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Había llegado más allá de los faroles de varios brazos, más allá del traqueteo y el resonar de las campanas de los pequeños tranvías, más allá del olor a grasa caliente y a palomitas de maíz, más allá de los gritos de los niños y de los voceadores de los espectáculos de striptease, más allá de todo lo que no fuese el olor del océano, la línea de la costa, repentinamente clara, y el romper de las olas hasta convertirse en espuma entre guijarros. Ya casi caminaba solo. Los ruidos morían detrás de mí, y las chillonas luces mentirosas se convertían en resplandor incierto. Luego un muelle —dedo oscuro— se proyectó en dirección al mar. Debía de ser aquél. Torcí para seguirlo.
Red se alzó de un cajón situado junto al comienzo de los pilares y me dirigió la palabra:
—Bien —dijo—. Siga adelante y deténgase en los escalones que descienden hasta el nivel del mar. Voy a buscar la lancha y a calentar el motor.
—El poli de los muelles me ha seguido. El tipo del bingo. Tuve que pararme y hablar con él.
—Olson. Se ocupa de los rateros. Competente. Aunque de tarde en tarde arrambla con una cartera y se la cuelga a alguien para dar más brillo a su historial de detenciones. Eso es pasarse un poco, ¿no le parece?
—Tratándose de Bay City yo diría que es casi perfecto. Pongámonos en marcha. Me parece que se está levantando el viento y no quiero que desaparezca la niebla. No parece gran cosa pero puede ayudarnos mucho.
—Durará lo bastante para burlar al reflector —dijo Red—. Tienen metralletas en la cubierta de ese barco. Siga adelante por el embarcadero. No tardaré.
Red se fundió con la oscuridad y yo avancé por tablas a veces un poco resbaladizas a causa de los restos de pescado. Al fondo había una barandilla baja de hierro. Una pareja estaba apoyada en un rincón. Se alejaron, el hombre murmurando, molesto.
Durante diez minutos escuché el golpetear del agua contra los pilares. Un pájaro nocturno se agitó en la oscuridad: el gris ligero de un ala cruzó mi campo de visión y desapareció al instante. En lo alto del cielo zumbó un avión. Luego, a lo lejos, un motor tosió y rugió y siguió rugiendo como si se tratara de media docena de camiones. Al cabo de un rato, el ruido fue disminuyendo hasta que, de repente, dejó de existir.
Pasaron más minutos. Volví a la escalera que llevaba al nivel del agua y descendí por los peldaños con la cautela de un gato que camina sobre suelos húmedos. Una forma oscura surgió de la noche y algo vibró sordamente.
—Todo listo. Suba —dijo una voz.
Monté en la lancha y me senté junto a Red en la cabina. La embarcación se deslizó sobre el agua. El tubo de escape no emitía ruido alguno: tan sólo un furioso borboteo a ambos lados del casco. Una vez más las luces de Bay City se convirtieron en lejanos puntos luminosos más allá del subir y bajar de las olas. De nuevo las luces chillonas del Royal Crown quedaron a un lado, dando la sensación de que el barco se exhibía como una modelo en una pasarela. Y una vez más los costados del Montecito brotaron de la oscuridad del Pacífico y el lento barrido uniforme del reflector fue rodeándolo como el haz de luz de un faro.
—Tengo miedo —dije de pronto—. Estoy muerto de miedo.
Red disminuyó la velocidad y dejó que la lancha se deslizara como si el agua se moviera por debajo y la embarcación siguiese en el mismo sitio. Volvió la cabeza y me miró.
—Tengo miedo de la muerte y la desesperación —dije—. De aguas oscuras, rostros de ahogados y cráneos con las órbitas vacías. Tengo miedo de morir, de no ser nada, de no encontrar a un individuo llamado Brunette.
Red rió entre dientes.
—Casi me había convencido durante un minuto. Se ha echado una buena arenga. Brunette puede estar en cualquier sitio. En uno de los dos barcos, en el club del que es propietario, en la costa este, en Reno, en zapatillas en su hogar. ¿Es eso todo lo que quiere?
—Quiero a un individuo que se llama Malloy, una bestia muy grande que salió no hace mucho de la penitenciaría del estado de Oregón después de cumplir una condena de ocho años por robar un banco. Estaba escondido en Bay City. —Le hablé de todo ello. Le conté mucho más de lo que me proponía contarle. Puede que fueran sus ojos.
Al final estuvo pensando y luego habló despacio y lo que dijo tenía retazos de niebla colgando, como gotitas en un bigote. Quizá eso hacía que pareciera más juicioso de lo que era, quizá no.
—Parte tiene sentido —dijo—. Parte no. De algunas cosas no sé nada, de otras un poco. Si ese Sonderborg llevaba un refugio para delincuentes, vendía marihuana y mandaba a sus chicos a robar las joyas de señoras ricas un poco salidas de madre, parece razonable que tuviera un acuerdo con las autoridades de la ciudad, pero eso no significa que esas autoridades supieran todo lo que hacía ni que todos los policías del cuerpo supieran que tenía un acuerdo. Puede que Blane lo tuviera y Hemingway, como usted lo llama, no. Blane es mala gente, el otro tipo no es más que un poli duro, ni malo ni bueno, ni vendido ni honesto, con muchas agallas y lo bastante estúpido, como yo, para creer que ser de la policía es una manera razonable de ganarse la vida. El vidente ese ni entra ni sale en todo esto. Se compró un sistema de protección en el mejor mercado, Bay City, y lo utilizaba cuando tenía que hacerlo. Nunca se sabe qué es lo que está haciendo un tipo como él, de manera que nunca se sabe lo que tiene sobre la conciencia ni qué es lo que le asusta. Puede que tenga algo de ser humano y de vez en cuando se haya liado con alguna cliente. Esas señoras con dinero caen más deprisa que los muñecos del pimpampum. De manera que mi explicación sobre su estancia en la clínica es sencillamente que Blane sabía que Sonderborg se asustaría cuando descubriera quién era usted (y la historia que le contaron es probablemente la que él le contó, que lo encontraron perdido y desorientado) y Sonderborg no sabría qué hacer con usted y le daría el mismo miedo dejarlo ir que eliminarlo, y cuando pasara el tiempo suficiente Blane aparecería por allí y pediría más dinero. Eso es todo lo que hay. Sucedió que podían utilizarlo a usted y lo hicieron. Cabe que Blane supiera además lo de Malloy. No me extrañaría nada.
Yo le escuché y vigilé el lento recorrido del reflector y las idas y venidas del taxi acuático mucho más a la derecha.
—Sé los cálculos que hace esa gente —dijo Red—. El problema con los polis no es que sean estúpidos, ni venales ni duros, sino el que crean que por el hecho de ser polis tienen un algo más que antes no tenían. Quizá eso fuera verdad en otro tiempo, pero no ahora. Se ven desbordados por demasiada gente lista. Eso nos lleva a Brunette. No dirige la ciudad. No le hace falta molestarse. Dio mucho dinero para elegir a un alcalde y conseguir así que dejaran en paz a sus taxis acuáticos. Si hubiera algo en particular que quisiera, se lo darían de inmediato. Como cuando hace algún tiempo a uno de sus amigos, un abogado, lo detuvieron por cometer un delito grave cuando conducía borracho y Brunette consiguió que la acusación quedara reducida a imprudencia temeraria. Para hacerlo cambiaron el registro de la policía, y también eso es un delito grave. Lo que sirve para que se haga usted una idea. El tinglado de Brunette es el juego, y en los tiempos que corren todos los tinglados están conectados. De manera que quizá distribuya marihuana o reciba un porcentaje de alguno de sus subordinados al que ha cedido el negocio. Tal vez conozca a Sonderborg y tal vez no. Pero el robo de joyas hay que excluirlo. Imagínese todo lo que esos muchachos han tenido que trabajar por ocho grandes. Es como para reírse pensar que Brunette esté relacionado con eso.
—Sí —dije—. Pero también asesinaron a un hombre, ¿te acuerdas?
—Tampoco hizo eso, ni mandó a nadie para que lo hiciera. Si Brunette lo hubiera hecho, no se habría encontrado el cadáver. Nunca se sabe lo que puede estar cosido a la ropa de un individuo. ¿Por qué correr riesgos? Fíjese en lo que estoy haciendo para usted por veinticinco dólares. ¿Qué no podría conseguir Brunette con el dinero del que dispone?
—¿Haría asesinar a alguien?
Red pensó unos momentos.
—Tal vez. Quizá lo haya hecho. Pero no es un tipo duro. Estos mafiosos de ahora son distintos. Los equiparamos con ladrones de cajas de caudales a la antigua usanza o con gamberros drogados hasta las cejas. Comisarios de policía gritan por la radio que son todos ratas cobardes, que asesinan a mujeres y niños pequeños y aúllan pidiendo clemencia si ven un uniforme de policía. Deberían tener el sentido común suficiente para no vender al público esas tonterías. Hay policías cobardes y hay pistoleros cobardes, pero muy pocos de unos y otros. En cuanto a los que están arriba, como Brunette, no han llegado ahí asesinando gente. Han llegado con agallas e inteligencia, y sin contar con el valor colectivo que sostiene a los policías. Pero sobre todo son hombres de negocios. Lo que hacen, lo hacen por dinero. Igual que otros hombres de negocios. A veces hay algún tipo que les estorba muchísimo. De acuerdo. Fuera. Pero se lo piensan despacio antes de hacerlo. ¿Por qué demonios le estoy dando una clase?
—Un tipo como Brunette no escondería a Malloy —dije—. Después de que hubiera matado a dos personas.
—No. A no ser que hubiera alguna otra razón aparte del dinero. ¿Quiere volver a tierra?
—No.
Red movió las manos sobre el timón. La velocidad de la lancha aumentó.
—No piense que simpatizo con esos hijos de mala madre —dijo—. Me caen tan bien como una patada en el estómago.