27

Me detuve junto a la puerta de Eileen y escuché. No oí ruido ni movimiento alguno, de manera que no llamé. Si quería saber cómo estaba su marido, tendría que tomar la iniciativa. En el piso de abajo, la sala de estar parecía muy iluminada y vacía. Apagué algunas de las luces. Desde cerca de la puerta principal miré hacia la galería abierta. La parte central de la sala de estar se elevaba hasta la altura total de la casa y la cruzaban vigas descubiertas que también sostenían la galería, amplia y protegida en dos lados por una sólida barandilla como de un metro de altura. El pasamanos y los soportes verticales eran cuadrados para hacer juego con las vigas. Al comedor se llegaba por un arco cuadrado, que cerraban unas puertas dobles correderas. Supuse que encima se hallaban las habitaciones del servicio. Aquella parte del segundo piso estaba cerrada, de manera que debía de haber otra escalera que llegara hasta allí desde la zona de la cocina. El dormitorio de Wade ocupaba una esquina, encima de su estudio y, desde mi posición, veía la luz que salía por la puerta abierta reflejada en el alto techo; también veía la parte superior del marco.

Apagué todas las luces menos una lámpara de pie y crucé hasta el estudio. La puerta estaba cerrada pero había dos luces encendidas: una lámpara de pie, al extremo del sofá de cuero, y otra de mesa que tenía una pantalla. La máquina de escribir se hallaba sobre un sólido pie, bajo la luz, y a su lado, en la mesa, había un desordenado montón de papel amarillo. Me senté en una silla y estudié la distribución del mobiliario. Lo que quería saber era cómo se había hecho Roger Wade el corte en la cabeza. Me senté en el sillón del escritorio con el teléfono a mi izquierda. El resorte del sillón estaba muy flojo. Si me inclinaba demasiado y caía hacia atrás, podía darme con la cabeza en la esquina de la mesa. Mojé mi pañuelo y froté la madera. Ni sangre, ni nada. Sobre el escritorio había muchísimas cosas, incluida una hilera de libros entre elefantes de bronce, y un tintero de cristal pasado de moda. Examiné todo aquello sin resultado. No tenía demasiado sentido porque, si le había golpeado otra persona, lo probable era que el arma utilizada no estuviera en la habitación. Por otra parte, no había nadie más en la casa. Me puse en pie y encendí las luces del techo, que iluminaron también los rincones hasta entonces oscuros y, por supuesto, la respuesta era bastante obvia. Una papelera cuadrada de metal estaba caída contra la pared, su contenido derramado. No había llegado hasta allí por sus propios medios, de manera que la habían tirado o alguien le había dado una patada. Pasé el pañuelo humedecido por sus agudas aristas. Esta vez obtuve una mancha de sangre entre roja y marrón. No había misterio. Wade se había caído hacia atrás, golpeándose la cabeza contra un ángulo de la papelera —un golpe de refilón, con toda probabilidad—; luego, al ponerse en pie, le había pegado una patada al objeto agresor, mandándolo al otro extremo del estudio. Bien fácil.

Después se habría tomado otra copa rápidamente. Las bebidas estaban en una mesa de cóctel delante del sofá. Una botella vacía, otra llena, un termo con agua y un cuenco de plata con un agua que antes había sido cubitos de hielo. Sólo había un vaso, de los de agua.

Después de beber se había sentido un poco mejor. Se dio cuenta confusamente de que el teléfono estaba descolgado y es muy probable que ya no recordara la conversación interrumpida. De manera que se acercó a la mesa y lo colgó de nuevo. El tiempo transcurrido coincidía con mi recuerdo de su llamada. Hay un algo apremiante en el teléfono. El hombre de nuestra época, perseguido por los ingenios modernos, lo ama, lo detesta y le tiene miedo. Pero siempre lo trata con respeto, incluso cuando está borracho. El teléfono es un fetiche.

Cualquier persona normal habría dicho «aló» antes de colgar, sólo para estar seguro. Pero no necesariamente un individuo adormilado por el alcohol que acaba de sufrir una caída. Carecía de importancia de todos modos. Podía haberlo hecho su mujer; quizá hubiese entrado en el estudio al oír el ruido de la caída y el golpe de la papelera contra la pared. Más o menos, la última copa le dio el golpe de gracia en aquel momento. Salió tambaleándose de la casa y cruzó el césped para ir a derrumbarse donde yo lo había encontrado. Alguien venía a por él. Para entonces ya no sabía quién era. Quizá el bueno del doctor Verringer.

Hasta ahí, la cosa funcionaba. ¿Qué hacía entonces su mujer? No podía enfrentarse con él ni tratar de razonar y era incluso posible que tuviera miedo de intentarlo. Llamaría a alguien para que viniera a ayudarla. Los criados habían salido, de manera que tendría que recurrir al teléfono. Bien; había llamado a alguien: al simpático doctor Loring. Yo había supuesto que la llamada se había producido después de llegar yo. Pero Eileen no había dicho que hubiera sido así.

A partir de ahí las cosas no cuadraban ya. Uno esperaría que buscase a su marido, lo encontrara y se cerciorase de que no estaba herido. No le perjudicaría estar tumbado en el césped durante un rato en una cálida noche de verano. Eileen no era capaz de moverlo. Yo me había tenido que emplear a fondo para hacerlo. Pero nadie esperaría encontrarla en la puerta abierta, fumando un cigarrillo, con una idea absolutamente vaga de dónde estaba su marido. ¿O sí lo esperaría? Yo ignoraba los malos ratos que había pasado con él, hasta qué punto era peligroso en aquella situación, el miedo que sentía al acercársele. «He soportado todo lo que he podido —me dijo cuando llegué—. Encuéntrelo usted». Luego había entrado en la casa, procediendo a desmayarse.

No acababa de verlo claro, pero tenía que dejarlo así. Suponer que era eso lo que hacía, después de haberse enfrentado con aquella situación el número de veces necesario para saber que no había nada que hacer, excepto permitir que el episodio siguiera su curso. Tan sólo eso: que siguiera su curso. Dejarlo tumbado en el césped hasta que apareciera alguien con la fuerza suficiente para ocuparse de él.

Seguía sin verlo claro. También me molestaba que se hubiera despedido, retirándose a su habitación mientras Candy y yo lo llevábamos a la cama. Decía que quería a Wade. Se trataba de su marido, llevaban cinco años casados y Roger era una persona encantadora cuando estaba sobrio: palabras de la misma Eileen. Borracho, la cosa cambiaba: había que apartarse de él porque era peligroso. De acuerdo, olvídalo. Pero por alguna razón seguía sin verlo claro. Si realmente estaba asustada no se habría quedado en la puerta abierta fumando un cigarrillo. Si sólo estaba amargada, desinteresada y disgustada, no se habría desmayado.

Había algo más. Otra mujer, quizá. Y acababa de descubrirlo. ¿Linda Loring? Tal vez. El doctor Loring lo creía así y lo había dicho delante de muchos testigos.

Dejé de pensar en todo ello y retiré la funda de la máquina de escribir. El material estaba allí: varias hojas sueltas de papel mecanografiado que yo debía destruir, para que Eileen no las viera. Me las llevé al sofá y decidí que me había ganado una copa como acompañamiento de la lectura. Anexo al estudio había un servicio con un lavabo. Enjuagué el vaso, me serví una dosis razonable y me senté a leer. Y lo que leí era de verdad delirante. Así:

Todo Marlowe
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