sobre las aguas doradas, un poco más allá del límite de los cinco kilómetros.
Yo tampoco.
—Muy cierto, jefe —respondí.
John Wax sacó unos cinco centímetros más de pecho.
—Miro por las ventanas que dan al norte y veo el tráfago del bulevar Argueflo y las hermosas estribaciones de los montes de California y, más en primer término, una de las zonas comerciales más agradables del país, pese a sus modestas dimensiones. Miro por las ventanas que dan al sur, que es a donde dirijo la vista en este momento, y veo el mejor puerto de yates del mundo, aunque se trate de un puerto pequeño. No tengo ventanas que den al este, pero si las tuviera, vería un barrio residencial capaz de conseguir que a usted y a mí se nos hiciera la boca agua. No, señor, los problemas son algo que apenas conocemos en nuestra pequeña ciudad.
—Imagino que he traído los problemas conmigo, jefe. Parte de ellos, al menos. ¿Tiene usted entre sus hombres a una persona llamada Galbraith, un sargento de paisano?
—Sí, creo que sí —dijo, volviéndose para mirarme—. ¿Sucede algo con él?
—¿También trabaja para usted un individuo de estas características? —Y pasé a describirle al otro, el que había hablado muy poco, era bajo, tenía bigote y me golpeó con una cachiporra—. Va por ahí con Galbraith, casi con toda seguridad. Alguien lo llamó señor Blane, pero a mí me pareció un nombre falso.
—Muy al contrario. —Mi rollizo interlocutor dijo aquello con toda la tiesura con que un gordo puede decir cualquier cosa—. Es mi jefe de detectives. El capitán Blane.
—¿Podría ver a esas dos personas en su despacho?
Cogió de nuevo mi tarjeta y volvió a leerla. Luego la dejó e hizo un gesto amplio con una mano suave y reluciente.
—No sin una razón mejor de las que me ha dado hasta el momento —dijo cortésmente.
—No pensaba que pudiera, jefe. ¿Conoce usted por casualidad a un individuo llamado Jules Amthor? Dice ser asesor en ciencias ocultas. Vive en lo más alto de una colina en Stillwood Heights.
—No. Y Stillwood Heights no está en mi territorio —respondió el jefe. Sus ojos eran ya los de una persona que está pensando en otras cosas.
—Eso es lo que hace que sea tan curioso —dije—. Sucede que fui a ver al señor Amthor por un asunto relacionado con uno de mis clientes. El señor Amthor pensó que me proponía hacerle chantaje. Es probable que personas que se dedican a esa actividad suya tiendan a pensar eso con bastante facilidad. El señor Amthor tenía un guardaespaldas indio bastante duro a quien no pude controlar. De manera que el indio me sujetó mientras Amthor procedía a golpearme con mi propia pistola. Después mandó llamar a una pareja de policías, que resultaron ser Galbraith y el señor Blane. ¿Cree usted que eso podría interesarle?
El jefe Wax agitó las manos sobre la mesa con mucha suavidad. Cerró los ojos casi por completo, pero no del todo. Sus frías pupilas brillaron directamente hacia mí entre los pesados párpados. Se quedó muy quieto, como si escuchara. Luego abrió los ojos por completo y sonrió.
—¿Y qué sucedió después? —quiso saber, cortés como un gorila del club Stork.
—Me registraron, me metieron a la fuerza en su coche, me abandonaron en la ladera de un monte y me golpearon con una cachiporra en el momento en que salía del automóvil.
El jefe Wax hizo un gesto afirmativo con la cabeza, como si lo que le estaba contando fuese la cosa más normal del mundo.
—Y eso pasaba en Stillwood Heights —dijo en voz baja.
—Así es.
—¿Sabe lo que pienso que es usted? —Se inclinó un poco sobre la mesa, pero no mucho, debido al obstáculo de su vientre.
—Un mentiroso —respondí.
—Ahí tiene la puerta —dijo, señalándola con el dedo pequeño de la mano izquierda.
No me moví. Seguí mirándolo. Cuando empezó a enfadarse lo suficiente como para tocar el timbre y llamar a alguien, dije:
—Vamos a no cometer los dos la misma equivocación. Usted piensa que soy un detective privado de tres al cuarto que trata de levantar diez veces su peso, que trata de acusar a un oficial de policía, el cual, aunque la acusación fuera cierta, se habría cuidado muy bien de que no fuese posible probarla. En absoluto. No he venido aquí a presentar ninguna denuncia. Creo que la equivocación fue una cosa lógica. Quiero tener una explicación con Amthor y que Galbraith me ayude a hacerlo. No es necesario molestar para nada al señor Blane. Galbraith bastará. Y no he venido aquí sin cierto respaldo. Tengo personas importantes detrás de mí.
—¿A qué distancia? —preguntó el jefe, antes de celebrar con una risita complacida su propio ingenio.
—¿Qué le parece el número 862 de Aster Drive, donde vive el señor Lewin Lockridge Grayle?
Le cambió la cara tan por completo que fue como si otra persona se hubiera sentado en su sillón.
—Sucede que la señora Grayle es mi cliente —dije.
—Cierre la puerta —dijo—. Usted es más joven que yo. Eche el pestillo. Vamos a empezar esto de manera amistosa. Tiene usted cara de ser una persona honrada, Marlowe.
Me levanté, cerré la puerta y eché el pestillo. Cuando volví junto a la mesa siguiendo la alfombra azul, el jefe había hecho aparecer una botella de aspecto muy agradable y dos vasos. Depositó un puñado de pipas de cardamomo sobre el secante que ocupaba el centro del escritorio y llenó los dos vasos.
Bebimos. El jefe cascó algunas pipas de cardamomo y nos las comimos en silencio, mirándonos a los ojos.
—No sabe mal —dijo. Volvió a llenar los vasos. Ahora me tocaba a mí cascar las pipas de cardamomo. El jefe tiró al suelo las cáscaras que quedaron sobre el secante, sonrió y se recostó en el sillón.
—Y ahora vayamos al grano —dijo—. Este trabajo que está usted haciendo para la señora Grayle, ¿tiene algo que ver con Amthor?
—Existe una relación. Mejor será que compruebe si le estoy diciendo la verdad, de todos modos.
—Buena idea —dijo, echando mano del teléfono. Luego sacó una libretita de un bolsillo del chaleco y miró un número—. Donantes para la campaña —me dijo, al tiempo que guiñaba un ojo—. El alcalde insiste mucho en que se tengan con ellos todas las deferencias posibles. Sí, aquí está.
Guardó la libreta y marcó.
Tuvo con el mayordomo los mismos problemas que había tenido yo, lo que hizo que las orejas se le pusieran coloradas. Finalmente la señora Grayle se puso al teléfono. Las orejas del jefe siguieron coloradas. Su interlocutora no debió de tratarlo con muchos miramientos.
—Quiere hablar con usted —dijo, empujando el teléfono a través de su amplio escritorio.
—Aquí Phil —dije guiñando maliciosamente un ojo al jefe.
Me respondió una risa espontánea y provocativa.
—¿Qué haces con ese gordo que no tiene dos dedos de frente?
—Estamos bebiendo un poco.
—¿Tienes que hacerlo con él?
—En este momento, sí. Asuntos profesionales. ¿Hay alguna novedad? Imagino que ya sabes a qué me refiero.
—No. ¿Te das cuenta, mi querido amigo, de que me tuviste una hora esperando la otra noche? ¿Te parece que soy el tipo de chica que permite que le sucedan cosas así?
—Tuve problemas. ¿Qué tal hoy por la noche?
—Vamos a ver… Esta noche es… ¿A qué día de la semana estamos, por el amor de Dios?
—Será mejor que te llame —dije—. Quizá no pueda. Estamos a viernes.
—Mentiroso. —Me llegó de nuevo la risa suave y un poco ronca—. Hoy es lunes. A la misma hora, en el mismo sitio. Y nada de bromas esta vez.
—Será mejor que te llame.
—Más te vale estar allí a la hora.
—No es seguro. Déjame que te llame.
—¿Te vendes caro? Ya veo. Quizá sea una estúpida por molestarme.
—De hecho lo eres.
—¿Por qué?
—Soy pobre, pero pago a mi manera. Y quizá no sea una manera tan agradable como a ti te gustaría.
—Maldito testarudo, si no estás allí…
—He dicho que te llamaré.
La señora Grayle suspiró.
—Todos los hombres son iguales.
—Lo mismo sucede con las mujeres…, después de las nueve primeras.
Me maldijo una vez más y colgó. Al jefe se le salían tanto los ojos de las órbitas que parecían ir sobre zancos.
Llenó los dos vasos con mano temblorosa y empujó uno en mi dirección.
—De modo que así es como están las cosas —dijo, con tono muy meditabundo.
—A su marido no le importa —respondí—, de manera que no merece la pena tomar nota.
Puso cara de ofendido mientras bebía. Cascó las pipas de cardamomo muy despacio, pensándoselo mucho. Brindamos a nuestra salud respectiva. Desgraciadamente el jefe escondió la botella y los vasos y movió una palanca en el aparato que tenía sobre la mesa para hablar con sus subordinados.
—Dígale a Galbraith que suba a mi despacho, si está en el edificio. Si no, traten de contactarlo para que venga a verme.
Me levanté, descorrí el pestillo de la puerta y me volví a sentar. No tuvimos que esperar mucho. Se oyeron unos golpes en la puerta lateral, el jefe dio su permiso y Hemingway entró en el despacho.
Después de caminar con firmeza hasta el escritorio, se detuvo y miró al jefe Wax con la adecuada expresión de correosa humildad.
—Le presento al señor Philip Marlowe —dijo el jefe con gran cordialidad—. Un detective privado de Los Ángeles.
Hemingway se volvió lo bastante como para mirarme. Si me había visto antes alguna vez, no hubo nada en su cara que lo demostrara. Me tendió una mano, yo le tendí la mía y él miró de nuevo al jefe.
—El señor Marlowe cuenta una curiosa historia —dijo el jefe, con tanta astucia como Richelieu detrás del tapiz— sobre un individuo que se llama Amthor, que tiene una casa en Stillwood Heights y es algo así como un adivino. Parece que Marlowe fue a verlo y Blane y usted llegaron más o menos al mismo tiempo y hubo una discusión de algún tipo. No recuerdo bien los detalles. —Miró hacia el exterior por sus ventanas con expresión de hombre que no recuerda detalles.
—Se trata de una equivocación —dijo Hemingway—. No he visto nunca a este individuo.
—Sí que hubo una equivocación, desde luego —dijo el jefe como en sueños—. Sin mucha importancia, pero una equivocación de todos modos. El señor Marlowe cree que no tiene ninguna importancia.
Hemingway me miró de nuevo. Su rostro seguía pareciendo una máscara de piedra.
—De hecho, ni siquiera está interesado en la equivocación —siguió el jefe en el mismo tono—. Pero está interesado en hacer una visita a ese tal Amthor que vive en Stillwood Heights. Le gustaría que alguien lo acompañara. He pensado en usted. Le gustaría ir con alguien que se ocupara de que lo traten bien. Parece que el señor Amthor tiene un guardaespaldas indio muy duro y el señor Marlowe se inclina a poner en duda su propia capacidad para resolver la situación sin ayuda. ¿Cree usted que podría averiguar dónde vive ese tal Amthor?
—Claro —dijo Hemingway—. Pero Stillwood Heights no es de nuestro distrito, jefe. ¿Se trata sólo de un favor personal a un amigo suyo?
—Lo podemos enfocar desde ese ángulo —dijo el jefe, mirándose el pulgar izquierdo—. No querríamos hacer nada que no fuera estrictamente legal, por supuesto.
—Claro —dijo Hemingway—. No. —Tosió—. ¿Cuándo vamos? El jefe me miró con benevolencia.
—Ahora estaría bien —dije yo—. Si el señor Galbraith no tiene inconveniente.
—Yo hago lo que me dicen —respondió Hemingway.
El jefe lo miró de arriba abajo, rasgo a rasgo. Lo peinó y lo cepilló con los ojos.
—¿Qué tal está hoy el capitán Blane? —preguntó mientras masticaba una pipa de cardamomo.
—Mal, Apendicitis aguda —dijo Hemingway—. Situación crítica.
El jefe movió la cabeza entristecido. Luego se agarró a los brazos del sillón y consiguió ponerse en pie. A continuación me ofreció una zarpa rosada por encima de la mesa.
—Galbraith sabrá cuidarlo bien, Marlowe. Puede estar seguro.
—Ha sido usted muy amable, jefe —dije—. Le aseguro que no sé cómo darle las gracias.
—¡Bah! No hay ninguna necesidad. Siempre es una satisfacción atender al amigo de un amigo, por así decirlo. —Me guiñó un ojo. Hemingway estudió el guiño pero no hizo manifestaciones sobre su significado.
Salimos, con los corteses murmullos del jefe llevándonos casi en volandas hasta la puerta, que cerramos después de cruzarla. Hemingway miró por todo el pasillo y luego me miró a mí.
—Has movido bien tu ficha, muchacho —dijo—. Debes de contar con algo que no nos dijeron.